miércoles, 19 de febrero de 2014

Hacia el Planetario..



Si hubiera que enunciar, como lo hizo Hiliel* con la doctrina judía, la doctrina de la Antigüedad en pocas palabras concentrándola toda en una sola frase, ésta debería rezar: «Sólo poseerán la Tierra quienes vivan de las fuerzas del cosmos». Nada distingue tanto al hombre antiguo del moderno como su entrega a una experiencia cósmica que este último apenas conoce. El ocaso de esa entrega se anuncia ya en el florecimiento de la astronomía, a principios de la Edad Moderna. Kepler, Copérnico y Tycho Brahe no actuaron, sin duda, movidos únicamente por impulsos científicos. Sin embargo, en la importancia exclusiva otorgada a una vinculación óptica con el universo —resultado al que muy pronto condujo la astronomía— aparece un signo precursor de lo que habría de venir. La relación del mundo antiguo con el cosmos se desarrollaba en otro plano: el de la embriaguez. Y, de hecho, la embriaguez es la única experiencia en la que nos aseguramos de lo más próximo y de lo más remoto, y nunca de lo uno sin lo otro. Pero esto significa que, desde la embriaguez, el hombre sólo puede comunicar con el cosmos en comunidad. La temible aberración de los modernos consiste en considerar irrelevante y conjurable esta experiencia, y dejarla en manos del individuo para que delire y se extasíe al contemplar hermosas noches consteladas. Pero lo cierto es que se impone cada vez de nuevo, y los pueblos y razas apenas logran escapar a ella, tal como lo ha demostrado, y del modo más terrible, la última guerra, que fue un intento por celebrar nuevos e inauditos desposorios con las potencias cósmicas. Masas humanas, gases, fuerzas eléctricas fueron arrojadas a campo raso, corrientes de alta frecuencia atravesaron el paisaje, nuevos astros se elevaron al cielo, el espacio aéreo y las profundidades marinas resonaron con el estruendo de las hélices y en todas partes se excavaron fosas de sacrificio en la madre tierra. Este gran galanteo con el cosmos se realizó por primera vez a escala planetaria, es decir, en el espíritu de la técnica. Pero como el afán de lucro de la clase dominante pensaba satisfacer su deseo en ella, la técnica traicionó a la humanidad y convirtió el lecho nupcial en un mar de sangre. Dominar la naturaleza, enseñan los imperialistas, es el sentido de toda técnica. Pero ¿quién confiaría en un maestro que, recurriendo al palmetazo, viera el sentido de la educación en el dominio de los niños por los adultos? ¿No es la educación, ante todo, la organización indispensable de la relación entre las generaciones y, por tanto, si se quiere hablar de dominio, el dominio de la relación entre las generaciones y no de los niños? Lo mismo ocurre con la técnica: no es dominio de la naturaleza, sino dominio de la relación entre naturaleza y humanidad. Si bien los hombres, como especie, llegaron hace decenas de miles de años al término de su evolución, la humanidad como especie está aún al principio de la suya. La técnica le está organizando una physis en la que su contacto con el cosmos adoptará una forma nueva y diferente de la que se daba en los pueblos y familias. Baste con recordar la experiencia de velocidades gracias a las cuales la humanidad se está equipando para realizar vertiginosos viajes hacia el interior del tiempo y toparse allí con ritmos que permitirán a los enfermos recuperarse como antes lo hacían en la alta montaña o los mares meridionales. Los parques de atracciones prefiguran los futuros sanatorios. El estremecimiento que acompaña una verdadera experiencia cósmica no está ligado a ese minúsculo fragmento de la naturaleza que solemos llamar «naturaleza». En las noches de exterminio de la última guerra, una sensación similar a la felicidad de los epilépticos sacudía los miembros de la humanidad. Y las rebeliones que siguieron luego constituyeron la primera tentativa por hacerse con el control del nuevo cuerpo. El poder del proletariado es la escala que mide su convalecencia. Si la disciplina de éste no logra penetrarlo hasta la médula, no lo salvará ningún razonamiento pacifista. Sólo en el delirio de la procreación supera el ser vivo el vértigo del aniquilamiento.

*Hillel el Viejo (70 a. de C.-10 d. de C.), uno de los grandes doctores de la Ley judaica, fue autor de las siete reglas, método de interpretación de los libros sagrados que sentó las bases de la hermenéutica hebrea. (N. de los T.)


En Dirección única
Traducción de J. J. del Solar y M. Allendesalazar





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