sábado, 22 de marzo de 2014

Confesiones antes de ser ahorcado..


Mañana seré ahorcado. Pasaré, por primera y última vez por esa puerta de mi celda (hay dos en ella) que nunca he visto abrirse. La otra sirve a los guardianes cuando vienen a visitarme. Pero sé que por la segunda puerta, esa siempre cerrada, es arrastrado el hombre destinado a la ejecución. En verdad, es el umbral del más allá.

Atravesaré ese umbral sin miedo ni remordimiento. Los hombres me han condenado porque me temían. Amenazaba su miserable sociedad, su orden constituido. Pero estoy muy por encima, participo de una vida superior, y todo eso que he hecho, lo que ellos llaman “delitos”, lo he realizado porque me guiaba una fuerza divina. He aquí por qué me es completamente indiferente que se me trate de malvado o loco: de igual modo me es indiferente que comadres tontas soliciten verme. En efecto, parece, al menos a estar a lo que me ha dicho un guardián, que llegan a la prisión muchas cartas dirigidas a mí de parte de ese frívolo sexo. Me pregunto si existe alguien sobre la Tierra capaz de comprenderme. A decir verdad, algunas veces me cuesta a mí mismo, y ahora, mientras refiero mi experiencia, desespero de encontrar ni siquiera un solo lector que esté a mi altura.

La primera persona que he matado fue William Donald McSwan. A continuación maté a su padre y a su madre. La manera como conocí a Swan no tiene en sí nada de misteriosa. El era propietario de una sala de juego en Tooting, en los alrededores de Londres.

Una tarde de otoño de 1944 encontré a Swan en un café de Kensington. Estaba preocupado. Temía que lo llamaran a las armas, y me confió su intención de esconderse para evitar la conscripción militar. Desde aquella vez lo volví a ver con frecuencia. Me llevó, además, a casa de los suyos. Una noche, le propuse visitar mi departamento y, en el sótano, mi laboratorio, en Gloucester Road número 79. El joven Swan accedió. Entró junto conmigo…

No puedo referir lo que hice entonces sin contar previamente algunos hechos que se remontan a mi infancia. Es necesario que hable de los sueños que tenía en aquel tiempo. El primer sueño del cual me acuerdo con precisión se remonta a la época en que formaba parte del coro de la catedral de Wakefield. De noche, en la cama, cerraba los ojos y volvía a ver el Cristo torturado sobre la cruz. Miraba el crucifijo en la iglesia, y a veces veía la cabeza coronada de espinas, a veces el cuerpo entero de Cristo, de cuyas heridas brotaba copiosamente la sangre. Me sentía horrorizado.

En otro sueño me construía una inmensa escalera telescópica, por medio de la cuál llegaba a la Luna. Desde allí miraba la Tierra a mis pies, no más grande que una pelota. ¿Qué significado tenía este sueño? Pensaba que quería decir que haría en mi vida alguna cosa grande, que sería el mejor de todos.

La mayor parte de las veces la sangre era el asunto de mis sueños. Estos sueños tenían un papel fascinante y terrible en mi existencia. Y todavía no conocía el sabor de la sangre. Una pura casualidad me la hizo gustar, y desde entonces ya no pude olvidármelo.

Tendría diez años. Me había herido en la mano con un cepillo para cabello, de pelos metálicos. Lamí la sangre que brotaba, y algo se me mezcló en todo mi ser. Esa cosa viscosa, cálida y salada que sorbía a flor de piel era la vida misma. Fue una revelación que me obsesionó por muchos años.

En cierta oportunidad empecé a tajearme adrede los dedos y las manos, sólo para poder posar los labios sobre la herida fresca y volver a sentir aquella sensación inefable.

La casualidad, pues, me había hecho volver, a través de los siglos de civilización, a los tiempos fabulosos en que los seres sacaban fuerza de la sangre humana. Descubrí que pertenecía a la raza de los vampiros. ¿Por qué? ¿Por qué justamente yo? No sabría explicarlo. Sólo puedo contar lo que experimentaba.


¿Comprenden ahora lo que pudo sucederle al joven Swan, cuando se encontró a solas conmigo, en aquella tarde de otoño? Lo desmayé con la pata de una mesa, o con un pedazo de caño, ya no lo recuerdo exactamente. Y después le corté la garganta con un cortapluma.

Procuré beber su sangre, pero no era nada fácil. Aún no sabía bien qué sistema usar. Le tuve sobre el lavamanos, y traté de recoger de algún modo el líquido rojo. Al fin, me parece que resolví sorberlo directamente de la herida, con un sentimiento de profunda satisfacción.

Cuando me aparté, sentí espanto ante la presencia de aquel cadáver. No tenía remordimientos. Sólo me preguntaba como podía hacer para desembarazarme de él. De súbito se me ocurrió un buen método. Tenía ya en mi laboratorio una gran cantidad de ácidos, sulfúrico y clorhídrico, que me servían para atacar los metales. Sabía bastante de química para estar enterado de que el cuerpo humano está compuesto en su mayor parte, de agua. Y el ácido sulfúrico es muy ávido de agua.

Por desgracia, no tenía nada preparado. Sólo al sexto o séptimo caso, comencé a preocuparme de preparar anticipadamente el medio más adecuado para hacer desaparecer los cuerpos.

Debí buscar un recipiente para meter el cadáver. Encontré en un cementerio una especie de barril de metal. Para transportarlo hasta mi sótano, pedí prestado a un maestro albañil una carretilla. Acomodé al señor Swan en el barril.

Ahora no me quedaba más que verter el ácido en el barril. Debía servirme de un cubo. No había previsto el humo que se desprendió, y sentí tal náusea que hube de salir un poco al aire para retomar aliento.

Luego volví a la tarea y, finalmente abandoné el sótano, cerrando la puerta tras de mí. Cuando más tarde regresé allí, pude comprobar que la operación había salido bien. El cuerpo estaba disuelto. Levanté una trampa que comunicaba con las cloacas y vertí por el hueco la mezcla. Si queda aún algo de míster Swan, se lo encontrará en el mar, ahí donde se descargan las cloacas de Londres.

Dos meses después, hice otra víctima: esta vez se trató de una mujer. Tendría cerca de treinta y cinco años. Era morena, de mediana estatura. Nunca la había visto antes.

Nos encontramos en la calle, en el distrito de Hammersmith. La abordé sobre un puente. Comprendí en seguida que debía morir. Era durante un ciclo de sueños y tenía necesidad de beber en la copa. Ella aceptó venir a mi casa. Le di un golpe en la cabeza y bebí su sangre.

Tampoco esta vez había hecho planes para desembarazarme del cadáver; pero aún tenía un poco de ácido y mi barrilejo. Arreglé en él a la muchacha, pensando entonces que sería cómodo tener una bomba para verter el ácido. Salí a comprarme una.

Sólo después del segundo McSwan, el padre de William, se me ocurrió usar una especie de máscara para evitar la náusea por los vapores del ácido. Y en seguida me procuré un mandil, botas y guantes de goma. Así equipado, y armado de un palo revolvía la “mezcla”.

A los viejos McSwan los maté juntos el mismo día.

Durante el proceso se me ha preguntado con cuál cortapluma acostumbraba a cortar la garganta de mis víctimas. En verdad no sabría decirlo; tenía tres de ellos. Debo decir, a este propósito, que no acierto a recordar ningún detalle de lo que sucedía en esos momentos. Cuando estaba bajo la influencia de mis sueños, casi no veía otra cosa que la copa, esa copa tendida ante mí, mientras yo aullaba de deseo, y que se rehusaba a mi garganta sedienta, hasta que no me decidía a arrastrar un ser humano a mi sótano, y entonces, por un instante, podía al fin chupar la vida de su garganta abierta, con inefable alivio.

Mi quinta víctima fue un jovencito desconocido, un tal Max. Pero prefiero hablar de los números seis y siete, la joven pareja Henderson. Archibald Henderson era un médico londinense. Tenía una mujer joven, hermosísima: Rose… desaparecieron en febrero de 1948. La policía no habría resuelto nunca este misterio si no la hubiera ayudado revelándole haber sido yo quien mató a los Henderson.

Los conocí del modo más sencillo. Habían publicado un aviso para vender una casa en Ladbroke Square. Contesté. Era un buen método para entrar en contacto con nuevas personas. Lo he empleado varias veces. El señor Henderson era el segundo marido de Rose, y Rose era su segunda mujer. El era viudo. Ella, divorciada. Había estado casada con un ingeniero alemán, Rudolf Erren. Durante la Segunda Guerra Mundial Erren había formado parte del famoso grupo de pilotos apodado “Circo Richtofen”, capitaneado por Goering. Después de la guerra se había establecido en Inglaterra. Ahora ha vuelto a vivir en Alemania.

Cuando sé que una persona puede convertirse en una víctima mía, es extraño, pero no logro experimentar amistad por ella.

Rose me confió que, bajo aquella apariencia acomodada, ella y su marido tenían dificultades financieras. No es entonces por interés que los he matado. Archie tenía deudas, y a menudo discutía con su mujer por cuestiones de dinero.

Los Henderson partieron en 1948 para una breve estancia en Brighton, en el hotel Metropole. El ciclo de mis sueños estaba entonces en el ápice. Me sentía mal. Archie se quejaba de mi desatención: le parecía que no escuchaba lo que me decía. En efecto, estaba completamente preso de mi horrible necesidad. Veía de nuevo bosques de crucifijos que se transformaban en árboles que goteaban sangre. Me despertaba con ese atroz deseo imperioso.

Necesitaba que Archie fuera mi próxima víctima. Con un pretexto cualquiera, le hice venir desde Brighton a Crawley, a mi laboratorio de Leopold Road, y le disparé una bala en la cabeza con el revólver de su propiedad, que le robara durante una noche pasada en su casa.

Volví a Brighton y le dije a Rose:

- Archie se ha sentido mal en mi casa. Nada grave, pero quisiera que usted fuera a buscarle. Venga conmigo.

Me siguió enseguida, sin ninguna sospecha. Apenas entró en el laboratorio la maté. Cómo, no lo recuerdo.

Chupé una buena parte de la sangre de Archie y de Rose. Me sentía protegido por una mano invisible. Estaba tan seguro de mí, que dejé los cadáveres al descubierto en el laboratorio minetras iba a comprar una máscara de gas y un segundo recipiente para el ácido. La máscara, como ya he explicado, debía servir para evitarme la náusea por las emanaciones de ácido sulfúrico que se elevaban de mi “mezcla”. El nuevo recipiente era para la mujer. Dejé a Archie y Rose en perfecto reposo. Disolví al primero el viernes por la tarde. Y el sábado por la tarde el bello cuerpo que en vida había constituido la fascinación de Rose Henderson, se fundió en el ácido como una muñeca de cera al calor. Su forma y su color desaparecieron lentamente, gigantescos pedazos de azúcar que yo revolvía con un bastón, continua, paciente y serenamente…

Mary fue mi víctima número ocho. Encontré a esa muchacha en Eastbourne, donde estaba de vacaciones o por trabajo, ya no lo recuerdo bien. En todo caso, no era del lugar. De ella sólo conozco su nombre, Mary. Charlamos largamente, y le pedí que viniera a comer conmigo a Hastings. Fuimos a un café cerca del mar. Estábamos a fines de verano o en los comienzos del otoño, en todo caso en los últimos días cálidos. El sol poniente transformó por un instante el mar en sangre. Me estremecí. Miré a Mary y le dije estúpidamente:

- Es hermoso, ¿verdad? Parece exactamente una tarjeta postal en colores.

Pero yo, distante de aquellos pensamientos vulgares, me sentía dominado por mi sacro deseo. Me llevé sin esfuerzo a Mary a Crawley. Entramos en mi laboratorio de Leopold Road. Sin esperar, tomé un utensilio por el mango y la golpeé salvajemente en la cabeza. Después, le abrí la garganta y me arrojé ávidamente sobre la herida.

Durante la noche, tuve el acostumbrado sueño satisfecho que me venía siempre después de cada crimen. La aparición me tendió la copa de sangre y me dejó beber a largos sorbos.

Mary tenía el acento de Gales. Recuerdo su vestidito blanco y azul y sus zapatos blancos escotados. No había casi nada en su bolso, fuera de un frasquito de perfume. Nunca logré descubrir su nombre. La policía tampoco.

Hablaré ahora de la novena persona que fue “muerta” por mí. Esta es la expresión que deseo usar. No me agrada llamarlo que la había “asesinado”, porque esta palabra da la impresión de crueldad y sufrimiento. “Matar” en cambio, era el resultado inevitable de la voluntad de un Espíritu de gran poder que me guiaba, ordenándome tomar la sangre de los hombres. El hombre es solo un peón en manos del Ser Supremo.

La misma fuerza ha decidido ahora que ha llegado para mí el tiempo de morir y yo acepto su divino juicio. Por otra parte, también estoy cansado. Mis ojos no pueden más. He leído y escrito mucho, y tengo prisa de concluir estas memorias. Para poder continuar escribiendo, me veo obligado a ponerme los anteojos con montura de oro del doctor Henderson, mi sexta víctima.

Pero vayamos, pues, a la señora Olive Durand-Deacon, la última persona de esta tierra de quien he bebido un vaso de sangre. Cuando la encontré, era una de esas mujeres “en el tramonto de su vida”, para usar las palabras del Ministerio Público en mi proceso. Debo admitirlo, con ella he sido muy descuidado. No es de mi naturaleza. Usualmente, me gusta repetir que prefiero una injusticia a un desorden. Pero me sentía de tal modo protegido por la fuerza superior que me dirigía, que olvidé tomar las precauciones más elementales.

La señora Durand-Deacon vivía en la misma pensión familiar en que yo me alojaba, en Kensington. Es así como la he conocido. Le agradaba a la anciana señora porque le hablaba de música, de arte, de literatura. Teníamos también conversaciones filosóficas y religiosas. Ella había escrito un libro titulado “Así Habla Dios”. Yo había dado alguna conferencia en congregaciones religiosas. Recuerdo que conmovía a las oyentes hasta las lágrimas. También había escrito algunos artículos en diversas revistas de teología. Todo lo cual me granjeó las simpatías de la señora Durand-Deacon, quien veía en mí, a pesar de mis cuarenta años, “un joven verdaderamente ventajoso”.

Durante mi proceso, el público ha sido informado del ridículo motivo que la indujo a venirme a ver a mi laboratorio. La anciana señora sufría por haber perdido las uñas, y yo le había dicho que, tal vez, lografía fabricarle otras con material plástico.

Y fue así como ella partió para su último viaje, el 18 de febrero de 1949. La maté de un balazo en la nuca. Después le practiqué una incisión en la garganta y bebí un vaso de sangre. Llevaba una cadenita con una pequeña cruz alrededor del cuello. Experimenté un goce extraordinario al estrujarla.

El sistema para desembarazarme del cadáver se había hecho ahora automático. Además, para la señora Durand-Deacon había preparado con anticipación el barrilejo de ácido.

He dicho ya que aquella vez hice todas estas operaciones con descuido. Había comprado el ácido dando mi verdadero nombre. Quemé sólo parcialmente el bolso de la señora Durand-Deacon, y los polizontes encontraron fragmentos. No disolví completamente el cuerpo, desde el momento en que fueron encontrados restos suficientes para justificar la acusación de asesinato.

En realidad, para mí no había sido todo fácil con la señora Durand-Deacon. Debí hacer entrar aquel cadáver de noventa kilos en un pequeño barril. Pero esto no basta para explicar mi negligencia. Quizás, estaba sencillamente cansado de matar, y no veía la hora de concluir con aquella misión que la divinidad superior me había confiado, y tenía necesidad de descansar, así fuera en el inmundo pedazo de tierra reservado a los ajusticiados.

Extenuado por el manipuleo del pesado cadáver de la vieja, salí a tomar una taza de té. Cuando regresé, ¡recordé haber dejado la puerta abierta! Cualquier hubiera podido entrar y ver el cadáver.

Maté a la señora Durand-Deacon un viernes. El domingo siguiente estaba en casa de amigos. Una muchacha me dijo de pronto:

- ¡No me mire así!

Aparté la mirada pero continué tratando de verla mentalmente

Ella manifestó entonces.

- Siento que él sigue mirándome.

Y de repente me gritó:

- ¡Asesino!

Aquel poder de adivinación (aún cuando yo no esté de acuerdo, como lo he explicado, acerca de la palabra “asesino”) me pareció incomprensible.

Bien pronto los polizontes, que indagaban sobre la desaparición de la señora Durand-Deacon, descubrieron en mi sótano los vestigios de su cuerpo y sus vestidos. Mi destino se cumplía.

Ahora que todo ha concluido y que he llegado al término de mi relato quiero agregar aún algo.

Será una pequeña vanidad (que bien puede perdonársele a un hombre a punto de morir) pero quisiera que el traje que llevaba durante el proceso se entregue al Museo de Cera de Madame Tussaud, para vestir mi muñeco. Quisiera que se envíen allí mis medias verdes y mi corbata a cuadritos rojos y verdes. Espero que mi retrato de cera sea parecido. Deseo que el conservador del Museo Toussaud cuide de que mis pantalones conserven siempre una raya impecable. He engordado en la prisión: es desagradable. Espero que en mi retrato se me conserve una línea más esbelta.

Mi proceso me ha aburrido mucho. Tenía la impresión de ver un film por segunda vez. Pero, sin embargo, me ha divertido la manera con que ciertos testigos agregaban detalles picantes a mi historia.

Sé que desde la puerta de mi celda son menester apenas quince pasos para llegar al patíbulo. Son pocos para alcanzar la eternidad. Veo a la lluvia bañar la cima de los álamos más allá del muro de la prisión. Me inspira el mismo deseo que a veces sentía bajo la fronda de un magnífico bosque cuando, solitario, buscaba una meta que tal vez no existe.

Pienso en las palabras escritas por un gran hombre de la antigüedad, no sé ya quién exactamente. Me parece oportuno citarle ahora:

“No antes que los telares se hayan detenido y las lanzaderas terminado de deslizarse, Dios desenvolverá el tapiz y revelará su motivo.”

Nací el 24 de julio de 1909, en Stanford, en el Lincolnshire. Mi familia estaba por aquel tiempo en la miseria. Mi padre tenía treinta y ocho años, mi madre cuarenta. Mi padre era cabo electricista, pero sin trabajo. Mis progenitores no tenían con qué comprar la canastilla para el niño que debía nacer. Mi madre está convencida de que los meses de sufrimiento y preocupación que precedieron a mi nacimiento han sido la causa de lo que ella llama mi enfermedad mental.

- Es culpa mía – dijo ella – porque no he comparecido ante el juez junto con George. Soy responsable por lo que le toca.

La situación de mis progenitores no mejoró sino muchos meses después. Ambos eran muy piadosos. Mi padre gobernaba una comunidad religiosa. Me criaron en una atmósfera inhumana, peor que en un monasterio. No conocí ninguna de las alegrías que habitualmente tienen los niños.

Sobre la frente de mi padre hay una cicatriz azulada, una especie de cruz deformada. El me explicó que aquello era la marca de Satanás. Había pecado y el Diablo le castigó.

- Si cometes un pecado – decía -, Satanás te castigará del mismo modo.

Durante años miré las frentes de las personas para ver si estaban marcadas con una señal azul. Como nadie la tenía, deduje que mi padre era el único pecador, y que todo el resto del mundo era inocente.

Cada noche hacía mi examen de conciencia. Si tenía algo que reprocharme, con extremado temor me acercaba al espejo para ver si me había aparecido la marca en la frente.

Fui a la escuela hasta los diecisiete años. Formé parte del coro de la Catedral. El domingo me levantaba a las cinco para asistir al primer servicio. Permanecía en la iglesia el día entero, hasta las ceremonias de la noche. Al volver a casa, encontraba a mis progenitores orando y me unía a ellos.

A causa de lo extraño de esta vida, los niños de mi edad no me quería.

Sin embargo, yo estaba siempre dispuesto a ayudar a mi prójimo. Adoraba los animales. debo mi sustento a perros vagabundos. Amaba también a los conejos y los pájaros.

En 1927, a los dieciocho años, sentí irresistiblemente la necesidad de expresar el misticismo religioso que me colmaba: envié a una revista un artículo, “La Degradación del Hombre”, que fue publicado.

Creía tener una gran misión que cumplir entre los hombres. Me puse a hablar en las congregaciones religiosas. La primera vez que lo hice descubrí esta cosa extraordinaria: tenía el don de saber hablar. La multitud de fieles me escuchaba palpitante, y corrían lágrimas sobre sus rostros. Mis progenitores estaban muy orgullosos de ello.

En el mes de julio de 1934 desposé una graciosa muchacha de 21 años, Beatrice Hamer. Pero mi dicha conyugal fue de breve duración. Mi mujer decidió no volver a verme nunca más. Le nació una hija que después fue adoptada por desconocidos. Existe hoy en alguna parte una muchacha de catorce años que ignora que su padre soy yo, John Haigh, el hombre que llaman “el Vampiro de Londres”.

Gran Bretaña estaba en guerra. Encontré empleo en la Defensa Pasiva. Fueron los horrores de los grandes bombardeos sobre Inglaterra lo que me hizo abandonar la idea de un Dios justo y amoroso. Estaba un día en un puesto de guardia con una enfermera de la Cruz Roja, cuando las sirenas se pusieron a aullar. Aún no habían concluído, y ya las bombas caían. La enfermera y yo salimos corriendo para alcanzar el refugio. De súbito un silbido terrible, me arrojé bajo un portón. Cuando me levanté, herido, una cabeza rodó a mis pies. Era la de mi compañera que, un momento antes, estaba tan alegre y hermosa. ¿Cómo Dios había podido consentir este horror? Ahora no creo más en Dios, sino en una fuerza superior que nos impulsa a obrar y dirige misteriosamente nuestro destino, ignorante del bien y del mal. Ya he referido cómo esta fuerza me movió a degollar seres humanos, después de haberme hecho tener terribles sueños que me dejaban sediento de sangre. Justamente a mí, que amo y adoro las más pequeñas y débiles criaturas, me ha sido ordenado cometer estos crímenes y beber sangre humana.

No es posible, mis nueve delitos deben tener explicación en algún lugar fuera de nuestro mundo terreno. No es posible que sean absurdamente sólo el sueño de un demente lleno de sonido y furia, como dice Shakespeare.

¿Hay entonces una vida eterna? Pronto lo sabré. Esperándolo, adiós…


j. g. h.





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