viernes, 11 de abril de 2014

Onuphrius ou les vexations fantastiques d'un admirateur d'Hoffmann..


Creía que las nubes eran parvas de heno
y confundía la velocidad con el tocino.
Gargantúa, Lib. I, Cap. XI         

¡Kling, kling, kling...!
No hubo respuesta.
—¿No hay nadie? —inquirió la joven.
Tiró por segunda vez del cordón de la campanilla; no se oyó el menor ruido en el departamento: no había nadie.
—¡Qué raro!

Se mordió el labio y un enrojecimiento de despecho pasó de sus mejillas a la frente; empezó a bajar la escalera peldaño a peldaño, lentamente, como a regañadientes, girando la cabeza de vez en cuando para ver si se abría la puerta fatal. Nada. En la esquina de la calle divisó en lontananza a Onuphrius, que marchaba por el lado soleado con el aspecto más indolente del mundo, deteniéndose a cada momento, viendo las peleas de los perros y a los golfillos jugando al tejo, leyendo las inscripciones de las paredes, deletreando los carteles, como un hombre que tiene una hora de ocio y nada le apremia. Cuando llegó al lado de la joven, el asombro le obligó a abrir desmesuradamente las pupilas pues no contaba con encontrarla allí.

—¡Cómo! ¿Eres tú? ¿Ya has llegado? ¿Pues qué hora es?
—Si ya he llegado... Frase muy galante. Respecto a la hora, deberías saberla y no ser yo quien te la diga —respondió con tono de enfado la muchacha, cogiendo a Onuphrius del brazo—. Son las once y media.
—Imposible —negó Onuphrius—. Acabo de pasar por delante de Saint-Paul y no eran más que las diez; hace apenas cinco minutos, pondría las manos al fuego; y apostaría...
—No pongas nada al fuego ni apuestes nada porque perderías.
Onuphrius se obstinó, y como la iglesia estaba sólo a unos cincuenta pasos, Jacintha, para convencerle, quiso ir con él hasta allí. Onuphrius se mostraba triunfante.
—¡Mira! —le instó Jacintha cuando al fin estuvieron en el portal.

Si hubieran estado el sol o la luna en el lugar del reloj, Onuphrius no hubiese estado más confundido. El reloj marcaba las once y media pasadas; sacó sus quevedos, limpió los cristales con un pañuelo y se frotó los ojos para afinar la vista; la aguja mayor iba a reunirse con su hermana menor en la X del mediodía.
—¡Mediodía! —murmuró entre dientes—. Es preciso que un diablejo se haya divertido en mover las agujas, pues yo vi claramente que señalaban las diez.

Jacintha era amable; no insistió y reanudó la marcha junto a él, con destino a su taller, ya que Onuphrius era pintor y en aquel momento estaba pintando el retrato de una joven. Ésta se sentó en la pose convenida. Onuphrius fue en busca de la tela, vuelta hacia la pared, y la colocó en el caballete. Encima de la pequeña boca de Jacintha una mano desconocida había dibujado un par de bigotes que hubieran sido la envidia de un tambor mayor. La cólera del artista al ver pintarrajeado su boceto es fácil de imaginar; de buena gana habría destruido la tela a no ser por los ruegos de Jacintha. Borró, pues, como pudo aquellos atributos viriles, aunque jurando más de una vez contra el que había perpetrado tamaña gamberrada; pero cuando quiso empezar a pintar, estaban tan tiesos y erizados que no pudo servirse de ellos. Así, se vio obligado a enviar en busca de unos nuevos; y mientras aguardaba su llegada, fue componiendo en su paleta varios tonos que le faltaban. Otra atribulación. Las vejigas estaban duras como si hubieran encerrado balas de plomo y por más que las presionaba no surgía el color; o bien estallaban súbitamente como pequeñas bombas, vomitando a derecha y a izquierda, el ocre, la laca y el betún. De haber estado solo creo que, a pesar del primer mandamiento del Decálogo, habría jurado más de una vez en el nombre del Señor. Se contuvo, llegaron los pinceles, puso manos a la obra, y durante más de una hora todo marchó bien. La sangre empezó a correr bajo las carnes, los contornos se iban dibujando, las formas se modelaban, la luz se separaba de la sombra, y una mitad de la tela vivía ya. Los ojos, sobre todo, eran admirables; el arco de las cejas quedaba perfectamente delineado y se fundía hacia las sienes en tonos azulinos y aterciopelados; la sombra de las pestañas suavizaba maravillosamente bien la resplandeciente blancura de la córnea, la niña de los ojos miraba bien, el iris y la pupila no dejaban nada de desear; solamente faltaba ese mínimo diamante de luminosidad, esa raya de luz que los pintores denominan punto visual.

Para engarzarlo en su disco de azabache (Jacintha tenía los ojos negros), cogió el más fino, el más diminuto de sus pinceles, formado por tres pelos de la cola de una marta cibelina. Lo humedeció en lo alto de su paleta, en un blanco plateado que se elevaba, al lado de los ocres y las sienas, como un pico cubierto junto a las negras rocas. Viendo el temblor de aquel punto brillante en la punta del pincel, se habría dicho que era una gotita de rocío en la punta de una aguja; ya iba él a despositarla sobre la pupila cuando violento golpe en el codo le desvió la mano y se llevó el punto blanco a las cejas, arrastrando la bocamanga de su bata de pintor sobre la mejilla todavía fresca que acababa de terminar. Se volvió con tanta brusquedad ante esta nueva catástrofe, que el escabel rodó unos diez pasos. No vio a nadie. Si por casualidad hubiera habido allí alguien, lo habría matado con toda certeza.

—¡Esto es realmente inconcebible! —gruñó entre dientes muy turbado—. Jacintha, no estoy en vena, no haremos nada más por hoy.
Jacintha se dispuso a marcharse.


Onuphrius pretendió retenerla y para ello pasó el brazo alrededor del cuerpo de la joven. El vestido de Jacintha era blanco, pero los dedos de Onuphrius, que no había pensado en limpiar, dejaron en éste un arco iris.
—¡Torpe! —le increpó la joven—. ¡Cómo me ha puesto! Ahora, mi tía, que no quiere que venga a su taller sola, ¿qué dirá?
—Te cambias de vestido y no dirá nada.
La besó. Jacintha no se opuso.
—¿Qué harás mañana? —preguntó ella tras un momento de silencio.
—¿Yo? Nada, ¿y tú?
—Cenaré con mi tía en casa del anciano señor de ***, al que ya conoces, y allí pasaré toda la velada.
—Allí estaré —asintió Onuphrius—, cuenta conmigo.
—No vayas después de las seis; ya sabes que mi tía es muy miedosa y si en casa del señor de M *** no hallamos algún caballero galante que nos acompañe, se irá antes de que caiga la noche.
—Bien, llegaré a las cinco. Hasta mañana, Jacintha, hasta mañana.
Onuphrius se inclinó sobre el pasamanos para contemplar a la esbelta joven en su marcha. Los últimos pliegues de su vestido desaparecieron bajo la arcada y el pintor volvió a entrar en el taller. Antes de seguir adelante, unas palabras sobre Onuphrius. Era un joven de veinte a veintidós años, aunque la primera impresión era de ser mayor. A través de sus facciones lívidas y fatigadas se distinguía algo infantil y poco resuelto, formas de transición entre la adolescencia y la virilidad. La parte alta de la cabeza era grave y reflexiva como la frente de un anciano, en tanto la boca apenas estaba oscurecida en sus comisuras por una sombra azulada, mientras una sonrisa juvenil erraba en sus labios de un tinte rosado bastante vivo que contrastaba de manera extraña con la palidez de las mejillas y el resto de la fisonomía. Por todo esto Onuphrius mostraba un aspecto bastante singular, pero su natural extravagancia se veía aun aumentada por su atavío y su peinado. Sus cabellos, separados sobre la frente como los de una mujer, descendían simétricamente a los largo de las sienes hasta los hombros, sin rizado alguno, aplastados y lustrosos a la moda gótica, como se ve en los ángeles del Giotto y de Cimabue. Una amplia toga en torno a su cuerpo esbelto y delgado, a la manera dantesca. Cierto es que nunca salía ataviado de esta guisa, pero era por falta de atrevimiento y no por ganas de exhibirse, ya que, no hace falta subrayarlo, Onuphrius pertenecía a la ola modernista y era un romántico convencido. En la calle, y salía poco, para no verse obligado a mancillarse con el innoble traje burgués, sus movimientos eran contrastados, bruscos; sus gestos angulosos, como debidos a unos resortes de acero; su marcha era insegura, entrecortada por impulsos súbitos, por zigazags, o bien se detenía de repente; lo que, a los ojos de mucha gente, le hacía pasar por un orate o al menos por un ente original, lo que es casi lo mismo. Onuphrius no lo ignoraba, y era esto tal vez lo que le obligaba a esquivar lo que llamamos mundo, dando a su conversación un tono de humor y causticidad que se parecía bastante a la venganza; así, cuando tenía que salir forzosamente de su retiro, por cualquier motivo, mostraba en sociedad una torpeza sin timidez, una absoluta ausencia de todo convencionalismo, un desdén tan perfecto por cuanto los demás admiraban, que al cabo de unos minutos, con tres o cuatro sílabas, había logrado hacerse con la jauría de enemigos encarnizados. Nos que no fuera amable cuando quería, pero lo quería muy raras veces y respondía a sus amigos cuando éstos se lo reprochaban: ¿De qué sirve ser amable? Porque tenía amigos, no muchos, dos o tres a lo sumo, que le amaban con todo el amor que le negaban los demás, que le amaban como las personas que deben reparar una injusticia.

—¿De qué sirve? Los que son dignos de mí y me comprenden no se detienen ante esta corteza nudosa; saben que la perla está escondida en una concha grosera; los tontos que no lo saben son rechazados y se alejan; ¿dónde está el mal?
Para un loco no era un mal razonamiento. Onuphrius, como ya se dijo, era pintor, y además poeta; por tanto, era difícil que su cerebro estuviese muy despejado, y lo que más había contribuido a mantenerlo en esta exaltación febril, que Jacintha no siempre lograba dominar, eran sus lecturas. Sólo leía leyendas maravillosas y antiguas novelas de caballería, poesías místicas, tratados de Cábala, baladas alemanas, libros de hechicería y demonografía; con todo esto componía, en medio del mundo real que se agitaba a su alrededor, un mundo de éxtasis y de visiones en el que estaba casi a punto de entrar. Del detalle más común y más positivo, por la costumbre que había adquirido de buscar en todas las cosas el aspecto sobrenatural, sabía hacer que saltara de dicho detalle algo fantástico e inesperado. De haberle encerrado en una estancia cuadrada y blanqueada con cal en todas sus paredes, provista de vidrios esmerilados, habría sido capaz de ver alguna extraña aparición, semejante a uno de esos interiores de Rembrandt inundados de sombras e iluminados con reflejos rojizos, hasta tal punto los ojos de su alma y su cuerpo poseían la facultad de torcer las líneas más rectas y de complicar las cosas más sencillas, casi de la misma manera con que los espejos cóncavos o de varias caras deforman los objetos que tienen delante, tornándolos grotescos o terribles.

Por eso Hoffmann y Jean-Paul lo hallaron admirablemente bien dispuesto y terminaron lo que las leyendas habían incitado. La imaginación de Onuphrius se encendió y alteró cada vez más, sus composiciones pintadas y escritas se resintieron de ello, la zarpa o la cola del diablo siempre se colaba por algún sitio, y en la tela, al lado de la cabeza suave y pura de Jacintha, sonreía monstruosamente y fatalmente alguna figura horrible, hija de su delirante cerebro. Había conocido a Jacintha dos años antes, en una época de su vida en la que se sentía tan desdichado, que yo no se lo desearía ni al peor de mis enemigos. Estaba en la atroz situación en la que se encuentra todo el que ha inventado algo y no halla a nadie que crea en ello. Jacintha le creyó ciegamente, pues el invento todavía estaba en él, y lo amó como Cristóbla Colón debió amar al primero que no se le rió en las narices cuando le habló del nuevo mundo que había conjeturado. Jacintha le amó como una madre ama a su hijo, y este amor se mezclaba una profunda compasión, pues, ella aparte, ¿quién le habría amado como él necesitaba ser amado?

¿Quién le habría consolado en sus males imaginarios, reales para él, que sólo vivía de imaginaciones? ¿Quién le hubiera dado ánimos, sostenido, exhortado? ¿Quién hubiese calmado esa exaltación enfermiza que lindaba con la locura en más de un punto, compartiéndola en lugar de combatirla? Nadie, con toda seguridad. Una mujer coqueta no le hubiera dicho de qué modo podía verla, no hubiera concertado ella misma las citas, no le hubiera permitido esas insinuaciones que todo el mundo condena, no le hubiera besado por su propio impulso, ni le hubiese ofrecido la ocasión cuando comprendía que él la buscaba; mas Jacintha sabía bien cuánto le costaba todo eso al desdichado Onuphrius, por lo que le ahorraba este trabajo. Como estaba muy poco habituado a vivir la vida real, no sabía cómo poner en práctica sus ideas, por lo que convertía en monstruos las cosas más nimias. Sus prolongadas meditaciones, sus viajes por los mundos metafísicos no le habían dado tiempo para preocuparse de éste. Su cerebro tenía treinta años, su cuerpo seis meses; había descuidado hasta tal punto educar al animal que había en él, que si Jacintha y sus amigos no se hubieran tomado la molestia de dirigirlo, hubiera cometido los más extraños desaciertos. En una palabra: había que vivir para él, necesitaba un intendente para su cuerpo, tal como los grandes terratenientes lo necesitan para sus tierras.

En realidad, y tiemblo al confesarlo en este siglo de incredulidad, sé que todo eso podría hacer que la gente tomase por imbécil a mi pobre amigo: tenía miedo. ¿De qué? No lo adivinaríais nunca: temía al diablo, a los espectros, a los espíritus y a otras mil pamplinas por el estilo; por lo demás, se burlaba de un hombre, y de dos, como los demás se ríen de los fantasmas. De noche no se hubiera mirado al espejo ni por un imperio, por temor a ver otra cosa y no su semblante; no hubiera metido la mano bajo la cama en busca de sus pantuflas o alguna otra prenda, pues tenía que una mano fría y húmeda le apretara la suya, arrastrándola al suelo entre la cama y la pared; tampoco ponía los ojos en los rincones oscuros, ya que temblaba ante la idea de percibir pequeñas cabezas de viejas arrugadas montadas en escobas. Cuando estaba solo en su gran taller, veía girar a su alrededor una ronda fantástica: el consejero Tusmann, el doctor Tabraccio, el digno Peregrinus Tyss, Crespel con su violín y su hija Antonia, el desconocido de la casa abandonada y toda la extraña familia del castillo de Bohemia; era un aquelarre completo, ya que incluso tenía miedo de su gato como si fuera otro Mürr.

Tan pronto como se marchó Jacintha, tomó asiento frente a su tela y empezó a reflexionar sobre lo que él mismo llamaba los sucesos de aquella mañana. El reloj de Saint-Paul, los bigotes, los pinceles endurecidos, las vejigas reventadas y, sobre todo, el punto visual, todo se fue presentando a su memoria bajo un aspecto fantástico y sobrenatural. Se devanó los sesos pos sus ansias de encontrar una explicación plausible; llenó un volumen en octavo con la más extravagantes suposiciones, las más inverosímiles que jamás hayan pasado por un cerebro enfermo. Después de buscar largo tiempo tal explicación, lo mejor que pudo encontrar fue que todo era inexplicable... a menos que se tratara del diablo en persona... Esta idea, de la que al principio él mismo se burló, arraigó en su espíritu, y le pareció menos ridícula a medida que fue familiarizándose con la misma, hasta acabar completamente convencido. En el fondo de esta suposición, ¿qué había de irrazonable? La existencia del diablo está demostrada por las autoridades más respetables, así como la de Dios. Es incluso un artículo de fe, y Onuphrius, para no dudar más, rebuscó en los registros de su vasta memoria todos los párrafos de autores profanos o sagrados que trataban de tan importante asunto.

El diablo ronda al hombre; el mismo Jesús no estuvo al abrigo de sus emboscadas; es popular la tentación de San Antonio; Martín Lutero también fue atormentado por Satanás y para librarse de éste tuvo que arrojarle su tintero a la cabeza. Todavía se distingue la mancha de tinta en las paredes de la celda. Rememoró todas las historias de obsesiones desde el poseso de la Biblia hasta las religones de Loudun; todos los libros de brujería que había leído: Bodin, Delirio, Le Loyer, Bordelon, el Mundo Invisible de Bekker, las Infernalia, los Farfadets del señor Berbiguier de Terre-Neuve-du-Thym, el Gran Alberto y el pequeño Alberto, y todo lo que le había parecido oscuro se lo tomó claro como el día; era el diablo quien había pintado los bigotes sobre el retrato, cambiado las cerdas de sus pinceles en alambres de latón y llenado las vejigas con fulminante polvora. El golpe en su codo se explicaba con naturalidad, ¿pero qué interés tenía Belcebú en perseguirle? ¿Era para obtener su alma? No era así como obraba normalmente el diablo; finalmente recordó que él había pintado, largo tiempo atrás, un retrato de san Dunstan, sujetando al diablo por la nariz con unas pinzas rojas; ya no dudó de que por haber representado al demonio, en una postura tan humillante, ahora le gastaba unas jugarretas tan denigrantes. Caía el día y ya unas sombras alargadas se extendían sobre el suelo del taller. Esta idea que iba tomando cuerpo en su cerebro ponía un escalofrío a lo largo de su espalda, y el temor se hubiera apoderado de él si uno de sus amigos no le hubiera distraído, al entrar, de todas sus visiones absurdas. Salió con él, en tanto que su amigo era muy alegre, un enjambre de pensamientos retozones no tardaron en ahuyentar sus lúgubres ensueños. Olvidó completamente lo que le había sucedido o si lo recordaba era para reírse de sí mismo. Al día siguiente puso manos a la obra. Trabajó durante tres o cuatro horas con apasionamiento. Aunque Jacintha no estuviera presente, sus rasgos estaban tan hondamente grabados en su corazón que no la necesitaba para terminar su retrato. Casi había concluido, y sólo quedaban dos o tres pinceladas para el acabado, aparte de la firma, cuando una pelusilla que danzaba con sus hermanos los átomos en un hermoso rayo de luz dorada, por una fantasía inexplicable, abandonó de repente su luminosa sala de baile, se dirigió balaceándose hacia la tela de Onuphrius y se posó sobre un realce que éste acababa de realizar.

Onuphrius invirtió su pincel y con el mango la levantó lo más delicadamente posible. Sin embargo, no lo consiguió sin que su acción se llevara un poco de color. Volvió a hacer un tinte para reparar el daño, pero el tono era demasiado fuerte y dejó una mancha; Onuphrius no pudo restablecer la armonía más que rehaciendo todo el fragmento, pero al hacerlo perdió su contorno, y la nariz se convirtió en aquilina, en lugar de casi a la Roxelana que era, lo que alteró todo el carácter de la cabeza; ya no era Jacintha, sino una de sus amigas con la que ésta se había enojado porque Onuphrius la encontraba bonita. La idea del diablo volvió a Onuphrius ante esa extraña metamorfosis, pero al mirar con más atención observó que no se trataba de una jugarreta de su imaginación, y como el día avanzaba, se levantó y salió para reunirse con su amante en casa del señor de ***. El caballo corría como el viento; muy pronto Onuphrius divisó por detrás de la colina la casa del señor ***, blanca entre castaños. Como la carretera formaba un recodo, la abandonó para recoger un atajo, un cambio en hondonada que conocía bien, al que de niño acudía para recoger moras y atrapar abejorros.

Estaba casi en el centro del sendero cuando se encontró detrás de una carreta cargada de heno, que las curvas del camino le habían impedido distinguir. El camino era tan estrecho, la carreta tan ancha, que resultaba imposible adelantarla; entonces, puso el caballo al paso, esperando que la senda, ensanchándose, le permitiese adelantar a la carreta un poco más lejos. Su esperanza fue engañosa, pues el sendero era como un muro que retrocedía imperceptiblemente. Quiso volver sobre sus pasos, otra carreta con heno le seguía por detrás, convirtiéndole en prisionero. Por un instante pensó trepar por el borde del barranco, pero estaba a pico y coronado por un seto vivo; por tanto, forzoso era resignarse; el tiempo transcurría, los minutos le parecían eternidades, su furor había llegado al colmo, sus arterias palpitablan y su frente se hallaba perlada de sudor. Un reloj de voz cascada, el de la aldea vecina, dio las seis; así que hubo callado, el del castillo, de sonido muy diferente, repicó a su vez; luego otro, y otro más aún; todos los relojes de la comarca, primero sucesivamente y después todos a la vez, dieron la hora. Era un coro de campanas, un concierto de timbres aflautados, roncos, chillones, atronadores, un carrillón capaz de descoyuntar la cabeza. Las ideas de Onuphrius se confundieron, fue presa del vértigo. Los relojes se inclinaban a su paso, lo señalaban con sus manecillas, le hacían burla y le tendían, en broma, esferas cuyas agujas estaban perpendiculares. Las campanas le sacaban la lengua y le hacían muecas, dejando oír siempre los seis sones malditos. Esto duró largo tiempo, pues aquel día los relojes dieron las seis hasta las siete.

Por fin, la carretera desembocó en la llanura. Onuphrius hundió sus espuelas en los ijares del caballo; caía el día y parecía como si el animal comprendiera lo importante que le era a su amo llegar a su destino. Sus cascos apenas tocaban la tierra y, sin las chispas que surgían de vez en cuando al chocar con algún guijarro, se habría creído que el corcel volaba. Pronto, una blanca espuma envolvió como una gualdrapa de plata su pecho de ébano; eran más de las siete cuando Onuphrius llegó junto al castillo: Jacintha ya se había marchado. El señor de *** se deshizo en cortesías, habló de literatura con él, y acabó proponiéndole una partida a las damas. Onuphrius se vio obligado a aceptar, aunque toda clase de juego le aburría mortalmente. Trajeron el tablero. El señor de *** se quedó con las fichas negras, Onuphrius con las blancas; empezó la partida; los jugadores estaban más o menos igualados, por lo que transcurrió bastante tiempo antes de que la balanza se inclinase a uno u otro lado. De pronto ésta se inclinó del lado del anciano caballero; sus fichas avanzaron con una inconcebible rapidez, sin que Onuphrius, pese a todos sus esfuerzos, pudiera oponerles ninguna resistencia. Preocupado como estaba por las ideas diabólicas, su mala suerte no le pareció natural, por lo que redobló su atención, acabando por descubrir, al lado del dedo que le servía para mover sus fichas, otro dedo flanco, nudoso, acabado en garra (que primero tomó por la sombra de su propio dedo), que empujaba sus damas sobre la línea blanca, mientras que las de su adversario desfilaban en procesión por la línea negra.

Onuphrius empalideció y se le erizaron los cabellos. Sin embargo, volvió a colocar sus fichas en el debido lugar y siguió jugando. Se convenció de que aquel otro dedo no era más que su sombra y, para persuadirse totalmente, cambió la bujía de sitio; la sombra pasó al otro lado y se proyectó en sentido inverso, pero el dedo con la garra se quedó firme en su sitio, desplazando a las damas de Onuphrius y empleando todos los medios posibles para hacerle perder. Por lo demás, no quedaba la menor duda: el dedo estaba adornado con un grueso rubí. Onuphrius no llevaba ningún anillo.

—¡Por Dios! ¡Esto es demasiado! —exclamó dando un fuerte puñetazo sobre el tablero y levantándose bruscamente— ¡Viejo canalla! ¡Viejo bandido!
El señor de ***, que le conocía desde su infancia y que atribuyó esta salida de tono al despecho de haber perdido, se echo a reír y luego pasó a ofrecerle al joven irónicos consuelos. La cólera y el terror se disputaban el alma de Onuphrius. Cogió su sombrero y se marchó. La noche era tan negra que se vio obligado a poner el caballo al paso. Apenas se divisaba una estrella asomada por alguna grieta de las nubes; los árboles del camino parecían grandes espectros con los brazos extendidos; de vez en cuando un fuego fatuo cruzaba el sendero, el viento silbaba en las ramas de manera singular. La hora avanzaba y Onuphrius no llegaba; no obstante, los cascos de su caballo resonaban sobre el suelo demostrando que no se había extraviado. Una ráfaga desgarró la niebla y reapareció la luna; pero en vez de ser redonda era ovalada. Onuphrius, considerándola con gran atención, vio que mostraba un casquete de tafetán negro, y que se había enharinado las mejillas; sus rasgos se dibujaban con más claridad y el pintor y alargado de su íntimo amigo Jean-Garpard Deburau, el buen payaso de los Funámbulos, que le contemplaba con una expresión indefinible de malicia y bondad.

El cielo guiñaba sus ojos azules con pestañas de oro, como en un acto de complicidad, y como a la claridad de los luceros era posible distinguir los objetos, entrevió cuatro personajes de mala catadura, ataviados en rojo y negro, que llevaban algo blancuzco cogido por las cuatro puntas, como si trasladaran una alfombra; pasaron rápidamente por su lado y arrojaron lo que transportaban bajo las patas del caballo. A pesar de su espanto, Onuphrius logró ver que se trataba del camino que acababa de recorrer y que el diablo le ponía delante para gastarle una nueva jugarreta. Picó espuelas y el caballo se encabritó y se negó a avanzar a no ser al paso; los cuatro demonios continuaron con sus manejos. Onuphrius vio que uno de ellos lucía en el dedo un rubí semejante al del dedo que tanto le había asustado en el tablero; la identidad del personaje no era, por tanto, dudosa. El terror del joven era tan inmenso que nada sentía, ni veía ni entendía; sus dientes castañeaban como en la fiebre, una risa convulsa le torcía la boca. Intentó rezar y persignarse pero no lo consiguió. Así trasncurrió la noche.

Al fin una raya azulina se dibujó en el borde del cielo; el caballo husmeó ruidosamente por los ollares el aire balsámico de la mañana, el gallo de la granja vecina dejó oír su voz aguda y cascada, desaparecieron los fantasmas, el caballo emprendió el galope por su propia cuenta y, ya de día, Onuphrius se encontró a la puerta de su taller. Terriblemente fatigado, se arrojó sobre un diván y no tardó en dormirse; su sueño fue agitado, la pesadilla le había puesto la rodilla sobre el estómago. Tuvo una multitud de sueños incoherentes, monstruosos, que contribuyeron a trastornar su ya desquiciada razón. He aquí uno que le asombró y que desde entonces me contó en varias ocasiones. —Me hallaba en una habitación que no era la mía ni la de ninguno de mis amigos, una habitación en la que jamás había estado y que, no obstante, conocía muy bien; las celosías estaban cerradas, las cortinas echadas; en la mesita de noche una pálida lámpara arrojaba su luz agonizante. Allí se marchaba de puntillas, con un dedo sobre los labios; varios frascos y tazones recargaban la repisa de la chimenea. Yo me hallaba en el lecho como si estuviera enfermo y, sin embargo, nunca me había sentido mejor. Las personas que cruzaban la estancia mostraban una expresión triste y preocupada que me pareció extraordinaria.

Jacintha se hallaba a la cabecera de mi cama, manteniendo una de sus manitas sobre mi frente y se inclinaba sobre mí para escuchar si respiraba bien. De cuando en cuando, una lágrima resbalaba de sus pestañas hacia mis mejillas y me la enjugaba delicadamente con un beso. Sus lágrimas me partían el corazón y habría querido consolarla, pero me resultaba imposible ejecutar el menor movimiento o articular una sola sílaba; mi lengua estaba pegada al paladar y mi cuerpo lo tenía como petríficado. Entró un caballero ataviado de negro, me tomó el pulso, movió la cabeza con aspecto desolado y exclamó:
—¡Se acabó!

Entonces, Jacintha empezó a sollozar, a retorcer sus manos, desmostrando con ello el más violento de los dolores; todos los que estaban en la habitación hacían lo mismo. Era, por consiguiente, un concierto de llantos y suspiros que hubieran conmovido a una roca. Por mi parte, experimentaba un placer secreto al verme llorado de esta guisa. Me colocaron un espejo frente a la boca; efectué grandes esfuerzos para empañarlo con mi aliento, a fin de demostrar que no estaba muerto, mas no lo conseguí. Tras esta prueba me taparon la cabeza con una sábana; en realidad, yo estaba desesperado, pues comprendía que me creían difunto y que iban a enterrarme en vida. Todo el mundo salió; sólo se quedó un sacerdote que empezó a murmurar rezos y que acabó por dormirse. Vino el enterrador, el cual me tomó las medidas para el ataúd y el sudario; intenté moverme y hablar, cosa inútil, pues una fuerza invencible me encadenaba; y tuve que resignarme. Así estuve largo tiempo, presa de las más dolorosas reflexiones. El enterrador volvió con mis últimas vestiduras, las últimas de todos los mortales: el ataúd y el sudario; bien, iban a vestirme ridículamente.

Me envolvió con el sudario y empezó a coserlo sin precaución alguna, como teniendo ganas de terminar pronto tal tarea; la punta de su aguja me penetraba en la piel, haciéndome mil picaduras; mi situación era insoportable. Cuando todo estuvo listo, uno de sus camaradas me cogió por los pies, él por la cabeza, y me depositaron en el cajón, que me quedó un poco justo, de forma que se vieron obligados a golpearme fuertemente las rodillas para poder ajustar la tapa. Finalmente acabaron tan ingrato trabajo y plantaron el primer clavo. Con un ruido espantoso. El martillo resonaba sobre las tablas y yo sentía el contragolpe. Mientras duró esta operación perdí del todo las esperanzas; pero con el último clavo me sentí desfallecer, mi corazón se oprimió, pues comprendía que ya no había nada en común entre el mundo y yo; el último clavo me había sujetado a la nada para siempre. Sólo entonces comprendí todo el horror de mi posición. Me trasnportaron; el sordo rodar de las ruedas me hizo saber que estaba ya en el carruaje fúnebre; pues aunque de ninguna manera podía manifestar mi existencia, seguía manteniendo despiertos mis sentidos. El coche se detuvo y retiraron el féretro. Estaba en la iglesia, oía perfectamente el canto nasal de los curas y veía brillar a través de las rendijas del ataúd la luz amarillenta de los cirios. Terminada la misa, partimos hacia el cementerio; cuando me bajaron a la fosa, reuní todas mis fuerzas y creo que conseguí lanzar un grito; pero el estrépito de la tierra que echaban sobre el ataúd lo cubrió completamente; me hallé, pues, en una oscuridad palpable y compacta, más negra que la más negra noche. Por lo demás, no sufría, al menos corporalmente; respecto a mis padecimientos morales necesitaría un volumen para analizarlos. La idea de que iba a morir de hambre o a ser comido por los gusanos, sin poder impedirlo, fue la primera idea que tuve; luego, pensé en los sucesos de la víspera, en Jacintha, en mi cuadro, que habría obtenido tanto éxito en el Salón, en mi drama, que iba a ser representado, en una partida de caza que había proyectado con mis camaradas, en un traje que mi sastre debía entregarme aquel mismo día... ¿qué sé yo? En mil cosas por las que no habría debido inquietarme; después, volviendo a Jacintha, reflexioné sobre la manera con que se había conducido; repasé cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras, en mi memoria; creí recordar que había algo exagerado y afectado en sus lágrimas, que no debían de haberme engañado; esto me obligó a rememorar varias cosas que había olvidado por completo; varios detalles en los que no me había fijado y que, considerado ahora bajo una nueva luz, me parecían de la mayor importancia; demostraciones que habría jurado sinceras ahora me parecían falsas; recordé que un joven, una especie de fatuo e imbécil, la había cortejado antaño. Una noche estábamos gozando juntos, y Jacintha me llamó por su nombre y no por el mío, señal segura de preocupación; además, yo sabía que ella había hablado de él favorablemente con todo el mundo en diversas ocasiones, como de alguien que no le desagradaba.

Esta idea se apoderó de mí y mi cabeza empezó a fermentar; hice comparaciones, suposiciones, interpretaciones; como cabe bien pensar, no resultaron favorables a Jacintha. Un sentimiento desconocido se deslizó dentro de mi corazón y me enseñó lo que es el sufrimiento; me puse terriblemente celoso y no dudé que había sido Jacintha, concertada con su amante, la que me había hecho enterrar vivo para librarse de mí. Pensé que tal vez en aquel mismo instante se reían a carcajadas por el éxito de su estratagema, y que Jacintha entregaba a los besos de otro aquella boca que tantas veces me había jurado no haber sido tocada por otros labios que los míos. Ante esta idea, me sentí acometido de un furor tal que recuperé la facultad de moverme; di un salto tan violento que rompí de golpe las costuras de mi sudario. Una vez libres brazos y piernas, di grandes golpes de codos y rodillas contra la tapa del ataúd para hacerla saltar y poder ir a matar a mi infiel amante en los brazos de su cobarde y miserable galán. ¡Sangrienta chanza, yo que estaba muerto deseaba salir de allí para matar! El enorme peso de la tierra que había encima del féretro inutilizó todos mis esfuerzos. Agotado, recaí en mi anterior sopor y mis articulaciones se osificaron; de nuevo fui un cadáver. Mi agitación mental se aplacó y pude juzgar las cosas con más serenidad; los recuerdos de todo lo que la joven había hecho por mí, su dedicación, sus cuidados que jamás se habían visto desmentidos, todo ellos no tardó en desvanecer mis ridículas sospechas.

Habiendo usado todos mis motivos de meditación, y no sabiendo cómo pasar el tiempo, empecé a versificar; en mi triste situación no podían ser muy alegres mis versos; los del nocturno Young y los del sepulcral Hervey sólo eran bufonadas comparados con los míos. Pinté en ellos todas las sensaciones de un hombre que conserva bajo tierra todas las pasiones que había alimentado encima, y titulé a este ensueño cadavérico: La vida en la muerte. Bello título, a fe mía, y lo que me desesperaba era no poder ya recitarlos a nadie. Apenas había finalizado la última estrofa cuando oí cavar con ardor por encima de mi cabeza. Un rayo de esperanza iluminó mi noche. Los golpes de azada se aproximaban rápidamente. El júbilo que experimenté no fue de larga duración: los azadones cesaron. No, no es posible explicar con palabras humanas la angustia abominable que sentí aquel momento; la muerte real no era nada en comparación. Por fin volví a oír un ruido. Los sepultureros, tras haber descansado, habían reanudado su labor. Yo estaba en el cielo y sentía acercarse mi liberación. La tapa del ataúd saltó. Sentí el aire frío de la noche. Lo cual me sentó muy bien, pues empezaba a asfixiarme. Sin embargo, continuaba mi inmovilidad; aunque estaba vivo tenía todas las apariencias de un muerto. Dos hombres me cogieron y al ver rotas las costuras del sudario intercambiaron riendo varias observaciones groseras, me cargaron a hombros y me trasnportaron. Mientras marchaban iban canturreando a media voz unas coplas obscenas. Esto me recordó la escena de los enterradores en Hamlet, y me dije a mí mismo que Shakespeare había sido un genio.

Después de pasar por unas callejuelas apartadas, entraron en una casa que reconocí como la de mi médico; era él quien me había hecho desenterrar a fin de saber de qué había muerto. Me dejaron sobre una mesa de mármol. El doctor entró llevando un estuche con su instrumental. Luego, repartió distraídamente los diversos instrumentos encima de una cómoda. A la vista de los escalpelos, de los bisturíes, de las lancetas, de las sierras de acero brillantes y pulimentadas, experimenté un horrible pavor, pues comprendí que iban a diseccionarme; mi alma, que aún no había abandonado mi cuerpo, ya no vaciló en dejarme; al primer golpe de escalpelo se sintió libre de toda traba. Prefería sufrir todos los sinsabores de una inteligencia desposeída de sus medios de manifestación física que compartir con mi cuerpo aquellas espantosas torturas. Por otra parte, no quedaba la más mínima esperanza de conservarlo, ya que iba a ser desmenuzado, y no serviría de gran cosa una vez que tal operación lo rematara por completo. No queriendo asistir al descuartizamiento de su querida envoltura, mi alma se apresuró a partir.

Atravesó con premura una sucesión de estancias y se encontró en la escalera. Por costumbre, descendí los peldaños uno a uno, pero necesitaba contenerme, puesto que sentía a mí una levedad maravillosa. Aunque me aferraba al suelo, una fuerza invencible me atraía hacia lo alto; era como si estuviera atado a un globo lleno de gas; la tierra huía bajo mis pies y sólo la tocaba con la punta de los dedos de los pies; digo dedos de los pies pues aunque no era más que un espíritu había conservado la sensación de todos los miembros que ya no tenía, igual que el amputado que siente su brazo o su pierna ausentes. Cansado por estos esfuerzos hechos para reposar en una actitud normal y, por lo demás, después de meditar que mi alma inmaterial no debía trasladarse de un sitio a otro por los mismos procedimientos que mi miserable andrajo de cuerpo, me dejé llevar hacia arriba y empecé a abandonar la tierra sin elevarme demasiado, manteniéndome en una región media. Pronto cobré ánimos y volé tan pronto por arriba, tan pronto por abajo, como si no hubiese hecho otra cosa en mi vida. Empezaba a clarear; ascendí, ascendí, contemplando los ventanucos de las buhardillas de las grisetas que se levantan y efectuaban su tocado, sirviéndome de las chimeneas como de tubos acústicos para oír lo que se decía en los apartamentos. Confieso que no vi nada realmente hermoso ni escuché nada picante. Después de haberme acostumbrado a esta manera de trasladarme, planeé sin temor por el aire, por encima de la niebla, y desde arriba consideré esa inmensa extensión de tejados que se tomarían por un mar congelado en medio de una tempestad, ese caos erizado de tubos, de flechas, de cúpulas, de aguilones, bañado por la bruma y el humo, tan bello, tan pintoresco, hasta el punto de no lamentar la pérdida de mi cuerpo. El Louvre se me apareció blanco y negro, con el río a sus pies y sus verdes jardines al otro extremo. La muchedumbre iba hacia allí; había una exposición: entré. Las paredes destallaban con cuadros nuevos, enmarcados en oro ricamente cincelado. Los visitantes iban, venían, se codeaban, marchaban casi de puntillas, abrían unos ojos deslumbrados, se consultaban unos a otros como personas que toda no tienen formada una opinión ni saben qué pensar o decir. En la gran sala, en medio de las telas de nuestros grandes maestros, Delacroix, Ingres, Decamps, descubrí mi cuadro; la multitud se apretujaba a su alrededor, con una especie de rugido de admiración; los que estaba detrás y nada veían gritaban dos veces más fuerte. ¡Prodigiosos! ¡Prodigioso! Mi cuadro me pareció mucho más bello que antes y me sentí presa de un profundo respecto hacia mi propia persona. Sin embargo, a todas estas fórmulas admirativas se mezclaba un hombre que no era el mío; comprendí que en aquello había una superchería. Examiné la tela con atención; un nombre, en caracteres diminutos, estaba escrito en una de sus esquinas. Era el de un amigo que, viéndome muerto, no había tenido el menor escrúpulo en apropiarse de mi obra. ¡Oh, cuánto eché de menos entonces a mi pobre cuerpo! No podía ni hablar ni escribir; no tenía ninguna manera de reclamar mi gloria y desenmascarar al infame plagiario. Con el corazón desgarrado, me retiré tristemente para no asistir a este triunfo que se me debía. Quise ver a Jacintha. Fui a su casa y no la encontré; la busqué en vano por varias casas en las que pensaba que podía estar, Aburrido de mi soledad, aunque ya era tarde, sentí deseos de ver un espectáculo: entré en el teatro Porte-Saint-Martin, y reflexioné que mi nuevo estado tenía de agradable poder pasar por todas partes sin pagar. Se acababa la comedia, era la catástrofe. La Dorval, desorbitados los ojos, anegada en lanto, los labios amoratados, las sienes lívidas, alborotado el cabello, medio desnuda, se retorcía en el proscenio a dos pasos de las candilejas. Bocage, fatal y silencioso, se hallaba de pie en el fondo; todos los pañuelos estaban en juego, los sollozos rompían los corsés, un trueno de aplausos entrecortaba cada párrafo de la actriz trágica; la platea, negra de cabezas, ondeaba como un mar; los palcos se inclinaban hacia las galerías y éstas sobre el balcón. Cayó el telón; pensé que la sala iba a explortar; era un batir de manos, un trepidar de pies, unos gritos a coro; y esta obra era mi obra... ¡juzgad! Me sentí tan alto que tocaba el techo. Se levantó el telón y dijeron al público el nombre del autor.

No era el mío, sino el nombre del amigo que ya me había robado mi cuadro. Los aplausos arreciaron. Pidieron la presencia del autor en el escenario; el monstruo se hallaba en un palco oscuro con Jacintha. Cuando proclamaron su nombre, ella se arrojó a su cuello y le dio en la boca el beso más intenso que jamás una mujer haya dado a un hombre. Varias personas lo vieron y ella ni siquiera se ruborizó; estaba tan embriagada, tan loca y tan orgullosa del éxito de su amigo, que tuve la certeza de que se habría prostituido en aquel palco, delante de todo el mundo. Varias voces gritaron: ¡Allí está! ¡Allí está! El canalla adoptó un aire modesto y saludó profundamente. La araña del techo, al apagarse, puso fin a esta escena. No intentaré describir lo que ocurría en mí; los celos, el desprecio, la indignación se entrechocaban en mi alma; era una tempestad tanto más furiosa cuanto que yo no tenía ningún medio para ponerle fin; la multitud empezó a salir y yo me marché del teatro; vagué algún tiempo por las calles, sin saber adónde ir. El paseo no me calmó en absoluto. Soplaba una brisa bastante viva; mi pobre alma, tan friolera como lo había sido mi cuerpo, temblaba y se moría de frío. Hallé una ventana abierta y entré resuelto a quedarme en aquella habitación hasta el día siguiente. La ventana se cerró tras de mí; divisé sentado en una poltrona rameada a un personaje sumamente singular. Era un hombre alto, delgado, seco, empolvado de blanco, el rostro arrugado como una manzana vieja, un enorme par de gafas a caballo sobre una enorme nariz, que bajaba casi hasta su barbilla. Un pequeño tajo transversal, parecido a la abertura de una alcancía, enterrado bajo una infinidad de pliegues y de pelos tiesos como cerdas de jabalí, representaba bien que mal lo que llamamos una boca a falta de otro término. Una antigua levita negra, raída hasta la trama, blanca en todas sus costuras, un chaleco de paño tornasolado, un calzón corto, medias de varios colores y zapatos con hebillas; éste era su atavío. A mi llegada, este digno personaje se levantó y fue a buscar en un armario dos escobillas fabricadas de una manera especial; al principio no logré adivinar su uso; tomó una en cada mano y empezó a recorrer la estancia con una agilidad sorprendente, como si persiguiese a alguien, haciendo chocar las escobillas entre sí por las cerdas; entonces comprendí que se trataba del famoso señor Berbiguier de Terre-Neuve-du-Thym, que se dedicaba a cazar duendes; me sentí muy inquieto por lo que podía ocurrir, pues parecía como si aquel individuo tuviera la facultad de ver lo invisible, ya que me seguía con gran exactitud y me costaba mucho rehuirle. Finalmente, me acorraló contra una esquina, blandió sus dos fatales escobillas y millares de dardos me acribillaron el alma; cada cerda me producía un pinchazo y el dolor era insoportable; olvidando que carecía de lengua y de pecho, me esforcé cuanto pude para chillar; y...»

Onuphrius había llegado aquí en su sueño cuando entré en el estudio; estaba efectivamente gritando con fuerza; lo sacudí, se restregó los ojos y me miró con expresión atontada; al fin me reconoció y me contó, no sabiendo exactamente si había estado despierto o dormido, la serie de tribulaciones que el lector acaba de leer; no eran, desdichadamente, las últimas que él debía experimentar en la realidad o no. Desde aquella noche fatal, permaneció en un estado de alucinación casi perpetuo que no le permitía distinguir sus ensueños de la realidad. Mientras él dormía, Jacintha había enviado a buscar el cuadro; había querido ir ella misma, pero su vestido manchado la habría traicionado delante de su tía, a cuya vigilancia no había conseguido burlar. Onuphrius, completamente desengañado por este contratiempo, se dejó caer en un sillón y, acodado en la mesa, empezó a reflexionar tristemente, su mirada vagaba ante él sin fijarla especialmente en nada; la casualidad quiso que cayesen sobre un gran espejo de Venecia con bordes de cristal, que adornaba el fondo del taller; ningún rayo de luz incidía en el mismo, ningún objeto se reflejaba allí con bastante exactitud como para percibir sus contornos; esto producía como un espacio vacío en la pared, una ventana abierta a la nada por donde el espíritu podía hundirse en los mundos imaginarios. Las pupilas de Onuphrius hurgaban en ese profundo y sombrío prisma, como para que del mismo pudiera surgir alguna aparición. Se inclinó y vio su doble reflejo; pensó que era una ilusión óptica, pero al examinarlo con mas atención vio que el segundo reflejo no se le parecía en absoluto y pensó que alguien había entrado en el taller sin que lo hubiese oído; y se volvió. Nadie. Sin embargo, continuaba proyectándose la sombra en el cristal; era un hombre pálido, con un grueso rubí en el dedo, semejante al misterioso rubí que había jugado un papel en las fantasmagorías de la noche anterior. Onuphrius empezó a sentirse angustiado. De repente, el reflejo salió del cristal, descendió al suelo, fue directamente hacia él, le obligó a sentarse y, pese a su resistencia, le cercenó la parte superior de la cabeza como si se tratara de la corteza de un pastel. Terminada la operación, se metió el trozo en el bolsillo y se fue por donde había venido. Onuphrius, antes de perderle de vista en las profundidades del cristal, percibió aún, a una distancia inconmesurable, su rubí, que brillaba como una cometa. En realidad, esta especie de trepanación no le había causado el menor dolor. Solamente, al cabo de unos minutos, oyó un extraño zumbido sobre su cabeza; levantó los ojos y vio que eran sus ideas que, no estando ya contenidas por la bóveda craneal, se escapaban en desorden como pájaros al abrirles la jaula. Cada ideal de mujer que había soñado salía con sus ropas, con su forma de hablar, con sus actitudes (forzoso es decir en honor de Onuphrius que todas tenían el aspecto de ser hermanas gemelas de Jacintha), las heroínas de las novelas que había proyectado: cada una de esas damas tenía un séquito de amantes, unos con cota de malla de la Edad Media, otros con chambergos y prendas de vestir de 1832. Los personajes que él había creado grandiosos, grotescos o monstruosos, los bocetos de sus futuros cuadros, de todos los pueblos y de todos los tiempos, sus ideas metafísicas en forma de pequeñas pompas de jabón, las reminiscencias de sus lecturas, todo esto estuvo surgiendo de la cabeza por espacio de una hora al menor: el estudio quedó atestado de tales ideas. Las damas y los caballeros se paseaban a lo largo y lo ancho sin parecer hallarse cohibidos en manera alguna, charlando, riendo, discutiendo, como si estuviera en su casa.

Onuphrius, aturdido, sin saber dónde meterse no halló nada mejor que cederles el lugar; cuando pasó bajo el umbral de la puerta, el conserje le entregó dos cartas; dos cartas de mujer, azuladas, perfumadas con ámbar, de letra pequeña, el sobre largo, el sello rosa. La primera era de Jacintha y estaba concebida en estos términos:

Muy señor mío, podéis tener a la señorita de *** por amante si esto os complace; respecto a mí, ya no deseo serlo, y mi único pesar es haberlo sido. Os agradeceré que no intentéis volver a verme...

Onuphrius se quedó totalmente abatido; comprendió que era la maldita semejanza del retrato la causa de todo; como no se creía culpable, esperó que el tiempo lo aclarase todo a su favor. La segunda carta era la invitación a una fiesta.

Bien —se dijo—, iré y esto me distraerá un poco, disipando todos los negros vapores.
Llegó la hora; se vistió, el tocado fue largo; como todos los artistas (cuando no son tan feos que metan miedo), Onuphrius era muy rebuscado en su atavío, no por querer ir a la moda, sino porque intentaba dar a sus desdichadas ropas una gracia pintoresca, un aspecto menos prosaico. Se modeló según lo bello Van Dyck que tenía en su taller y realmente se le pareció tanto que incluso era engañoso. Era como si el cuadro hubiera descendido de la pared o como si fuera el reflejo de la pintura en un espejo. Había mucha gente; para llegar hasta la dueña de la mansión tuvo que pasar por en medio de un aluvión de mujeres, cosa que no hizo sin arrugar más de un encaje, aplastar más de una manga y ennegrecer más de un zapato, después de intercambiar las dos o tres banalidades de costumbre, giró sobre sus talones y empezó a buscar alguna cara amiga en medio de tanto enjambre. Al no ver a nadie conocido, se situó en un diván en el vano de una ventana, desde donde, semioculto por los cortinajes, podía ver sin ser visto, pues desde la fantástica evaporación de sus ideas no deseaba entrar en conversación; se creía estúpido aunque no lo fuese; el contacto con el mundo lo había devuelto a la realidad. La velada era sumamente brillante. ¡Una vista magnífica! Todo relucía, burbujeaba, resplandecía; todo zumbaba, mariposeaba, girar alrededor. Gazas como alas de abejas, tules, crespones, blondas, con lamés, canutillos, ondas, recortados, cortados a la moda; encajes, hilados, tejidos de oro y de plata, sedas y terciopelos, lentejuelas, oropelos, flores, plumas, diamantes y perlas; todo los joyeros vaciados, el lujo de todos los mundos en exhibición. ¡Un bello cuadro, a fe mía! Los candelabros de cristal brillaban como estrellas; haces de luz, iris prismáticos se escapaban de las pedrerías; las espaldas femeninas lustrosas, satinadas, levemente sudadas, parecían ágatas u ónices en el agua; los ojos parpadeaban, las gargantas murmuraban, las manos se entrelazaban, las cabezas se inclinaban, los chales ondeaban, era el momento más hermoso; la música ahogada por las voces, las voces por el roce de los piececitos sobre el parqué y el frufrú de las ropas, todo aquello producía una armonía festiva, un rumor bullicioso que debía embriagar al más melancólico, a enloquecer a todo el que no estuviese ya loco.

Para Onuphrius nada importaba, pues sólo soñaba en Jacintha. De pronto su mirada se encendió, había visto algo extraordinario: un joven que acababa de entrar; tendría unos veinticinco años, frac negro, pantalón igual, chaleco de terciopelo rojo cortado en jubón, guantes blancos, quevedos de oro, cabellos cortos, barba rojiza a la Saint-Mégrin; hasta allí nada había de extraño, pues varios de los presentes vestían igual manera; sus rasgos eran completamente regulares, su perfil fino y correcto hubiera provocado la envidia de más de una damita, pero había tanta ironía en aquella boca pálida y delgada, cuyas comisuras huían perpetuamente bajo la sombra de sus bigotes rojizos, tanta maldad en las pupilas que llameaban a través del cristal de sus quevedos como los ojos de un vampiro, que era imposible no distinguirle entre mil. Se quitó los guantes. Lord Byron o Bonaparte se hubieran enorgullecido de una mano tan pequeña, de dedos redondeados y finos, una mano tan frágil, tan blanca, tan transparante, que se hubiera temido que se rompiera al estrecharla; llevaba en el dedo índice un grueso anillo: la piedra era el rubí fatal, que brillaba con un resplandor tan vivo que obligaba a bajar la mirada al interlocutor.

Un escalofrío recorrió los cabellos de Onuphrius. La luz de los candelabros se tornó pálida y verdosa; los ojos femeninos y los diamantes se extinguieron; el gran rubí resplandecía solo en medio del salón oscurecido como un sol por la bruma. La embriaguez de la fiesta, la locura del baile se hallaban en su más alto nivel; nadie, salvo Onuphrius, prestó atención a aquella circunstancia; el singular personaje se deslizaba como una sombra entre los grupos, diciéndole una palabra a éste, estrechando una mano aquél, saludando a las jóvenes con un respeto burlón y una galantería exagerada que hacía ruborizar a unas y morderse los labios a otras; se hubiera dicho que su mirada de lince y de lobo cerval se hundía en lo más profundo de los corazones; un satánico desdén se percibía en sus menores movimientos, un imperceptible guiñar de ojos, un pliegue en la frente, la ondulación de las cejas, la preeminencia que siempre conservaba su labio inferior, incluso en su detestable semisonrisa, todo pregonaba en él, a pesar de la finura de sus modales y la humildad de sus palabras, unos pensamientos de orgullo que habría querido reprimir.

Onuphrius, que lo contemplaba con ansiedad, no sabía qué pensar; de no haber estado en medio de tan numerosa compañía, habría sentido un gran temor. Por un instante le pareció reconocer en el joven al personaje que le había quitado la parte superior de la cabeza, mas no tardó en salir de su error. Se acercaron varias personas y se inició la conversación, el convencimiento de que carecía de ideas lo despojaba efectivamente de ellas; inferior a sí mismo, estaba al nivel de los demás; le hallaban encantador y mucho más espiritual que de ordinario. El torbellino general se llevó a sus interlocutores, y se quedó solo; sus ideas emprendieron otro camino; olvidó el baile, al desconocido, al ruido mismo y a todo lo que le rodeaba; estaba a cien leguas de allí. Un dedo se posó sobre su hombro; se estremeció como si le hubieran despertado sobresaltado. Vio ante sí a la señora de ***, que desde hacía un cuarto de hora estaba de pie ante él sin haber logrado atraer su atención.

—Vaya, caballero ¿en qué estáis pensando? ¿Tal vez en mí?
—En nada, os lo juro.
Se levantó, la señora de *** se colgó de su brazo y dieron unas vueltas. Después de algunas frases:
—Debo pediros un favor.
—Hablad, ya sabéis que no soy cruel, sobre todo con vos.
—Recitad a esas damas la poesía que me mencionasteis el otro día; les he hablado de ella y se mueren de ganas de oírla.
Ante esta proposición, la frente de Onuphrius se frunció, y respondió con un no muy acentuado; la señora de *** insistió tal como las mujeres saben insistir. Onuphrius resistió tanto como pudo para justificar lo que ante sus propios ojos consideraba una flaqueza y que acabó por acceder, aunque de bastante mala gana. La señora de ***, triunfante, manteniéndole cogido por la punta del dedo para que no se le escapara, lo condujo en medio del círculo y entonces le soltó la mano, que cayó como muerta. Onuphrius, muy turbado, paseó a su alrededor unas miradas vacuas y asustadas como las del toro al que acaban de clavar la pica en el coso taurino. El dandi de barba rojiza estaba allí, retorciéndose los bigotes y contemplando a Onuphrius con expresión de maldad satisfecha. Para que cesara tan penosa situación, la señora de *** le hizo señas de que comenzara. El rapsoda expuso el tema de su poesía y pronunció el título con voz poco aplomada. Cesó todo rumor, callaron los murmullos, y todos se dispusieron a escuchar; se hizo un gran silencio.

Onuphrius estaba de pie, la mano sobre el respaldo de su sillón que le servía de tribuna. El dandi se colocó a su lado, tan cerca que le tocaba; cuando vio que Onuphrius iba a abrir la boca, sacó de un bolsillo una espátula de plata y una redecilla de gas y enroscó un mango a uno de los extremos de una pequeña varilla de ébano; la espátula estaba cargada con una sustancia espumosa y rosada, bastante parecida a la crema que rellena los merengues, y que Onuphrius reconoció al momento como los versos de Dorat, de Boufflers, de Bernis y del caballero de Pezay, reducidos al estado de papilla o gelatina. La redecilla estaba vacía. Onuphrius, temiendo que el dando quisiera jugarle una mala pasada, cambió el sillón de sitio y se sentó; el joven de los ojos verdes se plantó justo detrás del sillón; al no poder retroceder, Onuphrius empezó a recitar. Apenas había surgido de sus labios la última sílaba del primer verso cuando el dandi, alargando su redecilla con maravillosa destreza la cogió al vuelo y la interceptó antes de que el sonido hubiera llegado a los oídos de la numerosa asamblea, y luego, blandiendo su espátula, le hundió en la boca una cucharada de su insípida mezcla. Onuphrius hubiera querido callar o huir, pero una cadena mágica lo mantenía clavado al sillón. Le fue preciso continuar y escupir esa odiosa mezcla de bobadas mitológicas y madrigales quintaesenciados. La maniobra se renovaba a cada verso, aunque nadie, al parecer, se daba cuenta de ello. Los nuevos pensamientos, las bellas rimas de Onuphrius, adornados con mil colores románticos, se debatían y brincaban en la redecilla como peces en la red o mariposas atrapadas.

El pobre poeta se sentía torturado y gotas de sudor resbalaban por sus sienes. Cuando todo terminó, el dandi cogió delicadamente las rimas y los pensamientos de Onuphrius por las alas y lo encerró todo en su cartera.

—Bien, muy bien —aprobaron varios poetas y artistas, aproximándose a Onuphrius
—. Un deliciosos patiche, un admirable pastel, un Wateau purísimo, la Regencia sin confusión alguna, lunares postizos, polvos y afeites... ¿cómo diablo has hecho para maquillar así tu poesía? Es de un rococó magnífico; bravo, en verdad una chanza muy espiritual.
Algunas damas le rodearon y también exclamaron «¡Deliciosos!», riendo para demostrar que ellas se hallaban muy por encima de semejantes bagatelas, aunque en el fondo de sus corazones hallaran aquello seductor y se hubiesen contentado con una poesía parecida para su consumo particular.

—¡Totalmente sois unos bribones! —gritó Onuphrius con voz tonante, volcado sobre la bandeja el vaso de agua azucarada que le ofrecían—. Es un golpe montado de antemano, una completa mistificación; me habéis hecho venir para ser un juguete del diablo, sí, de Satanás en persona —añadió, designando con el dedo al dando del chaleco escarlata.
Tras esta algarada, se hundió el sombrero hasta los ojos y salió sin saludar a nadie.
—Realmente —dijo el joven metiendo bajo los faldones de su frac una media vara de cola velluda que acababa de escaparse y se desenrollaba bulliciosa—, tomarme por el diablo, qué invención divertida... Decididamente, ese pobre Onuphrius está loco. ¿Me haríais el honor de bailar esta contradanza conmigo señorita? —preguntó un instante más tarde, besando la mano de una angelical criatura de quince años, rubia y nacarada, un ideal de Lawrence.
—¡Oh, Dios mío, sí! —asintió la muchacha con una ingenua sonrisa, elevando sus largas pestañas sedosas y dejando ver así sus bellos ojos color cielo.

A la palabra Dios, un largo chorro sulfuroso se escapó del rubí y aumentó la palidez del réprobo; la jovencita nada vio, ¿y cómo lo habría visto si amaba al dandi? Cuando Onuphrius estivo en la calle, echó a correr con todas sus fuerzas; tenía fiebre, deliraba y recorrió al azar una infinidad de callejuelas y pasajes. El cielo se mostraba tempestuoso, las veletas chirriaban, los postigos golpeaban las paredes, resonaban los aldabones de las puertas, las luces tras las ventanas se extinguían sucesivamente; el ruido de los carruajes se perdía en lontananza, algunos peatones retrasados pasaban junto a las casas, algunas grisetas arrastraban sus faldas de gasa por el barro; las farolas, mecidas por el viento, arrojaban sus luminarias rojas y arremolinados sobre los arroyos desbordados por la lluvia; los oídos de Onuphrius zumbaban poderosamente; todos los rumores ahogados de la noche, el ronquido de una ciudad que duerme, el ladrido de un perro, el maullido de un gato, el sonido de la gota de agua cayendo del tejado, el cuarto sonando en el reloj gótico, los lamentos del viento, todos esos ruidos del silencio agitaban convulsivamente las fibras del pintor, tensas por los sucesos de la velada. Cada farol era un ojo ensangrentado que le espiaba; creía ver crecer en la sombra formas sin nombre, pulular bajo sus pies reptiles inmundos; oía risotadas diabólicas, susurros misteriosos. Las casas valsaban a su alrededor, el pavimiento se ondulaba, el cielo se abatía como una cúpula cuyas columnas hubieran sido quebrantadas; las nubes corrían, corrían, corrían, como si el diablo las persiguiera; una gran escarpela tricolor había sustituido a la luna; las calles y las callejuelas marchaban del brazo, parloteando como viejas porteras; pasó largo tiempo en medio de ese frenesí silencioso. Pasó por la casa de la señora de ***. Salían del baile, había grupos en la puerta; se juraba, se llamaba a los cocheros y criados. Descendió el joven de la redecilla, dando el brazo a una dama; la cual no era sino Julietha; bajaron el estribo del coche, el dandi le ofreció la mano y ambos subieron al vehículo; el furor de Onuphrius había llegado al colmo; decidido a aclarar el asunto, se cruzó de brazos y se plantó en medio del camino. El cochero hizo restallar el látigo y una mirada de chispas surgió de los cascos de los caballos. Partieron al galope; el cochero gritaba: «¡Paso!», sin refrenar la carrera, pues los caballos estaban demasiado lanzados para poder detenerlos Jacintha exhaló un grito; Onuphrius creyó que estaba perdido, pero caballos, cochero y carruaje no era más que un vapor que su cuerpo dividió como el arco de un puente hace con la masa de agua que se vuelve a juntar acto seguido. Los trozos del fantástico equipo se reunieron a unos pasos detrás de él y el coche continuó rodando como si nada hubiese ocurrido. Onuphrius, aterrado, lo siguió con los ojos; entrevió así a Jacintha que, tras levantar la cortinilla, le contemplaba con expresión triste y dulce, y al dandi de barba rojiza que reía como una hiena; una esquina de la calle le impidió seguir mirando al coche; inundando de sudor, jadeante, sucio de barro hasta el espinazo, pálido, muerto de fatiga y envejecido en diez años, Onuphrius llegó penosamente a su alojamiento. Era ya de día, igual que la víspera, y al poner el pie en el umbral de la puerta cayó desvanecido. No salió de su desmayo hasta al cabo de una hora, con una furiosa fiebre. Sabiendo a Onuphrius en peligro, Jacintha olvidó pronto sus celos y su promesa de no volver a verle, por lo que fue a situarse a la cabecera de su lecho y le prodigó los cuidados y las caricias más tiernas. Él no la reconoció, y así pasaron ocho días; la fiebre disminuyó; se imaginaba que el diablo le había escamoteado el cuerpo, fundándose en que no había sentido nada cuando el coche le pasó por encima.

La historia de Peter Schlemil, cuya sombra cogió el diablo, la de la noche de san Silvestre, cuando un hombre pierde su reflejo, acudió a su memoria; se obstinaba en no mirar su imagen en los espejos ni su sombra sobre el suelo, cosa muy natural puesto que no era más que una sustancia impalpable; y aunque le golpearan, le pellizcaran, le pincharan para demostrarle lo contrario, se hallaba en un estado de sonambulismo y de catalepsia tal que no le permitía sentir ni siquiera los besos de Jacintha. La luz se había extinguido en la lámpara; y aquella hermosa imaginación, sobreexcitada por medios ficticios, se desgastaba en vanos desenfrenos; a fuerza de ser espectador de su existencia, Onuphrius había olvidado la de los demás y los lazos que le unían al mundo se habían roto uno a uno. Habiendo salido del arco de lo real, se había lanzado a las profundas nebulosas de la fantasía y la metafísica; pero no había podido regresar con el ramo de olivo; no había hallado la tierra seca donde posar el pie ni había sabido encontrar el camino por el que había venido; no pudo, cuando le apresó el vértigo por estar tan alto y tan lejos, regresar como habría precisado, uniéndose de nuevo con el mundo positivo. Sin esta tendencia funesta, habría sido capaz de ser el más grande de los poetas, pero sólo era el más singular de los locos. Por haber contemplado excesivamente su vida con lupa, puesto que su fantasía casi siempre la relacionaba con los sucesos ordinarios, le ocurrió lo que les ocurre a estas personas que perciben, con ayuda del microscopio, guasnos en los alimentos más sanos y serpientes en los licores más límpidos. No se atreven a comer; la cosa más natural, aumentada por su imaginación, les parece monstruosa. El doctor Esquirol confeccionó el año pasado una tabla estadística de la locura.

Locos por amor   Hombres 2 Mujeres 60
—por devoción    Hombres 6 Mujeres 20
—por política       Hombres 48 Mujeres 3
—por pérdida de bienes       Hombres 27 Mujeres 24
—por causa desconocida     Hombres1 Mujeres ??

Éste es nuestro pobre amigo.
¿Y Jacintha? Lloróm en efecto, quince días, estuvo triste otros quince y al cabo del mes tomó varios amantes, cinco o seis según creo, para pagarle a Onuphrius con la misma moneda; un año más tarde le había olvidado por completo y ni se acordaba de su nombre. ¿No es cierto, lector, que este final es muy común para una historia extraordinaria? Tomadlo o dejadlo, pues yo antes me cortaría el cuello que mentir en una sola sílaba.


Theophile Gautier (1811-1872)

No hay comentarios:

Publicar un comentario