sábado, 26 de abril de 2014

Ropas Viejas..

a. b.

I
  Los niños imaginativos, con sus extrañas preguntas sobre la vida y su delicado sistema nervioso, son más a menudo una fuente de gran ansiedad que de delicia para sus padres. Aneen, la hija de mi prima viuda, me impresionó desde el principio por ser un ejemplo extrañamente característico. Me impresionó aún más por la forma en que echó sobre mis hombros (a ojos de su madre) mis primeras responsabilidades como tío, que no tenía ningún derecho a aludir, aunque, en realidad, no sentía ninguna inclinación a evitarlas. De hecho, adoraba a aquel pequeño ser, extraño, travieso y misterioso.
No se trataba simplemente de que sus invenciones fueran extraordinariamente sinceras y obsesionantes, y que ella se pasara todo el tiempo hablando con compañeros de juego invisibles (tocándoles, elevando sus labios para que la besaran, abriéndoles las puertas para permitirles el paso a un lado y otro, y colocando sillas, pequeñas tarimas y hasta flores para ellos), pues, según mi experiencia, muchos niños han hecho lo mismo y también con una gran sinceridad; se trataba más bien del hecho de que ella aceptara lo que ellos le decían, con un grado tal de convicción que sus palabras llegaban a influir en su vida y, consecuentemente, en su salud.
Al parecer, ellos le contaban historias en las que ella misma jugaba un papel central; historias que, por otra parte, no eran ni consoladoras ni prudentes. La niña se sentaba en un rincón de la habitación, como muy bien podíamos observar tanto su madre como yo, frente a algún ocupante imaginario de la silla tan cuidadosamente colocada ante ella; la pequeña tarima también había sido colocada con precisión, y a veces la movía un poco a un lado y a otro; la mesa sobre la que descansaban los codos invisibles se encontraba junto a ella, con un jarrón de flores, que variaba, de acuerdo con cada visitante. Y allí esperaba ella, inmóvil, pasándose quizá una hora, mirando fijamente los rasgos invisibles de la persona que estaba hablando con ella... y que le contaba una historia en la que ella jugaba una parte excesivamente intensa. Su rostro se alteraba con las emociones, sus ojos se hacían más grandes y se humedecían y, a veces, parecían asustados; raramente se echaba a reír y muy pocas veces balbuceaba alguna pregunta; se pasaba la mayor parte del tiempo allí sentada, tensa y ansiosa, totalmente absorbida por el cuento inaudible pronunciado por unos labios invisibles... el cuento de sus propias aventuras.
Pero fue el terror inspirado por estos singulares recitales lo que afectó su delicada salud a una edad tan prematura como los ocho años. Cuando, debido al ridículo bien intencionado pero erróneo de su madre, ella le confió más secretos, el efecto que esto produjo sobre sus nervios y su carácter se hizo tan agudo que tuve que acudir a visitarla a fin de darle un consejo especial, aunque apenas si la apreciaba.
—Y bien George, ¿qué piensas que debo hacer? El doctor Hale insiste en que haga más ejercicio y tenga más compañía, que disfrute del aire del mar y todo eso, pero ninguna de esas cosas parece hacerle ningún bien.
—¿Te has ganado su confianza, o más bien: has conseguido que te tenga confianza? —me atreví a preguntar suavemente.
La pregunta pareció ofenderla un poco.
—Claro —fue su enérgica respuesta—. La niña no tiene ningún secreto para su madre. Me es perfectamente fiel.
—Pero has tratado de reírte de ella por todo eso, ¿verdad?
—Sí, pero con tal éxito que ahora mantiene esas conversaciones en mucha menor medida de lo que...
—¿O acaso más secretamente? —fue mi pregunta, contestada con un encogimiento de hombros que indicaba ignorancia.
Después, tras otra pausa, en la que se combinaron la tensión de mi prima y mi propio y afectuoso interés por la caprichosa imaginación de mi pequeña sobrina dirigida a conmoverme, lo volví a intentar...
—La invención —observé— siempre resulta un tanto extraña para nosotros, las personas mayores, pues aunque nos mostramos tolerantes con ella durante toda nuestra vida, ya no creemos en ella; mientras que niñas como Aileen...
Mi prima se apresuró a interrumpirme.
—Ya sabes por qué me siento ansiosa —dijo, bajando su tono de voz—. Creo que hay motivos para sentirse seriamente alarmados —después, añadió con toda franqueza, mirado mi rostro con una expresión seria de sus ojos—: George, necesito tu ayuda... tu mejor ayuda, por favor. Siempre has sido un verdadero amigo.
Yo le contesté con palabras calculadas:
—No existe ningún vestigio de locura en ninguna parte de la familia —dije enérgicamente serio—, y en mi opinión Aileen es una niña perfectamente equilibrada, a pesar de esta imaginación excesivamente desarrollada. Pero, por encima de cualquier otra consideración, no debes impulsarla hacia la interiorización mediante la burla. Intenta sacarla a la superficie. Edúcala. Guíala mediante una simpatía inteligente. Consigue que te lo comunique todo y haz todo lo que puedas por comunicarte con ella. Creo que Aileen quizá desea una cuidadosa observación... pero nada más.
Ella observó mi rostro, en silencio, durante algunos minutos, con una mirada intensa, mientras los rasgos de su cara se agitaban ligeramente. Por su actitud, me di cuenta inmediatamente de que estaba intentando decirme algo. Se aproximó a la cuestión con dificultad y dando un rodeo, pues se trataba de algo que ella temía, no sintiéndose muy segura sobre si se trataba de algo relacionado con el cielo o con el infierno.
—Eres maravilloso, George —dijo al final—-, y tienes teorías para casi todo...
—Especulaciones —admití.
—Y tu poder hipnótico es de gran ayuda, ya lo sabes. Pero ahora, si... si tú crees que es conveniente y si con ello no vamos a ofender a la providencia...
—Theresa —la detuve firmemente antes de que llegara a un punto en el que pudiera sentirse herida por una negativa—, permíteme decirte ahora mismo que no considero a una niña como un sujeto adecuado para un experimento hipnótico, y que estoy bastante seguro de que una persona inteligente como tú estará de acuerdo conmigo en que una cosa así no es permisible.
—Sólo estaba pensando en una ligera «sugerencia» —murmuró.
—Que hará muchísimo más bien si procede de la madre.
—Si la madre no hubiera perdido ya su poder por haber utilizado el ridículo —confesó dócilmente.
—Sí, nunca debiste haberte reído. Me pregunto por qué lo hiciste.
En sus ojos apareció una expresión que, según sabía, se relacionaba invariablemente en los temperamentos histéricos con un estado de ánimo precursor de las lágrimas. Miró a su alrededor para estar segura de que nadie escuchaba.
—George —murmuró y en la penumbra de aquella tarde de setiembre se interpuso entre nosotros una sombra que dejó tras de sí una atmósfera de un frío repentino e inexplicable—. George, quisiera... quisiera estar completamente segura de que sólo son imaginaciones, quiero decir...
—¿Qué quieres decir? —preguntó con una severidad tras la que traté de ocultar mi propia inquietud.
Pero las lágrimas aparecieron en el mismo instante, con tal fluidez que hacían innecesaria toda explicación inteligente. El terror de la madre por una persona que llevaba su misma sangre, continuó expresándose.
—Estoy asustada... terriblemente asustada —dijo, entre sollozos.
—Iré arriba y veré a la niña yo mismo —dije, finalmente aliviado una vez pasada la tormenta—. Iré a su cuarto. No debes alarmarte. Aileen está bien. Greo que puedo ayudarte bastante en esta cuestión.


II
Aileen, como siempre, estaba sola en su habitación. La encontré sentada junto a la ventana abierta, con una silla vacía frente a ella. La estaba mirando fijamente... penetrándola; pero no resulta fácil describir el grado de certidumbre que emanaba de su persona, en el sentido de creer que había alguien sentado en aquella silla, hablando con ella. Era su propia actitud la que daba esa impresión. Se levantó rápidamente, asustada, en cuanto entré, e hizo un gesto ambiguo en dirección a la silla vacía, como si estrechara la mano a alguien; después, corrigió rápidamente su actitud con un pequeño gesto amistoso de su cabeza, que podía ser entendido como una despedida... Luego se volvió hacia mí. Por muy increíble que pueda parecer, aquella silla pareció tener inmediatamente otro carácter. Estaba vacía.
—Aileen, ¿quieres decirme lo que estabas haciendo?
—Ya lo sabes, tío —me contestó, sin la menor duda.


—¡Oh, claro! ¡Ya lo sé! —exclamé, tratando de conectar con su estado de ánimo para, más tarde, sacarle de él—. Porque yo hago lo mismo con la gente en mis propias historias. Yo también hablo con ellos...
Se acercó a mi lado, como si todo aquello fuera una cuestión de vida o muerte.
—¿Pero ellos te contestan?
Me di cuenta de la extraordinaria sinceridad, incluso de la seriedad que aquella pregunta tenía para ella. La sombra evocada momentos antes en el piso de abajo, junto a mi prima, me había seguido hasta allí. Ahora, me tocaba en el hombro.
—A menos que contesten —le dije—, no están realmente vivos, y la historia queda en suspenso cuando la gente la lee.
Me observó atentamente durante un momento, mientras nos asomábamos por la ventana abierta hasta donde llegaba el rico perfume de los laureles portugueses, procedente del prado de abajo. La proximidad de la niña hizo que se creara una clara atmósfera propia, una atmósfera cargada de sugerencias, casi de débiles imágenes, como de cosas que yo hubiera conocido en otros tiempos. Había sentido a menudo esa misma sensación y no la acababa de recibir bien, pues las imágenes parecían estar enmarcadas en una escena emocional que, invariablemente, se escapaba a mi análisis. Comprendía, de una forma vaga, que la madre sintiese temor por su hija. Por mí cruzó una sensación fugitiva, extraordinariamente elusiva y, sin embargo, dolorosamente real: ella conocía momentos de sufrimiento por medios que no debía haber conocido. Por muy extraño e irrazonable que pudiera parecer el concepto, resultaba convincente. Y despertó una profunda simpatía en mí.
Sin duda alguna, Aileen se daba cuenta de la existencia de esa simpatía.
—Es Philip quien me habla la mayor parte de las veces —dijo libremente—, y siempre, siempre, me está explicando cosas... pero nunca termina por completo.
—¿Qué cosas te explica, pequeña Niña de la Luna? —pregunté amablemente, llamándole por un nombre que solía agradarle mucho cuando era más pequeña.
—Me dice que no pudo venir a tiempo para salvarme, claro —dijo—. ¿Sabes? Le cortaron las dos manos.
Nunca olvidaré la sensación que me causaron aquellas palabras surgidas de la aventura mental de una niña; no fue la lección de amarga realidad lo que me obligó a comprender que eran ciertas; y tampoco se trató de ningún detalle de algún hipotético intento de rescate de una «princesa encerrada en la torre». Una vivida corriente de ideas pareció enfocar mi conciencia sobre mis dos muñecas, como si sintiera el dolor de la operación que ella acababa de mencionar. Después, en un rápido movimiento instintivo que se puso en acción antes de que pudiera controlarlo, descubrí que había ocultado ambas manos de su vista, llevándomelas a los bolsillos de la chaqueta.
—¿Y qué más te dice «Philip»? —pregunté con amabilidad.
Su rostro enrojeció. Las lágrimas acudieron a sus ojos, y se deslizaron por sus mejillas suavemente ruborizadas.
—Que me amaba terriblemente —replicó—, y que me amaba hasta el final y que durante toda su vida, después de que yo me hubiera marchado y después de que le cortaran las manos, no haría otra cosa más que rezar por mí... desde el fin del mundo adonde se marchó para ocultarse...
Haciendo un esfuerzo, me liberé de la atmósfera envolvente de tragedia, dándome cuenta de que su imaginación tenía que ser dirigida a lo largo de canales más luminosos y de que mi deber se debía anteponer a mi interés.
—Pero tienes que conseguir que Philip te cuente también todas sus divertidas y alegres aventuras —dije—, las que tendrá, ya sabes, cuando le vuelvan a crecer las manos...
La expresión que apareció en su rostro dejó literalmente helada mí sangre.
—Eso sólo son historias inventadas —dijo fríamente—. Nunca volverán a crecer. No hubo aventuras felices ni divertidas.
Busqué en mi mente algo de inspiración que me permitiera ayudarla a seguir caminos más saludables de invención. Me di cuenta, con mucha mayor intensidad que antes, de la profundidad de mi afecto por aquella niña extraña y huérfana de padre, y de cómo estaría dispuesto a dar hasta mi alma con tal de poder ayudarla y enseñarle a ser alegre. Era un verdadero amor lo que me embargaba, enraizado en cosas mucho más profundas de lo que alcanzaba a comprender.
Pero antes de encontrar las palabras adecuadas la sentí arrimarse a mi lado, y la oí pronunciar la misma frase que, por un momento, había estado buscando en los lugares secretos de mi alma para que ella la escuchara. La frase pareció sacudirme. Experimenté un rápido instante de dolor indescriptible que me dejó incapaz para razonar.
—Ya lo sabes —fue lo que dijo—, ¡porque tú eres Philip!
Y me sentí totalmente desprovisto de toda capacidad para hablar, por la misma forma en que lo dijo, tan serenamente, expresando de algún modo en aquellas palabras un desprecio suave aunque compasivo y, sin embargo, dorado por un ardiente amor que llenaba su pequeña persona hasta rebosar. Lo único que fui capaz de hacer fue inclinarme, rodearla con mi brazo y besar su cabeza, que se elevó hasta la altura de mí mentón. Juro que amaba a aquella niña como no había amado a ningún otro ser humano.
—Entonces, Philip te va a enseñar toda clase de aventuras alegres con sus nuevas manos —recuerdo que dije con buena intención—, porque él ya no es malo, y está lleno de alegría y te quiere el doble que antes.
Y la cogí, levantándola, y bajé con ella las largas escaleras de la casa, saliendo al jardín, donde nos juntamos con los perros y retozamos juntos hasta que el rostro de la madre surgió por una de las ventanas de arriba y nos espetó algo estúpido sobre la hora de marcharse a la cama, o sobre el descanso, y Aileen, ruborizada aún y con unos ojos muy abiertos, echó a correr hacia la casa y al llegar a la puerta, se volvió y me saludó con su mano extrañamente pequeña y su rostro sonriente, lleno de risas.

Durante largo tiempo, estuve paseando de un lado a otro, fumando un puro, entre los setos del jardín arreglado al estilo antiguo, pensando en la niña y en sus extrañas imaginaciones y en las sensaciones profundamente conmovedoras e inquietantes que hacía surgir en mí al mismo tiempo. Su rostro parecía revolotear a mi lado, a través de las sombras. No era bonita, propiamente hablando, pero su aspecto poseía un encanto original que me atraía fuertemente. Su cabeza era grande y, en cierto modo, de estilo anticuado; sus ojos, oscuros pero no grandes, estaban situados uno muy cerca del otro, y tenía una boca grande que, sin duda alguna, no era precisamente hermosa. Pero la expresión de angustiada y anhelante pasión que se extendía a veces sobre estos rasgos que, de otro modo no resultaban atractivos, cambiaban su aspecto, dándole una belleza repentina, una belleza del alma, un alma que conocía el sufrimiento y que estaba familiarizada con el dolor. Esta es, al menos, la forma en que mi propia mente veía a la niña y, en consecuencia, el único modo en que espero poder hacer verla a los demás. Si fuera un pintor podría trasladarla al lienzo en algún retrato imaginario y llamarle, quizá, «Reencarnación»... pues no he visto nunca en la vida infantil algo que me impresionara tan fuertemente con la extraña idea de un alma vieja que regresa al mundo para aposentarse en un cuerpo nuevo y joven... como si se tratara de un traje nuevo.
Pero cuando hablé con mi prima después de cenar y la consolé, asegurándole que Aileen estaba dotada de una imaginación extraordinariamente vivaz que tanto el tiempo como nosotros mismos debíamos dirigir hacia algún otro objetivo más práctico... mientras le estaba diciendo todo esto y otras cosas, en mi cabeza seguían sonando dos frases que había pronunciado la niña. Una, cuando me dijo con una despiadada clarividencia que yo sólo estaba «inventando» historias; y la otra cuando me informó con aquella tranquila certidumbre y con aquella convicción de que «Philip» era... yo mismo.


III
Una expedición de caza mayor que duró algunos meses puso fin temporalmente a mis responsabilidades de tío; al menos, en lo referente a cualquier tipo de iniciativas, pues había ciertos recuerdos que se mantenían curiosamente frescos entre toda la absorbente barahúnda de la vida de nuestro campamento. A menudo, tumbado en mi tienda por la noche, o incluso siguiendo las huellas de nuestra presa a través de la jungla, esas imágenes me asaltaban y exigían mi atención. El pequeño rostro de sufrimiento de Aileen se interponía entre mí y el punto de mira de mi rifle; su afirmación de que yo era el «Philip» de su imaginación, me atacaba con un acento de realidad que parecía muy extraño hasta que lo analizaba y me desembarazaba de él. Más de una vez me encontré pensando en su aspecto moreno y serio cuando me dijo que «Philip» la había amado hasta el final, y que la habría salvado si no le hubieran cortado las manos. Parecía como si mi propia imaginación estuviera convirtiendo los detalles de su invención infantil en una historia, pues nunca podía pensar en este último detalle, sin experimentar, sin el menor género de dudas, una aguda sensación de dolor en mis muñecas...
Cuando regresé a Inglaterra, en la primavera siguiente, descubrí que se habían cambiado a una casa situada junto al mar; un viejo y destartalado edificio en el que anidaban los grajos y que el padre de mi prima apenas si ocupó en vida; ella misma no fue capaz de ocuparlo hasta que no pasó a su propiedad. Una carta urgente me llamó allí, y tras mi llegada viajé a la pelada costa de Norfolk, con un extraño presagio en mi corazón que fue aumentando, hasta convertirse casi en un presentimiento cuando el taxi enfiló el largo paseo y reconocí las paredes grises y lóbregas de la vieja mansión. El aire del mar inundaba los jardines con su rocío salado y el gemido del oleaje se escuchaba incluso desde las ventanas.
—¿Qué le habrá impulsado a venir aquí? —fue el primer pensamiento que acudió a mi mente—. Seguramente, éste es el último lugar del mundo al que traer a una niña mórbida o demasiado sensible.
Sin embargo, mi temor de que algo pudiera haberle sucedido a la pequeña niña que quería tan tiernamente desapareció en parte cuando mi prima me recibió en la puerta con los brazos abiertos y un rostro sonriente, aunque, no tardé en darme cuenta de que aquella bienvenida se debía al alivio que sentía por mi presencia. Algo le había sucedido a la pequeña Aileen, aunque no se trataba del desastre final que temía. Había sufrido unos ataques nerviosos durante mi ausencia, con unas características tan serias que el médico insistió en que tomara el aire del mar, y mi prima, no utilizando quizá su mejor juicio, tuvo la idea de hacer servir la vieja casa para tal propósito. Y así, arregló una de las alas del edificio, haciéndola habitable por unas pocas semanas. Confiaba en que el cambio completo de escenario llenaría la mente de la niña de nuevas y más felices ideas. Pero los resultados fueron exactamente contrarios. La niña comenzó a llorar copiosa e histéricamente desde el mismo instante en que vio las viejas paredes y percibió el olor del mar.
Antes de que hubiéramos podido hablar más de diez minutos, se escuchó un grito y un sonido de pasos precipitados, y una figura de pelo moreno y ondulante echó a correr hacia mis brazos. Aileen estaba sollozando...
—¡Oh, has venido! ¡Por fin has venido! Me siento tan terriblemente contenta. Pensé que pasaría lo mismo que antes y que serías atrapado.
Sólo entonces se separó de mí y besó a su madre, riendo de placer a través de las lágrimas. Después se fue de la habitación con la misma rapidez con que había llegado.
Capté la mirada de asustada extrañeza de mi prima.
—¿No te parece eso muy extraño? —preguntó, con voz precipitada—. ¿No es raro? Esas son lágrimas de felicidad... Es la primera vez que la he visto sonreír desde que llegamos aquí, hace ya una semana.
Pero aquello, creo que casi me irritó.
—¿Por qué es extraño? —pregunté—. Aileen me quiere; es delicioso poder...
—¡No es eso, no es eso! —dijo ella rápidamente—. Lo que resulta extraño es que te haya encontrado tan pronto. Ni siquiera sabía que habías regresado a Inglaterra, y la mandé a jugar a la playa con Kempster y los perros para estar seguro de que tendría una oportunidad de decírtelo todo antes de que la vieras.
Nuestros ojos se encontraron frente a frente, aunque no con completa simpatía ni comprensión.
—¿Lo ves? Ella sabía perfectamente bien que estabas aquí... en el mismo instante en que llegaste.
—Pero no hay nada de extraño en eso —aseguré—. A veces, los niños saben cosas, del mismo modo que los animales. Olió a su tío favorito como un perro —y me eché a reír ante mi prima.
Aquella risa quizá fue un error por mi parte. Mi bienintencionado buen humor resultó quizá exagerado. Ni siquiera para mí mismo sonaba a cosa cierta.
—Creo que estás de acuerdo con ella... en contra mía.
Esa fue la observación con la que saludó mi risa, mientras aumentaba aquella expresión de temor en sus ojos que adiviné desde el primer momento en que nos encontramos junto a la puerta. No encontrando nada adecuado que responderle, la besé en la parte superior de la cabeza.
Más tarde, ya retirado el servicio del té, me enteré de la situación exacta de las cosas e incluso admitiendo que había una cierta exageración en las palabras de mi excitada prima, existían cosas que parecían suficientemente inexplicables sobre la base de una explicación normal. Por muy ligeros que pudieran ser los detalles, al ser colocados en serie, su efecto acumulativo sobre mi propia mente provocó un climax impresionante y desagradable, que hice lo mejor que pude por ocultar y no revelar. Mientras permanecía sentado en la gran habitación en penumbra, escuchando la nerviosa descripción de mi prima de aquellas cosas «infantiles», surgió en mí la sensación de que muy bien podrían tener un significado más profundo. Observé su rostro ansioso y atemorizado, iluminado únicamente por las llamas parpadeantes que acompañaban el atardecer de primavera, y pensé en el objeto de nuestra conversación, revoloteando por las tristes habitaciones y pasillos del enorme y viejo edificio, como una pequeña figura de tragedia, riendo, gritando y soñando en un mundo completamente suyo... y se agitó en mi interior un desagradable reconocimiento de aquellas fuerzas turbulentas que se encuentran fuertemente protegidas tras los detalles cotidianos de la vida y que ahora parecían estar dispuestas a estallar y a jugar su misterioso role ante nuestros mismos ojos.
—Dime exactamente lo que ha ocurrido —le pedí, con decisión, pero con simpatía.
—Hay tan poco que decir cuando se quiere expresar con palabras, George. Pero... en fin, lo primero que me sorprendió fue que ella... conocía todo este lugar, aunque nunca había estado aquí con anterioridad. Conocía todos los pasillos y escaleras, muchas de las cuales ni siquiera yo misma conocía: nos enseñó un pasaje subterráneo que daba al mar, no conocido siquiera por mi padre: después, nos trazó un plano de la casa, tal y como era hace trescientos años, cuando la otra ala del edificio se elevaba sobre donde crecen ahora las hayas de hojas oscuras. Había demasiados detalles.
Parecía imposible explicar a una persona del temperamento de mi prima las teorías de la memoria prenatal y aspectos similares, o la posibilidad de que hubiera adquirido aquellos conocimientos mediante comunicación telepática establecida entre mi prima y el cerebro de su propia hija. En consecuencia, dije pocas cosas, pero escuché con una inquietud que fue aumentando de forma horrible.
—Descubrió instantáneamente el camino a través de los jardines, como si hubiera jugado en ellos durante toda su vida; y continúa dibujando figuras de gente, hombres y mujeres, con vestidos antiguos; ya sabes a qué me refiero, la clase de ropas que llevaban nuestros antepasados...
—¡Bien, bien, bien! —le interrumpí, lleno de impaciencia—. ¿Qué otra cosa puede ser más natural? Tiene los años suficientes como para haber visto dibujos que ahora puede recordar con la exactitud necesaria como para dibujarlos...
—Claro —admitió mi prima con calma, aunque se trataba de una calma debida al terror que erosionaba su propia alma, haciendo desaparecer todas las otras pequeñas emociones—. Claro, pero uno de los rostros que ha dibujado es el de... un retrato.
Se levantó de repente y se acercó más a mí, pasando junto al gran hogar de piedra, bajando el tono de su voz hasta convertirlo en un murmullo.
—George, es la misma imagen de ese terrible... ¡de Lorne!
Debo admitir que aquella noticia me produjo un escalofrío, pues precisamente aquel antepasado, por parte de mi padre, había influido mucho mi imaginación infantil, al escuchar la crueldad y la maldad empleada por él en el pasado. Pero ahora creo que el estremecimiento que bajó por mi espina dorsal fue debido al pensamiento de mi pequeña Aileen hubiera dirigido su memoria y su lápiz hacia un objeto tan vil. Ese pensamiento y la palidez del rostro de mi prima, muy alarmada, se combinaron para hacerme estremecer. Sin embargo, dije lo que, en aquellos momentos, me pareció más prudente y razonable.
—Si continúas así, Theresa, dentro de poco terminarás por decirme que la casa está embrujada —sugerí.
Ella encogió los hombros con una indiferencia que me pareció muy elocuente en cuanto a la fuerza de este otro terror, menos preocupante.
—Sería muy fácil enfrentarse a eso —dijo, sin levantar siquiera la mirada—. Un fantasma permanece en un sitio. Aileen difícilmente se lo podría llevar consigo.
Creo que los dos disfrutamos del silencio que siguió. Aquello me proporcionó tiempo para reunir mis fuerzas, pues sabía lo que iba a venir. Y también le dio tiempo a ella para situar los demás hechos dentro de un esquema con algunas pretensiones de coherencia.
—¿Te he contado ya lo del cinturón? —preguntó finalmente, con debilidad, como si las cosas insoportables que ella anhelaba rechazar la obligaran a que surgiera la pregunta en sus labios.
La pregunta me golpeó como si me acabaran de introducir la hoja de una espada en el pecho... Sacudí la cabeza.
—Bueno, hace un año o dos, sintió aquel extraño disgusto por llevar un cinturón en sus vestidos. Pensamos que se trataba de un capricho, y no cedimos. Los cinturones son necesarios, ya lo sabes, George —trató de sonreír tímidamente—. Pero ahora, la cuestión ha llegado hasta tal punto que he tenido que concederlo.
—¿Quieres decir que le disgusta llevar un cinturón alrededor de su cintura? —pregunté, luchando contra un sobresalto repentino e inexplicable en mi corazón.
—Eso la hace llorar. Desde el momento en que siente algo que la rodea por la cadera, empieza a gimotear y se retuerce y se esconde, de modo que al final me he visto obligada a ceder.
—¡Pero, Theresa! ¿Realmente...?
—Ella asegura que el cinturón la oprime y que nunca podrá volver a liberarse y otras muchas cosas. ¡Oh! Su temor es terrible, ¡pobre niña! Su rostro adquiere ese terrible color gris, ¿lo conoces? Hasta el propio Kempster, que siempre es demasiado firme, ha tenido que ceder.
—¿Y qué más?
Me disgustaba mucho tener que escuchar aquellos detalles. Eso me dolía, sentía rabia por no poder aliviar inmediatamente el dolor de la niña.
—La forma en que se dirigió a mí cuando se marchó el doctor Hale... ya sabes lo amable y gentil que es el doctor, y cómo le gusta a Aileen, que siempre juega con él y se sienta en sus rodillas. Bueno, pues él estaba hablando de su dieta, regulándola y dándome instrucciones, diciéndole a ella que no debía comer esto y aquello... en fin, todo eso. De pronto, ella se puso de nuevo de ese horrible color gris, saltó de sus rodillas lanzando un grito, esa clase de grito agudo que ella tiene y que se me clava como un cuchillo, George, y echó a correr hacia su habitación, encerrándose en ella con llave. ¿Y qué crees que se llevó? ¡Todo el pan, las manzanas, la carne fría y otros alimentos que pudo encontrar!
—¡Alimentos! —exclamé, sintiendo otro espasmo de dolor.
—Cuando, horas más tarde, conseguí que saliera de la habitación, estaba temblando como una hoja y se arrojó a mis brazos, completamente agotada. Y todo lo que pude conseguir que me dijera fue algo que repitió una y otra vez con toda clase de súplicas y con un tono de voz tan conmovedor que me hizo sangrar el corazón...
Mi prima dudó un instante.
—Dímelo en seguida.
—«Volveré a morirme de hambre. Volveré a morirme de hambre.» Esas fueron las palabras que dijo. Las estuvo repitiendo una y otra vez, entre sollozos. «Me quedaré sin nada que comer. Volveré a morirme de hambre.» Y, ¿podrás creerlo?, mientras permaneció oculta en su habitación, tragó tantos pasteles y tantas clases de comida que estuvo muy enferma durante un par de días. Es más, ahora odia tanto el ver al doctor Hale, pobre hombre, que resulta inútil que él intente verla. Le hace más mal que bien.
Me levanté y comencé a caminar de un lado a otro del gran vestíbulo, mientras ella seguía contándome todo esto. Dije pocas palabras. En mi mente se desgarraban y cruzaban extraños pensamientos, elevándose ante mí como si procedieran de unas profundidades de sombras increíblemente densas. Sin embargo, encontré muy pocas cosas que decir, porque las teorías y las especulaciones sirven de muy poco como ayuda práctica... a menos que dos mentes las puedan comprender juntas.
—¿Y el resto? —pregunté amablemente, colocándome detrás de su silla y descansando ambas manos sobre sus hombros.
Ella se levantó inmediatamente y se volvió para mirarme. Temí demostrar demasiada simpatía antes de que aparecieran las lágrimas.
—¡Oh, George! —exclamó—. Me siento muy aliviada por el hecho de que hayas venido. Eres realmente una persona fuerte y reconfortante. El sentir tus grandes manos sobre mis hombros me anima. Pero ¿sabes?, me siento real y sinceramente asustada por la niña...
—No te quedarás aquí, ¿verdad?
—Nos marchamos a finales de esta misma semana —contestó—. Ya sé que no me abandonarás hasta entonces. Y Aileen estará bien mientras tú permanezcas aquí, pues ejerces sobre ella una influencia extraordinariamente beneficiosa.
—Bendice su pequeña y atormentada imaginación —dije—. Puedes contar conmigo. Esta misma noche haré que me traigan mis cosas de la ciudad.
Y entonces me contó lo que sucedía con la habitación. Era bastante simple, pero expresaba una certidumbre sobre algo mucho más horrible que todos los demás detalles juntos. Había una habitación en el piso bajo, destinada a ser utilizada en los días húmedos, cuando la habitación de la niña se encontraba demasiado alejada para llegar a ella con unas botas llenas de barro... y Aileen no podía entrar en aquella habitación. ¿Por qué? Nadie podía decirlo. Los hechos eran que, en el momento en que la niña penetró en ella por primera vez, seguida muy de cerca por su madre, se detuvo, se tambaleó y casi se cayó al suelo. Después, lanzando gritos que fueron escuchados hasta por los jardineros que trabajaban en el exterior arreglando el camino de grava, se lanzó de cabeza contra la pared, mejor dicho: contra un rincón determinado de ésta, y la golpeó con sus pequeños puños hasta que se le desgarró la piel, dejando manchas de sangre sobre el papel. Todo esto sucedió en menos de un minuto. Su madre quedó demasiado conmocionada y estupefacta como para recordar las palabras que la niña gritó tan frenéticamente, y ni siquiera pudo escucharlas adecuadamente. Aileen casi la tiró al suelo en sus desconcertantes esfuerzos por encontrar la puerta y escapar de allí. Y lo primero que hizo, una vez lo consiguió, fue desvanecerse sobre el suelo de piedra del pasillo exterior.
—Y ahora dime, crees que eso son invenciones suyas? —preguntó Theresa en un murmullo, incapaz de evitar el temblor de sus labios—. ¿Crees que se trata simplemente de parte de una historia que ella se ha inventado y en la que representa un papel?
Nos miramos el uno al otro, directamente a los ojos, durante algunos segundos. El terror existente en el corazón de ella salió de él y se apoderó también del mío... un terror de otro tipo, mucho mayor.
—Ya es muy tarde —dije, al fin—. Hablar con ella ahora sólo contribuiría a excitarla innecesariamente. Pero mañana hablaré con Aileen. Y si parece prudente... puede... puede que sea capaz de ayudarla también de otra forma —añadí.
Así pues, hablé con ella... al día siguiente.


IV
Siempre gocé de su confianza y eso hacía que existiera entre esta pequeña niña de ojos oscuros y yo una intimidad que convertía en verdadera delicia cualquier juego o conversación. Sin embargo, por regla general y sin darme a mí mismo ninguna razón satisfactoria, prefería hablar con ella a la luz del sol. No era extraña, excepto por la singularidad y misterio de su pequeño corazón, pero tenía una forma de sugerir otras formas de vida y existencia susceptibles de rodearnos, que me hacía mirar a mi alrededor en la oscuridad, preguntándome qué ocultarían las sombras, o qué me esperaba al otro lado de la próxima esquina.
Estábamos en el prado, donde los tejos extendían pobladas sombras, y el aire suave permitía tomar el té fuera de la casa, mientras mi prima hacía unas llamadas telefónicas; Aileen había acudido y estaba interrogándome sobre mis manuscritos, de un modo que me enojaba, pues le había estado leyendo mis mejores cuentos y ella seguía haciéndome preguntas que ponían de manifiesto mis limitaciones. También recuerdo que me sentí contento de ver cómo el perro pastor iba de un lado a otro, junto a nosotros, corriendo precipitadamente y ladrando a las golondrinas que cruzaban el prado.
—Sólo algunas de tus historias son ciertas, ¿verdad? —me preguntó de repente.
—¿Y cómo sabes tú eso, pequeña crítica?
Había estado esperando un comienzo de la conversación por parte de ella misma. Cualquier cosa que hubiera intentado forzar por mi parte, habría sido sospechada por ella.
—¡Oh! Me lo figuro.
Entonces se levantó, acercándose a mí y, sin ninguna clase de invitación por mi parte, me murmuró:
—Tío, ¿es cierto que he estado contigo en otras partes? ¿Y no son sólo las cosas que hicimos allí las que forman las verdaderas historias?
La apertura de la conversación estaba llegando a mis manos de un modo perfecto y completo. No puedo comprender cómo me aproveché de ella de un modo tan extraño... quiero decir cómo fue que las palabras y el nombre surgieron por su propia cuenta, como si yo estuviera diciendo algo en una especie de sueño.
—Claro, mi pequeña lady Aileen, porque, ¿sabes?, en la imaginación, nosotros...
Pero antes de que tuviera tiempo para terminar la frase con la que esperaba sacar a la luz las verdaderas interioridades de su propia tensión, ella se acurrucó sobre mí, hecha un ovillo.
—¡Oh! —gritó con una apasionada v repentina explosión—. Entonces, ¿sabes mi nombre? ¿Conoces toda la historia... nuestra historia?
Estaba muy excitada, con el rostro ruborizado, los ojos saltones y con todas las emociones de una vida rebosante de experiencias acumuladas en su pequeña persona.
—Desde luego, señorita Inventora, conozco tu nombre —dije rápidamente, extrañado y sintiendo una repentina opresión en mi garganta y que resultaba horrible.
—¿Y sabes también todo lo que hicimos en este lugar? —siguió preguntando, señalando con una creciente excitación hacia los espesos muros de la vieja casa, cubiertos de hiedra.
Mi propia emoción aumentó extraordinariamente, al mismo tiempo que sentía como una rápida y precipitada inquietud trastornaba todos mis cálculos. Porque, de pronto, me di cuenta de que al llamarla «lady Aileen» no había pronunciado el nombre como solía hacerlo. Mi lengua había efectuado un truco con las consonantes y las vocales, aunque, en el momento de pronunciarlo, fui incapaz de darme cuenta del cambio. «Aileen» y «Helen» son sonidos casi intercambiables... ¡Y yo dije, en realidad, «lady Helen!»
Este descubrimiento me hizo contener la respiración por un instante... así como por la forma en que ella captó el nombre, haciéndolo suyo.
—¿Sabes? Nadie más me conoce como «lady Helen» —siguió murmurando—, porque eso sólo aparece en nuestra historia, ¿verdad? Y ahora soy simplemente Aileen Langton. Pero no me parece mal que lo sepas. ¡Oh! Me siento tan terriblemente contenta de que lo sepas. ¡Muy contenta! ¡Sí, muy contenta!
Por un instante me sentí perdido en busca de palabras. Deseaba profundamente guiar las «dolorosas historias» de la niña hacia canales más prudentes, ayudándola así a aliviar su dolor. Dudé un momento, en busca de la clave adecuada. Murmuré algo tranquilizador sobre «nuestra historia», mientras buscaba vigorosamente en mi mente el mejor camino de explicarle todo su terror por el cinturón, el temor a morirse de hambre, el que gritara en aquella habitación y todo lo demás. Todo lo que deseaba ansiosamente extraer de su pequeña y torturada mente, sustituyéndolo por algún otro sueño más luminoso.
Pero la insidiosa experiencia había afectado un poco mi propia confianza y estas explicables emociones destruyeron mi prudencia. La pequeña Inventora había conseguido llevarme a la realidad de su propia «historia» con una convicción que se hallaba incluso más allá de la brujería. Y la siguiente frase que dejó caer casi instantáneamente sobre mí, terminó por completar mi desconcierto...
—Contigo —me dijo en un susurro—, contigo podría entrar en la habitación. Pero sola... no podría nunca.
El aire primaveral, que murmuraba en los tejos situados detrás de nosotros, me trajo en aquellos instantes algo procedente de los días casi olvidados de la infancia; algo que me hizo temblar. De mis profundidades surgió una oleada de pasión perdida —perdida porque no supuse ni su origen ni su naturaleza—, enviando débiles mensajes hacia la superficie de mi conciencia. Aileen, la pequeña revoltosa, cambió entonces ante mis propios ojos, mientras permanecía allí, cerca de. mí... Cambió para convertirse en una figura alta y melancólica, que me llamaba a través de mares de tiempo y distancia, con la confusión de los tiempos en sus ojos y en sus gestos... Me vi obligado a dirigir mi mirada hacia ella, haciendo un esfuerzo para volverla a ver como la niña de pelo desmelenado que estaba acostumbrado a...

Entonces, sentado en la inestable silla del jardín, la coloqué sobre mi rodilla, decidido a extraer toda la historia de su mente. Estaba situado de espaldas a la casa; sin embargo, ella estaba colocada en un ángulo que le permitía observar las puertas y ventanas. Digo esto porque, apenas había comenzado mi ataque, cuando vi que su atención se desviaba y que parecía sentirse curiosamente inquieta. En una o dos ocasiones, cuando cambió ligeramente su posición para ver mejor algo que estaba sucediendo por encima de mi hombro, me di cuenta de que un ligero temblor se transmitía desde su pequeña persona a mis rodillas. Parecía estar esperando algo... con temor.
—Llevaremos a cabo una expedición especial, armados hasta los dientes —dije, sonriendo, refiriéndome a sus singulares palabras sobre la habitación—. Enviaremos primero a «Pat» para que ladre a las telarañas, y nos llevaremos muchas provisiones y... y agua, para el caso de que tengamos que resistir un asedio... y una lima...
No puedo pretender el comprender por qué elegí aquellas palabras precisas... o por qué parecía como si surgieran de mí otros pensamientos diferentes a los que intentaba decir, pugnando por expresarse. Parecía como si, todo lo que pudiera hacer fuera dejar de decir un montón de cosas sobre la habitación que sólo podrían haberla asustado, en lugar de tranquilizarla.
—¿Hablarás también dentro de la pared? —me preguntó, dirigiendo de repente sus ojos hacia mí, ruborizándose un poco con una llamarada de pasión.
Y aunque no tenía ni la menor idea de lo que ella quería decir, la pregunta me produjo una agonía de anhelante dolor. Comprendí inmediatamente que «hablar dentro de la pared» se refería al núcleo de su problema, a la misma idea central que la atemorizaba y que proporcionaba todo el sufrimiento y todo el terror a sus imaginaciones.
Pero no tuve tiempo para seguir la clave que tan misteriosamente se me ofrecía, pues casi en el mismo momento sus ojos se fijaron insistentemente en algo que se encontraba detrás de mí, y pude ver en ellos una expresión de intenso horror, como si ella estuviera viendo la aproximación de un peligro que podría llegar a... matar.
—¡Oh, oh! —exclamó, conteniendo el aliento—, ¡Se acerca! ¡Se acerca para llevarme! ¡Tío George...! ¡Philip!
Al parecer, sobré nosotros actuó simultáneamente el mismo impulso, pues me puse en pie de un salto, con los puños crispados, en el mismo instante en que ella abandonó mi rodilla y se quedó de píe, con todos sus músculos rígidos, como dispuesta a resistir un ataque. Estaba temblando terriblemente. Su rostro adquirió el color de una sábana.
—¿Quién está viniendo? —empecé a preguntar nervioso, pero me detuve al ver la figura de un hombre que se dirigía hacia nosotros desde la casa.
Era el mayordomo... el nuevo mayordomo que acababa de llegar aquella misma tarde. Resulta imposible decir qué había en su aproximación silenciosa y rápida; era algo... abominable. Al parecer, el hombre estuvo prácticamente junto a nosotros casi en el mismo instante en que le vi, y en el mismo momento Aileen, lanzando un grito, y mirando salvajemente a su alrededor, en busca de un lugar donde ocultarse, se arrebujó en mis brazos y escondió el rostro en mi chaqueta.
Horriblemente perplejo y, sin embargo, mortificado por el hecho de que el sirviente hubiera visto a mi pequeña amiga en tal estado, hice todo lo que pude por aparentar que aquello no era más que parte de un juego extraño, y levantándola en mis brazos, eché a correr, llamando al perro pastor para que nos siguiera.
—¡Vamos, «Pat»! ¡Ella es nuestra prisionera!
Sólo la volví a dejar en el suelo cuando llegamos junto a los tilos situados en uno de los extremos del prado. Ella estaba pálida a causa del terror y seguía mirando frenéticamente a su alrededor, temblando de tal modo que temí que pudiera desvanecerse en cualquier instante a causa de un colapso mortal. Se apretó a mí, agarrándome con unos dedos tensos, que me sujetaban con fuerza. ¡Cómo odiaba yo a aquel hombre! A juzgar por la repentina violencia de mi odio, se diría que podría haber sido algún monstruo que deseaba torturarla...
—¡Vamonos de aquí, mucho más lejos! —balbució.
La cogí de la mano, tranquilizándola lo mejor que pude con mis palabras, mientras me daba cuenta de que ella sólo deseaba sentir mi gran brazo alrededor de su cuerpo, protegiéndola. Me sentía terriblemente triste por ella, pero lo más extraño de todo era que no podía hallar nada, ni una sola frase realmente cierta, capaz de reconfortarla. De haber dicho en aquellos momentos alguna bobada, no habría conseguido engañar a ninguno de los dos, y sólo habría erosionado su confianza en mí, hasta el punto de perder todas las posibilidades que pudiera tener para ayudarla. Hubiera sido como si, ante la vista de un tigre surgiendo del bosque, le dijera que no temiera nada, que no mordería.
Sin embargo, conseguí balbucir algo...
—Sólo es el nuevo mayordomo. También me ha asustado a mí. Se ha acercado tan suavemente, ¿verdad?
¡Oh! Con qué ansiedad busqué una palabra, algo, que hiciera aparecer aquello como lo más normal posible... pero fue en vano.
—¿Pero sabes quién es él... realmente? —me preguntó, con una voz aguda, echando a correr por el camino y arrastrándome tras ella—. Y sí él vuelve a alcanzarme... ¡Oh, oh! —y lanzó un grito fuerte, ante la angustia de su temor.
El temor nos hizo seguir andando por el camino que corría entre los matorrales.
—Aileen, querida —grité, rodeándola con los dos brazos, y apretándola estrechamente contra mí—, no tienes por qué temer nada. Yo siempre te salvaré. Siempre estaré contigo, querida niña.
—Tenme siempre en tus fuertes brazos, siempre, siempre. ¿Verdad que lo harás, tío... Philip? —mezcló los dos nombres, y la extraña tensión de su voz me acongojó terriblemente—. Siempre, siempre, como en nuestra historia —rogó mientras volvía a ocultar su rostro en mi chaqueta.
En realidad, me sentía completamente perdido, sin saber qué hacer; apenas si me atrevía a volverla a llevar a la casa; tenía la sensación de que el volver a ver a aquel hombre podría ser fatal para su razón que ya estaba delicadamente afectada, pues temía un ataque o un paro cardíaco si ella se encontraba de nuevo con aquel hombre cuando yo no estuviera a su lado. Sin embargo, pude tomar fácilmente una decisión sobre un aspecto.
—Le despediré inmediatamente, Aileen —le dije—. Cuando te despiertes mañana, ya se habrá marchado. Desde luego, mamá no lo tendrá en casa.
Aquella afirmación pareció proporcionarle cierto alivio y. al final, sin haberme atrevido a sonsacarle toda la historia, como había esperado hacer en un principio, regresé con ella a la casa, siguiendo caminos ocultos; yo mismo la llevé a su propia habitación. También me preocupé de dar las órdenes necesarias. Ella no debía volver a ver a aquel hombre. Sin embargo, no me explicaba por qué deseaba tan ansiosamente que yo hiciera algo atroz, lo suficiente como para poder cortar su vida de raíz, y matarle...

Pero mi prima, alarmada hasta el punto de tomar medidas incluso frenéticas, tuvo finalmente una buena sugerencia que hacerme: me pidió que sacara de allí a la afligida niña al día siguiente, que fuera a Harwich y me la llevara durante una semana por el Mar del Norte, cambiando así por completo de escenario. Entretanto, yo había llegado ya al punto en el que me convencí a mí mismo de que el experimento que hasta entonces me sintiera incapaz de hacer, se había convertido en algo permisible e incluso necesario. El hipnotismo debería poder extraer la historia de aquella mente obsesionada, sin que ella se diera cuenta de nada, en el supuesto de que pudiera introducirla en un estado de trance lo bastante profundo. En tal caso, podría borrar también el recuerdo de su conciencia exterior, de un modo tan completo que quizá pudiera conocer al fin un poco de la felicidad propia de la niñez.


V
Eran más de las diez y yo aún estaba sentado en el gran salón, ante el fuego de leños, hablando en voz baja. Mi prima permanecía sentada frente a mí, en un cómodo sillón. Habíamos discutido con bastante amplitud la cuestión y la profunda inquietud que sentíamos revestía de un ambiente lóbrego no sólo nuestras mentes, sino hasta el propio edificio. Creo que, de la emoción que nos preocupaba tan profundamente a ambos, era bastante elocuente el hecho de que, instintivamente, ninguno de los dos se refiriera a la posible asistencia de los médicos. Me refiero a la emoción que se desprendía de la vivida sensación de realidad de todo el asunto. Ninguna imaginación infantil podría habernos subyugado de tal forma, ni haber extendido una red que enmarañaba nuestras mentes hasta el punto de hacernos sentir aquella confusión y consternación. Para mí resultaba ahora perfectamente comprensible que mi prima se hubiera sentido tan desamparada ante los convincentes efectos de la calamitosa tensión de la niña. Aileen estaba viviendo una realidad, y no una Invención. Este era el hecho que colmaba los salones oscuros y los pasillos situados tras de nosotros. Yo ya odiaba hasta aquel mismo edificio. Parecía estar cargada hasta el techo con recuerdos de melancolía y antiguo dolor que estremecían mi corazón, como vientos helados.
Sin embargo, y actuando a propósito, me las arreglé para aparentar cierto grado de buen humor y oculté a mi prima toda mención sobre los ataques que ciertas emociones e ideas habían provocado en mí mismo. No le dije nada sobre el hecho de haber llamado a la niña «Lady Helen», en lugar de «Lady Aileen»; tampoco comenté el que ella me llamara «Philip», ni el que me incluyera fugazmente en su «historia», y, ni mucho menos, comenté mi propia y singular aceptación del role. No consideré prudente mencionar todo lo que la vista del nuevo sirviente, con su siniestra cara cetrina y sus sigilosas aproximaciones, había despertado en mis pensamientos. Ni siquiera permití que estas cosas emergieran constantemente hacia la superficie de mi mente porque, sin duda alguna, se habrían puesto de manifiesto en mi estado de ánimo, al menos con la suficiente fuerza como para que la intuición de una mujer las adivinara. Hablé de pasada sobre la «habitación» y sobre la singular aversión de Aileen hacia ella, así como sobre su observación acerca de «hablar dentro de la pared». Sin embargo, extraños pensamientos se fueron abriendo paso en nuestras dos mentes. En el salón, las cabezas disecadas de los venados, las zorras y los tejones nos miraban fijamente como máscaras de cosas aún vivas por debajo de sus pieles muertas.
—Pero lo que más me inquieta de todas sus ilusiones —dijo mi prima, mirándome con unos ojos que no pretendían ocultar cosas oscuras— es su extraordinario conocimiento de este lugar. Te aseguro, George, que fue la cosa más misteriosa que he experimentado jamás, sobre todo cuando me enseñó el lugar y me hizo preguntas, como si en realidad hubiera estado viviendo aquí.
Su voz se convirtió en un susurro, y levantó la mirada, asombrada. Por un momento, me pareció que alguien se estaba acercando para escuchar, moviéndose a hurtadillas a lo largo de alguno de los oscuros pasillos que conducían al salón.
—Puedo comprender tu extrañeza —empecé a decir rápidamente.
Pero ella me interrumpió inmediatamente. Sin duda alguna, le producía un cierto alivio decir las cosas, sacándolas del lugar de la mente donde las ocultaba y donde le creaban nuevas actitudes angustiosas.
—George —dijo en voz más alta—, existe un límite para la imaginación. Aileen sabe lo que dice. Eso es lo más terrible de todo...
Algo pareció saltar a mi garganta. Mis ojos se humedecieron.
—El horror al cinturón... —susurró ella, sintiendo aversión por sus propias palabras.
—Olvídate de ese pensamiento —le dije, con decisión.
Aquel detalle me dolió inexplicablemente... mucho más de lo que se pueda imaginar.
—Quisiera poder hacerlo —me contestó—, pero si hubieras visto su cara cuando forcejeaba... y el... el frenesí con que escuchó las palabras sobre la comida y habló sobre morir de hambre... Me refiero a las palabras del doctor Hale.. ¡Oh! Si hubieras visto todo eso, comprenderías que yo...
Se interrumpió con un sobresalto. Alguien había penetrado en el salón, por detrás de nosotros, y estaba de pie junto al dintel de la puerta, en el extremo más alejado. La persona que escuchaba se nos había acercado desde la oscuridad. Theresa sintió la presencia, a pesar de que estaba vuelta de espaldas, y se levantó instantáneamente.
—No necesita esperarnos, Porter —dijo, en un tono de voz que sólo velaba débilmente el recelo que se ocultaba tras él—. Ya apagaremos nosotros mismos las luces.
Y el hombre se alejó como una sombra. Mi prima intercambió conmigo una rápida mirada. Desapareció entonces una sensación de oscuridad que pareció haber llegado con la presencia del sirviente. Me resulta imposible explicar por qué razón ni yo ni mi prima encontramos nada que decir durante varios minutos. Pero creo que aún resultaba más misterioso explicar por qué los músculos de mis dos manos se contrajeron involuntariamente con tal fuerza que hinqué las uñas en las palmas, ni por qué se extendió por toda mi sangre el violento impulso de saltar sobre aquel hombre y estrangularlo, asfixiándole antes de que pudiera respirar más. Nunca, ni antes ni después, he experimentado aquel deseo, aparentemente sin causa alguna, de estrangular a alguien. Y espero no volver a sentirlo nunca.
—Siempre está dando vueltas por ahí —fue todo lo que pudo decir mi prima al cabo de un rato—. Siempre está observándonos...
Pero mis propios pensamientos estaban horriblemente ocupados, y me estaba preguntando cómo era posible que aquella fea y siniestra criatura había podido ser aceptada en la historia que vivía Aileen y en la que yo mismo estaba empezando a creer poco a poco.

Para mí fue un verdadero alivio cuando, hacía la medianoche, Theresa se levantó del sillón para marcharse a la cama. Habíamos estado dándole vueltas a los horrores del sufrimiento que se habían apoderado de la niña, sin llegar siquiera a enfrentamos directamente con el fondo de la cuestión, y mientras permanecíamos allí, encendiendo las velas, con voces susurrantes, nuestras mentes se cargaron con la tensión de los pensamientos que ninguno de nosotros había creído prudente expresar. Mí prima se apoyó de espaldas contra la pared y se quedó mirando fijamente la oscuridad de arriba, allí donde la escalera bordeaba el hueco de la casa. Lanzó un grito. Al principio, creí que iba a desmayarse. Sólo tuve tiempo de recogerle la vela.
Todos los sentimientos de temor que había estado reprimiendo durante nuestra conversación, surgieron entonces en aquel breve grito, y cuando levanté la mirada para descubrir la causa, vi a una pequeña figura blanca bajando lentamente la amplia escalera, estando ya a punto de entrar en el vestíbulo. Era Aileen, con los pies descalzos y su pelo moreno cayéndole sobre el camisón, con los ojos muy abiertos y una expresión de angustiosa expectación en ellos que, posiblemente, nunca habría podido expresar basándose en los conocimientos adquiridos durante sus tiernos años. Andaba con firmeza, pero, de algún modo, no lo hacía como podía haberlo hecho una niña de su edad.
—¡Alto! —susurré perentoriamente a mi prima, llevando rápidamente mi mano hacia su boca e impidiendo que continuara su primer impulso de acudir hacia su hija—. No la despiertes. Está andando en sueños.
Aileen pasó junto a nosotros como una sombra blanca, apenas audible, y atravesó directamente el salón. Era completamente inconsciente de nuestra presencia. Evitando todos los obstáculos de sillas y mesas, moviéndose con decisión y como si persiguiera un propósito definido, la pequeña figura penetró en las sombras situadas en uno de los extremos del salón y desapareció de la vista por la boca del pasillo que conducía hacia donde —trescientos años antes— se encontrara el ala del edificio en la que ahora crecían las hayas de hojas oscuras, sobre el prado. No cabía la menor duda de que, para ella, se trataba de un camino muy familiar. Después de recuperarme de mi sorpresa empecé a moverme, dispuesto a seguirla. Theresa volvió a encontrar su voz y gritó en voz alta, con un sonido agudo y discordante que rompió el silencio de la noche:
—¡George! ¡Oh, George! Va hacia esa terrible habitación...
—Trae la vela y sigúeme —le dije, cuando ya estaba al otro lado del salón—, pero no interrumpas a menos que te llame.
Y seguí a la niña a una velocidad a la que me impulsaba la más singular mezcla de emociones que jamás haya conocido. Todo lo que había en mí de vivo estaba dominado por una sensación de trágico desastre. Todo lo que hacía parecía surgir de alguna región del subconsciente de mi mente, donde las pasiones obsesionantes de un pasado profundamente enterrado se agitaban en su sueño y despertaban.
—¡Helen! —grité—. ¡Lady Helen!
Me encontraba cerca de aquella deslizante figura. Aileen se volvió y, por primera vez, pareció verme con ojos que parecían oscilar entre el sueño y la plena consciencia. Me miraron directamente, por encima de la llama balbuciente de la vela, y después dudaron. Del mismo modo, el gesto que hizo con sus pequeñas manos hacia mí quedó detenido antes de ser completado. Me veía, sabía de mi presencia, pero tenía dudas sobre quién era yo. Fue asombrosa la forma en que sorprendí ésta indecisión momentánea entre las dos personalidades existentes en ella, captando las dos fases de su consciencia, discerniendo a la Aileen de hoy en el momento de despertarse para darse cuenta de que yo, su «tío George», estaba allí, y aquella otra Aileen de su gran y oscura historia, la «Helen» de algún ayer lejano que, en aquella condición de sonambulismo, la había impulsado a acudir a la escena del pasado en la que nuestras dos vidas estaban unidas en su imaginación. Porque, para mí, estaba bastante claro que la niña soñaba, durmiendo, la acción de la historia vivida en los momentos en que, despierta, sentía todo su terror.
Pero la elección fue rápida. Tuve el tiempo justo para hacer señas a Theresa, indicándole que dejara la vela sobre una estantería y esperara, cuando Aileen se dirigió hacia mí, extendió sus manos, completando el primer gesto, y cayó entre mis brazos con un suave grito de amor y de angustia que, por venir de aquellos labios infantiles, creo que fue el sonido humano más conmovedor que jamás haya escuchado. Ella se dio cuenta y me vio, pero no como el «tío George» del momento actual.
—¡Oh, Philip! —gritó—. Después de todo, has venido...
—Claro, querida —le susurré—. Claro que he venido. ¿Acaso no te prometí que vendría?
Sus ojos escudriñaron mi rostro y después se posaron en mis manos, que sostenían con fuerza sus pequeñas y frías muñecas.
—Pero... pero... —tartamudeó como comentario—, ¡no están cortadas! ¡Te las han vuelto a poner por completo! Me salvarás y nos marcharemos de aquí y nosotros, nosotros...
La expresión de su rostro se transformó, adquiriendo una gran confusión, llena de perplejidad. Pareció temblar sobre sus pies. Probablemente estaba a punto de despertarse; volvió a sentir de nuevo una cierta indecisión y duda en cuanto a mi identidad. Sus manos se resistieron a la presión de las mías; retrocedió medio paso; en sus ojos surgió la consciencia superficial del presente. Una vez despierta, expulsaría aquella pasión, profundamente extraña, y el misterio que obsesionaban sus pensamientos y sus recuerdos se zambullirían en los rincones, más profundos de su ser. Me daba cuenta de que, una vez despierta, la perdería, y con ello perdería también la oportunidad de conocer la historia completa. La oportunidad era única. Escuché los pasos de mi prima, aproximándose detrás de nosotros, descendiendo por el pasillo sobre las puntas de los pies... y tomé una decisión inmediata.
En estado de sueño profundo, desde luego, se está muy cerca de la condición de trance, y numerosos experimentos me han enseñado que el espíritu humano puede verse sujeto a la influencia del hipnotismo con mucha mayor rapidez cuando se está dormido que cuando se está despierto; porque si el hipnotismo significa principalmente —como yo sostenía entonces— la fusión de la pequeña consciencia superficial y cotidiana con el profundo mar de la consciencia subliminal, debajo de aquélla, entonces el proceso comienza ya parcialmente en el sueño profundo, y su aparición final ni necesita mucho tiempo, ni es una cuestión difícil. Era el extraordinariamente activo subconsciente de Aileen el que «inventaba» o «recordaba» la oscura historia que obsesionaba su vida, era su región subconsciente la que emergía hacia la superficie con excesiva frecuencia... Profundizando aún más su estado de sueño, podría enterarme de toda la historia...
Detuve la aproximación de su madre con una señal, que intenté fuera claramente comprendida, y que, en efecto, comprendió, y di inmediatamente los pasos necesarios para zambullir el espíritu de aquella pequeña niña sonámbula en la región del subconsciente que la había llevado hasta allí, donde se encontraban las claves de todos sus poderes, de la memoria, el conocimiento y la creencia. Sólo necesitaba dar los pases más simples, ante los que ella se rindió con rapidez y facilidad; entonces volvió a aparecer en sus ojos aquella primera mirada; ya no se tambaleó, ni dudó, sino que se apretó más contra mí, pronunciando el nombre de «Philip» en sus labios. Los dos juntos avanzamos por el largo pasillo hasta que llegamos ante la puerta de su horrorosa habitación de terror.
Y allí, ya fuera porque Theresa, que nos seguía con la vela, perturbó a la niña —pues el lazo subconsciente con la madre posee un gran e inalterable poder—, o ya fuera porque la ansiedad debilitó mi autoridad sobre su fluctuante estado mental, me di cuenta de que la niña volvía a oscilar y a dudar, mirándome con unos ojos cuya expresión decía en parte «tío George» y en parte «Philip».
—Entraremos —dije con firmeza—, y verás que no hay nada de qué temer.
Abrí la puerta, y la vela que estaba detrás de nosotros dibujó un triángulo de luz en la oscuridad de la habitación. La claridad reflejó un suelo desnudo, unas paredes sin cuadros y, apenas visible, el alto techo blanco. Abrí la puerta aún más y penetramos en la habitación cogidos de la mano, con Aileen temblando como una hoja al viento.
¡Cómo renace aquella escena en mi mente, incluso ahora, cuando la escribo, muchos años después de que se produjera! La niña, con su camisón, mirándome en aquella estancia vacía del antiguo edificio, con todas las apasionadas emociones de una historia trágica reflejadas en sus pequeños y jóvenes ojos, mientras su madre permanecía en el pasillo, como un fantasma, temerosa de acercarse, con las sombras oscilantes arrojadas por la luz de la vela y el suave gemido del viento de la noche contra las paredes exteriores.
Hice oscilar varias veces la vela sobre el pequeño rostro encendido y apreté suavemente mis pulgares sobre sus sienes.
—¡Duerme! —le ordené—. ¡Duerme... y recuerda!
Mi voluntad se derramó sobre su ser, para controlar y proteger. Ella se sumió aún más profundamente en la situación de trance en la que se manifiesta la lucidez del sonámbulo y en la que el ego consciente desaparece por completo. Sus ojos se abrieron más, se hicieron más redondos, se cargaron de recuerdos cuando se dirigieron rápidamente hacia los míos. El presente, que pocos minutos antes amenazó con hacerla recuperar su consciencia, se desvaneció. Ya no me vio como a su tío George, sino como el fiel amigo y amante de su gran historia, como a Philip, el hombre que había acudido para salvarla. Allí permaneció, en la atmósfera de los días pasados, en la misma habitación donde conociera tantos sufrimientos...esta habitación que, tres siglos antes, había conducido, mediante un pasillo, hacia el ala de la casa donde ahora crecían las hayas de hojas negras.
Se apretó más contra mí y pasó sus delgados y desnudos brazos alrededor de mi cuello, mirándome fijamente a los ojos con una mirada escudriñadora.
—Recuerda lo que sucedió aquí —dije resueltamente—. Recuerda y dímelo.
Sus cejas se contrajeron ligeramente, como si estuviera haciendo un esfuerzo y, mirando después por encima de su hombro hacia el extremo más alejado de la habitación, allí donde comenzaba el pasillo en otros tiempos, susurró:
—Duele un poco, pero estoy... estoy en tus brazos, querido Philip, y tú me sacarás de aquí, ya sabes...
—Yo te protejo y no corres ningún peligro, pequeña —le dije—. Puedes recordar y hablar sin que te duela. Dímelo.
La sugerencia, desde luego, actuó instantáneamente, pues su rostro se tranquilizó y lanzó un gran suspiro de alivio. De vez en cuando, yo hacía oscilar la vela delante de su rostro para mantenerla en estado hipnótico.
Después, ella habló en voz baja y clara y sus palabras se introducían en mí como una espada, buscando mis partes más profundas. Me dio la impresión de estar sangrando interiormente. Podría haber jurado que habló de cosas ya sabidas, como si yo también las hubiera vivido.
—Esta fue la última vez que te vi —dijo—. Esta era la habitación a la que viniste a buscarme para llevarme lejos de aquí, hacia la felicidad y la seguridad, a salvo de... él —y ya no fueron ni la voz ni las palabras de una niña cuando diio—: Y aquí fue adonde viniste aquella noche de viento y nieve. Penetraste por esa ventana —y señaló la profunda ventana con alféizar situada detrás de nosotros—. ¿No puedes escuchar la tormenta? ¡Cómo aulla y grita! Y el rugido del oleaje en la playa, allá abajo... Dejaste los caballos fuera, los rápidos caballos que iban a llevarnos hacia el mar, para alejarnos desde allí de todas sus crueldades, y entonces...
Dudó un momento y buscó las palabras o los recuerdos; su rostro se oscureció entonces, con una expresión de dolor y odio.
—Cuéntame el resto —ordené—, pero olvida todo tu propio dolor.
Y ella me miró, sonriendo, con una expresión de increíble ternura y confianza, mientras yo apretaba aquella figura frágil contra mí.
—¿Recuerdas, Philip? —siguió diciendo—. Sabes perfectamente bien cómo fue todo, y cómo él y sus hombres se abalanzaron sobre ti en el instante en que entraste, y cómo forcejeaste y me llamaste, y escuchaste mi respuesta...
—Muy lejos... allá afuera... —la interrumpí rápidamente, ayudándola a refrescar su memoria, partiendo de mis propios recuerdos, profundamente inmersos en un corazón que parecía arder y abrir una cicatriz—. ¡Tú me contestaste desde el prado!
—Creías que era desde el prado, pero, en realidad, era allí... desde allí —y señaló hacia un lado de la habitación, a mi derecha.
Se estremeció terriblemente y su voz disminuyó de volumen de forma extraña, como si procediera de cierta distancia... casi amortiguada.
—¿Allí? —pregunté con un estremecimiento que puso hielo y fuego mezclados en mi sangre.
—En la pared —susurró ella—. Alguien nos había traicionado y él sabía que tú ibas a venir. Me emparedó viva allí, y sólo dejó dos pequeños agujeros para mis ojos, de modo que pudiera ver. Tú escuchaste mi voz llamándote a través de aquellos agujeros, pero nunca supiste dónde estaba. Y entonces...
Sus rodillas se doblaron y tuve que sostenerla. Miró de repente, con la tortura reflejada en los ojos, por la habitación... hacia el ala antigua de la casa.
—No le dejarás que se acerque, ¿verdad? —rogó suplicante y en su voz se percibía la angustia de la muerte—. Creo que le he oído. ¿No son ésos sus pasos en el pasillo?
Escuchó, llena de temor, tratando con sus ojos de atravesar la pared y ver más allá de ella, hacía el prado.
—No viene nadie, querida —dije, con convicción y autoridad—. Dímelo todo. Dime todo lo que sepas.
—Yo lo vi todo porque no podía cerrar los ojos —siguió diciendo—. Había un cinturón de hierro alrededor de mi cintura, sujetándome firmemente... un cinturón de hierro del que nunca pude librarme. El polvo se introdujo en mi boca... mordí los ladrillos. Mi lengua estaba desgarrada, sangrante, pero antes de que pusieran las dos últimas piedras para acabar de sofocarme, les vi... cortarte las dos manos, de modo que nunca pudieras salvarme... nunca pudieras permitirme salir de allí.
Se apartó sin advertencia alguna de mi lado y echó a correr hacia la pared, aporreando la pared con sus manos y gritando en voz muy alta:
—¡Oh, pobre, pobre! Sé lo terrible que fue. Recuerdo... cuando estaba en ti y tú me llevabas a mí... ¡Oh, pobre, pobre cuerpo! Ese trueno del último ladrillo, cuando lo colocaron casi contra mi boca, y la banda de hierro que me cortaba la cintura, y el ahogo, y el hambre y la sed.
—¿A quién le estás hablando ahí dentro? —pregunté tenso, conteniendo las lágrimas.
—Al cuerpo en el que estaba... el cuerpo que él emparedó... mi cuerpo... ¡mi propio cuerpo!
Volvió a echar a correr, regresando a mi lado. Pero antes de que mi hermana lanzara aquel «grito de madre» que penetró en la profunda consciencia de la niña, peturbando sus recuerdos le había dado la orden, con todas mis fuerzas, de «olvidar» el dolor. Y sólo aquellos pocos que están familiarizados con los cambios instantáneos de la emoción que pueden ser producidos por una orden en estado hipnótico, comprenderán que Aileen regresó a mí después de aquel instante de haber estado «hablando dentro de la pared», con la risa en los labios y en sus ojos.
La pequeña silueta blanca, con la cascada de pelo negro cayéndole sobre el camisón, se arrojó entre mis brazos.
—Pero te he salvado —grité—. Nunca fuiste realmente emparedada. Te he sacado de ahí y te he llevado lejos de él, viajando por el mar, y después siempre fuimos felices, como la gente de los cuentos que terminan bien.
Introduje las palabras en ella con mi máxima fuerza e, inevitablemente, ella las aceptó como si fueran la única verdad, pues se colgó de mí, con su rostro infantil lleno de amor y risas, desaparecido ya el horror, alejado el dolor. El cambio se produjo con una inmediatez caleidoscópica.
—Así es que, después de todo, nunca consiguieron cortarte las manos —dijo, con una actitud vacilante.
—¡Mira! ¿Cómo podrían haberlo hecho? ¡Aquí están! —y primero se las mostré y después las apreté contra sus pequeñas mejillas, elevando su boca hacia mí para besarla—. Siguen siendo lo bastante grandes y fuertes como para llevarte a la cama y acariciarte hasta que caiga en un sueño tan profundo que cuando te despiertes por la mañana te hayas olvidado ya de todo lo relacionado con tu oscura historia, de Philip, de lady Helen, del cinturón de hierro, de la muerte por hambre, de tu cruel y viejo esposo, y de todo lo demás. Te despertarás y te sentirás feliz y alegre, como cualquier otro niño...
—Si tú lo dices, desde luego, así será —me contestó, sonriendo y mirándome a los ojos.

Y fue precisamente entonces cuando se produjo aquel impacto abominable que casi hizo fracasar por completo todo mi experimento, pues llegó en forma de una fuerza negra que amenazó al principio con borrar todas mis «órdenes» y dejarlas sin efecto. Al parecer, mi nueva orden en el sentido de que debía olvidarlo todo aún no había sido completamente registrada en su ser; la región de consciencia profunda que construía la «historia» no se había hundido aún a una profundidad suficiente, no había traspasado el umbral. Así, aún estaba a merced de cualquier detalle de su antiguo sufrimiento que pudiera abrirse paso con la fuerza suficiente. Y fue precisamente un detalle así el que se entrometió. Aquel toque de abominación fue calculado con una genialidad realmente sobrehumana.
—¡Escucha! —gritó ella, y fue esa clase de grito susurrante que sólo puede producir el mayor de los escalofríos—. ¡Escucha! ¡Oigo sus pasos! ¡Está viniendo! ¡Oh, te dije que estaba viniendo! ¡Está en ese pasillo! —y señaló hacia un lugar de la habitación.
Al principio saltó de mis brazos, como si algo la hubiera quemado, y después, casi instantáneamente, volvió a buscar mi protección. En el intervalo de unos pocos segundos se precipitó hacia el centro de la habitación, se llevó una mano a la oreja para escuchar mejor, y después entornó los ojos, escudriñando el extremo más alejado de la pared. Se quedó mirando fijamente el mismo lugar en el que, en otros tiempos, comenzaba el pasillo que conducía hacia el ala desaparecida. La ventana que mi tío-abuelo había construido en la pared ocupaba ahora el lugar exacto donde se encontrara aquella abertura.
Entonces, y por primera vez, Theresa se adelantó precipitadamente y penetró en la habitación, arrojando la cera líquida de la vela sobre el suelo. Me agarró fuertemente de un brazo. Los tres nos quedamos allí... escuchando... escuchando aparentemente nada, a excepción del suspiro del aire marino alrededor de las paredes, mientras Aileen permanecía con los ojos escondidos en mi chaqueta. Yo permanecí erguido, tratando en vano de captar el nuevo sonido. Recuerdo el rostro de color tiza de mi prima, con sus ojos saltones y la vela sostenida oblicuamente.
Entonces, de repente, elevó su mano y señaló por encima de mi hombro. Creí que se le iba a desprender la mandíbula de la cara. Y tanto ella como la niña hablaron en el mismo tono de voz, pronunciando las dos frases que elevaron la tensión de lo que estábamos viviendo hasta su punto máximo, en aquella silenciosa habitación.
Fueron como dos pistoletazos.
—¡Dios mío! ¡Hay un rostro, mirándonos...! —escuché la voz de mi prima, sobresaltada y seca.
Y, en el mismo instante, la de Aileen:
—¡Oh, oh! ¡Nos ha visto!... ¡Está aquí! ¡Mira!... ¡Volverá a cogerme!... ¡Escóndete las manos! ¡Esconde tus pobres manos!
Y, volviéndome hacia el lugar que mi prima miraba fijamente, vi con toda seguridad un rostro —aparentemente el rostro de un ser humano vivo—, apretado contra el cristal de la ventana, enmarcado por dos manos, como si estuviera tratando de distinguirnos en la semioscuridad de la habitación. Vi el rápido movimiento de los dos ojos en el instante en que la débil luz de la vela cayó sobre ellos, y hasta capté fugazmente los hombros inclinados que surgían desde atrás, cuando su propietario, que permanecía fuera, sobre el prado, se inclinó un poco más para ver mejor. Y aunque la aparición se apartó instantáneamente, reconocí en ella, sin el menor género de dudas, el semblante oscuro y siniestro del mayordomo. Su respiración aún empañaba de vaho el cristal de la ventana.
Sin embargo, lo más extraño de todo fue que Aileen, retorciéndose violentamente para ocultarse entre los escasos pliegues de mi chaqueta, no pudo haber visto lo que vimos nosotros, puesto que su rostro permaneció durante todo el tiempo de espaldas a la ventana, y por la forma en que la sostuve, no pudo haber permanecido ni un solo instante en posición adecuada para ver. Todo aquello sucedió a sus espaldas... Un momento después, con sus ojos todavía pegados a mi chaqueta, la llevaba rápidamente en mis brazos a través del salón, subía con ella la escalera principal y me dirigía hacia su dormitorio.
Naturalmente, mi mayor dificultad con ella consistió en mantenerla entre los dos estados de sueño y de consciencia, pues una vez que la metí en la cama y la volví a sumir en un trance profundo, fue relativamente fácil controlar su más ligero pensamiento o emoción. Al cabo de diez minutos estaba durmiendo pacíficamente, con su pequeño rostro relajado, alejada ya toda la ansiedad del terror, y con mi imperiosa orden sonando de un extremo a otro de su consciencia en el sentido de que cuando se levantara a la mañana siguiente, todo debería ser olvidado. Finalmente, iba a olvidar... absoluta y completamente.
Desde luego, cuando después me dirigí lleno de odio y rabia a la habitación del mayordomo, en el lado de la casa ocupado por los sirvientes, éste tenía una explicación perfectamente plausible. Estaba a punto de marcharse a la cama, dijo, cuando el ruido despertó sus sospechas y, sintiéndose impulsado por su deber, dio una vuelta por los alrededores de la casa, pensando en poder descubrir a los ladrones...

Con el salario de un mes en el bolsillo y un considerable grado de estupor en su alma —probablemente, porque el hombre no era culpable de nada peor que haber aterrorizado involuntariamente a una niña—, el mayordomo regresó a Londres al día siguiente. Y unas pocas horas más tarde, yo mismo viajaba sobre las olas azules del mar del Norte, acompañado por Aileen y por el viejo Kempster, llevando a la niña, por muy curioso que parezca, hacia la libertad y la felicidad de la misma forma en que su «imaginación» había visualizado su huida en la «historia» de hacía tanto tiempo, cuando ella no era más que lady Helen, mantenida en esclavitud por un esposo cruel, y yo no era más que Philip, su devoto amante.
Sólo que, en esta ocasión, su felicidad fue larga y completa. La sugestión hipnótica había eliminado de su mente el último vestigio de sus terribles recuerdos; su rostro estaba lleno de alegres sonrisas; la alegría que disfrutó en su viaje y en la semana que pasamos en Amberes no se vio entorpecida absolutamente por ningún nubarrón. Jugó y rió con todo el resplandor de una niña sin obsesiones, y su imaginación quedó curada y libre de aquellas visiones.
Cuando regresamos, su madre ya había trasladado de nuevo el hogar a la primera mansión de la familia. Allí llevé a la niña completamente curada y allí estaba mi prima. Yo cogí los antiguos archivos familiares y verifiqué ciertos detalles sobre la historia de Lorne, aquel antepasado malvado y semifabuloso, cuyo retrato colgaba en el rincón más oscuro de las escaleras. Siempre había entendido que su vida fue malvada hasta rebosar, pero ni yo ni Theresa sabíamos —o al menos no lo habíamos recordado conscientemente— que se había casado dos veces y que su primera esposa, lady Helen, había desaparecido misteriosamente, y que sir Philip Lansing, un caballero de las cercanías, del que se suponía que fue el amante de la esposa, emigró poco después a Francia, dejando que se arruinaran sus tierras y sus propiedades.
Pero aún hice otro descubrimiento, que guardé celosamente para mí y que tenía que ver con aquella «habitación de terror» de la vieja casa de Norfolk, donde, bajo el pretexto de una renovación necesaria, hice remover las piedras y en el mismo lugar que Aileen solía aporrear con sus manos, pegando puñetazos contra los ladrillos y «hablando en la pared», los obreros, bajo mi supervisión directa, pusieron al descubierto el esqueleto de una mujer, sujeta al granito por medio de un estrecho cinturón de hierro que le rodeaba toda la cintura... el esqueleto de alguna desgraciada que había sido emparedada viva y había visto acercarse la muerte de la mano de los agudos dolores provocados por el hambre, la sed y la falta de aire... varios siglos atrás.


a. b.

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