lunes, 26 de mayo de 2014

Una Soledad Demasiado Ruidosa..

      Bohumil Hrabal
  
1


Hace treinta y cinco años que trabajo con papel viejo y ésta es mi love story. Hace treinta y cinco años que prenso libros y papel viejo, treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de parecer una enciclopedia, una más entre las muchas de las cuales, durante todo este tiempo, habré comprimido alrededor de treinta toneladas, soy una jarra llena de agua viva y agua muerta, basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo, y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos. Por regla general, prenso unas dos toneladas por mes, y para tener fuerzas para este bendito trabajo, durante treinta y cinco años he bebido tanta cerveza que con ella se podría llenar una piscina olímpica o una buena cantidad de viveros de carpas navideñas. De esta manera, a pesar de mí mismo, me he vuelto sabio y ahora me doy cuenta de que mi cerebro es un fajo de pensamientos prensados en la prensa mecánica, mi cabeza calva es la nuez de Cenicienta, y sé bien que los tiempos en los que el pensamiento estaba inscrito en la memoria humana tenían que ser mucho más hermosos; si en aquel tiempo alguien hubiese querido prensar libros, tendría que haber prensado cabezas humanas, pero tampoco eso habría servido para nada, porque los verdaderos pensamientos provienen del exterior, van junto al hombre como su fiambrera de fideos y por eso todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo. Me compré una pequeña calculadora, una de esas multiplicadoras extractoras de raíces, una máquina menuda, no más grande que una cartera, y cuando reuní el valor necesario para abrir la parte de atrás con un destornillador, tuve un sobresalto de alegría porque dentro encontré una minúscula placa, no mayor que un sello, no más gruesa que diez hojas de un libro, y aparte de eso sólo aire, aire cargado de variaciones matemáticas. Lo mismo pasa cuando penetro con los ojos un buen libro, cuando despojo el texto de palabras impresas; entonces tampoco queda nada más que pensamientos irracionales que planean en el aire, que yacen en el aire, que se alimentan del aire, de la misma manera que la sangre está y al mismo tiempo no está en la sagrada forma. Hace treinta y cinco años que me dedico a envolver libros y papel viejo, vivo en un país que sabe leer y escribir desde quince generaciones atrás, vivo en un antiguo reino donde siempre ha persistido la costumbre y la obsesión de atiborrarse pacientemente la cabeza con ideas e imágenes que aportan un goce indescriptible y un dolor más grande aún, vivo envuelto entre personas dispuestas a dar incluso la vida por un paquete de ideas bien prensadas. Y ahora todo eso se repite en mis entrañas, hace treinta y cinco años que pulso los botones verde y rojo de mi prensa, y treinta y cinco años que bebo jarras enteras de cerveza, no para emborracharme, los borrachos me horrorizan, sino para poder reflexionar mejor, para penetrar hasta el corazón mismo de los textos, porque no leo para divertirme, ni para pasar el rato, ni para conciliar el sueño; yo, que vivo en un país donde la gente sabe leer y escribir desde quince generaciones atrás, bebo para que el texto me despierte, para que la lectura me produzca escalofríos, y es que comparto la opinión de Hegel de que una persona noble no es necesariamente un aristócrata, ni un criminal un asesino. Si supiera escribir, haría un libro sobre la mayor suerte y la mayor desgracia de los hombres. Los libros me han enseñado, y de ellos he aprendido que el cielo no es humano en absoluto y que un hombre que piensa tampoco lo es, no porque no quiera sino porque va contra el sentido común. Bajo mis manos y en mi prensa expiran libros preciosos y yo no puedo detener ese flujo. No soy sino un tierno carnicero. Los libros me han enseñado el placer y la voluptuosidad de la devastación, soy feliz cuando diluvia, me encantan los equipos de demolición, paso horas y horas de pie mirando cómo los dinamiteros hacen saltar por los aires manzanas enteras, calles enteras, como si hinchasen neumáticos gigantes, devoro con los ojos el primer segundo, cuando se levantan los ladrillos y las piedras y las vigas y un momento después las casas caen suavemente como vestidos desabrochados que se deslizasen por el cuerpo, como un transatlántico que se sumergiese en el mar tras la explosión de las calderas. Me quedo inmerso en una nube de polvo y en la música del crujido y pienso en mi trabajo y en el hondo subsuelo donde se halla mi prensa con la que llevo trabajando treinta y cinco años, a la luz de las bombillas eléctricas y oyendo el pisoteo en el patio por encima de mi cabeza, el ruido de los cuernos de la abundancia que vierten sus tesoros desde el cielo, el contenido de sacos y cajas de madera y de cartón, vaciado a través de un agujero en medio del patio que da a mi subsuelo, papel viejo, flores marchitas de las floristerías, papel de empaquetar de los grandes almacenes, programas viejos y billetes y envoltorios de helados, grandes hojas manchadas de pintura, montones de papel chorreando sangre de las carnicerías, recortes de película de los laboratorios fotográficos, el contenido de las papeleras de los despachos, mezclado con cintas usadas de máquinas de escribir, ramos de flores que celebraron el cumpleaños o la onomástica, a veces una bala de periódicos con un adoquín en el interior, que alguien habrá metido allí para que el papel pesara más, o cuchillos y tijeras, martillos y alicates, tajaderas de carnicero y tazas con manchas negras de café seco, mustios ramos de novia y coronas fúnebres de plástico de colorines. Hace treinta y cinco años que aplasto todas esas cosas en una prensa, tres veces por semana los camiones se llevan mis balas a la estación, las meten en los vagones y se las llevan a las fábricas de papel donde los obreros cortan los alambres que las atan y sumergen el resultado de mi trabajo en álcalis y ácidos, suficientemente fuertes para disolver incluso las hojas de afeitar que cada dos por tres me cortan las manos. Pero, al igual que en las aguas sucias y turbias de un río en el desagüe de una fábrica, resplandece de vez en cuando un pez magnífico, en el río de papel viejo también brilla a veces el lomo de un libro precioso; deslumbrado, miro un rato hacia otra parte antes de cogerlo, lo seco con el delantal, lo abro y huelo el texto, y sólo después fijo los ojos en la primera frase y la leo como si fuera una predicción homérica; entonces guardo el libro entre otros bellos hallazgos en una caja tapizada de estampas que alguien volcó en mi sótano por equivocación junto con varios libros de oraciones. Mi misa, mi ritual consiste no sólo en leer estos libros, sino en meter alguno en cada paquete que preparo, y es que tengo la necesidad de embellecer cada paquete, de darle mi carácter, mi firma. Éste es mi calvario: para que cada paquete sea diferente, debo prolongar mi jornada laboral, acabar dos horas más tarde y llegar al trabajo dos horas antes, trabajar a veces incluso los sábados para poder liquidar el inacabable montón de papel viejo. El mes pasado tiraron a mi subterráneo seiscientos kilos de reproducciones de maestros célebres, seiscientos kilos empapados de Rembrandt y Hals, de Monet y Manet, de Klimt y Cézanne, y demás campeones de la pintura europea, de modo que ahora embellezco cada una de mis balas con reproducciones y, al anochecer, mientras mis balas esperan en fila india delante del montacargas, me deleito contemplando aquella belleza, aquellos paquetes adornados con Ronda de noche, Saskia, El desayuno sobre la hierba, La casa del colgado o el Guernica. Y sólo yo sé que en el corazón de cada paquete descansa, abierto, aquí Fausto, allí Don Carlos, aquí, entre cartones sangrientos, Hyperion, allí, en una bala llena de sacos de cemento, Así habló Zaratustra. Sólo yo sé cuál de esos paquetes sirve de sepulcro a Goethe y a Schiller, cuál a Hölderlin y a Nietzsche. Yo soy al mismo tiempo el artista y el único espectador, y por eso cada día termino rendido y muerto de cansancio, agotado y trastornado y, para moderar y disminuir ese terrible desgaste de mí mismo, me tomo una jarra de cerveza tras otra y por el camino hacia la taberna Husensky tengo tiempo suficiente para meditar y soñar con el aspecto, con la belleza de mi próxima bala de papel.
Esas cantidades de cerveza las bebo para ver mejor lo que ha de venir, porque con cada bala doy sepultura a una preciosa reliquia, al ataúd de un niño cubierto de flores marchitas, con orla de aluminio y cabello de ángel; preparo un nido pequeño y acogedor para los libros que han aparecido en mi cueva de forma tan insólita como yo mismo. Por eso no tengo nunca el trabajo terminado, por eso el papel viejo se amontona en el patio hasta el techo, por eso se alza desde mi sótano hasta el techo del patio. Por eso el jefe a veces pincha aquella papelería con un garfio y me chilla a través del agujero, con la cara morada de rabia… Eh, Haňt’a, ¿qué haces? ¡Por Dios, deja los libros y date prisa! ¡El patio está lleno a rebosar hasta el techo y tu estás en la luna, vago! Y yo, al pie de la montaña, me encojo como Adán entre los matorrales, con un libro en la mano abro mis atemorizados ojos a un mundo extraño, distinto de aquel en el que me hallaba hace apenas un instante porque yo, cuando me sumerjo en la lectura, estoy en otra parte, dentro del texto, me despierto sorprendido y reconozco con culpa que efectivamente vuelvo de un sueño, del más bello de los mundos, del corazón mismo de la verdad. Diez veces al día me maravilla haberme alejado tanto de mí mismo. Así, extranjero y ajeno, cada anochecer me dirijo a mi casa, en silencio voy por las calles inmerso en una profunda meditación, paso de largo tranvías y coches y peatones, perdido en una nube de libros que acabo de encontrar en mi trabajo y que me llevo a casa en la cartera, así, soñando, cruzo en verde sin percatarme de ello, sin topar con los postes ni con la gente, camino, apestando a cerveza y a suciedad, pero sonrío porque tengo la cartera llena de libros de los cuales espero que por la noche me expliquen algo sobre mí mismo, algo que todavía desconozco. Camino entre el bullicio de la calle sin cruzar en rojo, yo puedo andar sin ser consciente, medio adormilado, en el umbral de la conciencia, en una especie de inspiración subterránea, la imagen de cada una de las balas que he comprimido ese día se va apagando suavemente, tiernamente, dentro de mí, tengo la sensación física de ser, yo también, un paquete de libros prensados, de que en mi interior arde una pequeña llama como la de un calentador o de una nevera de gas, una lucecita que nunca se apaga, un fuego que alimento diariamente con el aceite de los pensamientos, de las ideas que a pesar de mí mismo leo en los libros mientras trabajo y que ahora me llevo a casa en la cartera. Ando como una casa en llamas, como una granja ardiendo, la luz de la vida se alza del fuego y el fuego surge de la madera que muere, el hostil desconsuelo resta en el corazón de las cenizas y yo hace treinta y cinco años que prenso papel viejo, quedan cinco años para que me jubile, mi máquina se jubilará conmigo, no la abandonaré, estoy ahorrando, he abierto una libreta de ahorros para poder jubilarme con ella, para comprarla a la empresa, para llevármela a casa, colocarla en el jardín de mi tío, entre los árboles; entonces, allí en el jardín cada día haré una bala, una sola, pero ¡qué bala!, una bala elevada al cuadrado, una bala como una escultura, una obra de arte, depositare en ella todas mis ilusiones de juventud, todo lo que sé, todo lo que he aprendido a lo largo de estos treinta y cinco años de trabajo, haré mi obra maestra una vez jubilado, sólo trabajaré en los momentos de inspiración, un solo paquete al día de las tres toneladas de libros que tengo en casa, será un paquete del que nunca habré de avergonzarme, un paquete soñado, premeditado; y también, junto con los libros, echaré en la prensa serpentinas y confeti, será la creación de la belleza, cada día un paquete nuevo y al cabo de un año organizaré en ese mismo jardín una exposición de paquetes en la cual, bajo mi vigilancia, cada visitante podrá crear su propia bala: al pulsar el botón verde, cuando el cilindro de la prensa avanza para aplastar con una fuerza increíble el papel viejo adornado con libros y flores y residuos que cada cual habrá traído consigo, el espectador sensible experimentará la sensación de ser él mismo quien es comprimido en mi prensa mecánica. Finalmente llego a la penumbra de mi casa, me siento en una banqueta, la cabeza se me cae y acabo dormitando con los labios húmedos sobre las rodillas. A veces me quedo dormido, encogido de ese modo, hasta medianoche y, al despertarme, levanto la cabeza y me doy cuenta de que tengo el pantalón empapado en la rodilla, es la saliva de haber dormido acurrucado como un gatito en invierno, como la madera de un balancín, y es que yo puedo permitirme el lujo de abandonarme porque nunca estoy abandonado, estoy solo para poder vivir en una soledad poblada de pensamientos, porque yo soy un poco el Don Quijote del infinito y de la eternidad, y el Infinito y la Eternidad sienten predilección por la gente como yo.




2

Hace treinta y cinco años que prenso papel viejo y durante todo este tiempo han echado a mi sótano tantos libros exquisitos que, si tuviese tres granjas, las llenaría todas con ellos. Al terminarse la segunda guerra mundial, alguien volcó a los pies de mi prensa un cesto lleno de libros; cuando me repuse, abrí una de aquellas joyas: llevaba el sello de la Biblioteca Real de Prusia; y cuando al día siguiente en mi subsuelo no paraban de caer libros de valor, encuadernados en piel y con el lomo y el título estampados en oro que brillaba en el aire mientras caían, eché a correr por la escalera arriba donde vi dos chicos; pinchándoles un poco les hice cantar que cerca de Strašecí, entre la paja de una granja, había tantos libros que a uno le parecía ver visiones. Fui a ver al bibliotecario del ejército, juntos nos dirigimos a Strašecí y allí, en medio de los campos, encontramos no una sino tres granjas repletas de libros de la Biblioteca Real de Prusia; pasada la primera euforia, discutimos el asunto y después durante todo el día una caravana de coches militares se llevaron aquellos libros a Praga, a una sección del Ministerio de Asuntos Exteriores para, cuando los tiempos fuesen menos agitados, poder devolverlos a su lugar de origen; pero alguien debió delatar aquel escondrijo, la Biblioteca Real de Prusia fue declarada botín de guerra y los camiones llevaron aquellos libros encuadernados en piel y con lomo y título dorados a la estación del ferrocarril, una vez allí, los libros fueron cargados en vagones abiertos, empezó a caer un chaparrón que se transformó en un diluvio y los vagones cargados de libros se quedaron al aire libre; llovió a cántaros toda una semana, y cuando el último camión trajo los últimos libros, a pesar del diluvio, el tren se puso en marcha y de los vagones abiertos goteaba agua dorada mezclada con hollín y tinta de imprenta; yo, apoyado en un farol, no podía creer lo que veía, cuando el último vagón desapareció en medio de la tromba de agua, la lluvia se mezclaba sobre mis mejillas con las lágrimas y cuando salí de la estación, al ver a un policía uniformado, le alargué las manos cruzadas suplicándole sinceramente que me pusiera las esposas, las manillas, los grilletes, como dicen en mi barrio de Liben, que me detuviese porque acababa de cometer un crimen, un crimen contra la humanidad. En la comisaría se dieron una panzada de reír y al final me amenazaron con meterme en la cárcel. Pero con los años me acabé acostumbrando, cargaba bibliotecas enteras de libros que no tenían precio, encuadernados en piel y en marroquí, provenientes de castillos y palacios, llenaba con ellos vagones enteros y cuando tenía treinta vagones cargados, el tren se llevaba aquellos tesoros hacia Suiza y hacia Austria, a corona el kilo, y a nadie le parecía extraño, nadie lloraba, yo tampoco, me limitaba a acompañar el último vagón con la mirada, sonriendo, el último vagón del tren que llevaba magníficas bibliotecas a Suiza y Austria, a corona el kilo. Empecé a encontrar en mí la fuerza necesaria para afrontar la desgracia con sangre fría, para disimular mi emoción, empecé a darme cuenta de que la devastación y la catástrofe son un espectáculo de una belleza exquisita, cargaba más y más vagones y más y más trenes que salían de la estación en dirección a occidente, a corona el kilo; apoyado en un poste seguía con la mirada el farolillo rojo que colgaba del último vagón, y me parecía a Leonardo da Vinci que, apoyado en una columna, miraba cómo los soldados franceses elegían su estatua ecuestre como blanco de sus disparos y la destruían y desmenuzaban, y, como yo ahora, también Leonardo se quedó observando atentamente y con satisfacción aquel espectáculo espantoso, y es que Leonardo sabía, ya en aquellos tiempos, que el cielo no es humano y que el hombre que piensa tampoco lo es. Fue en aquella época cuando me comunicaron que mi madre estaba gravemente enferma, de modo que monté en mi bicicleta y me dirigí a casa; tenía sed y bajé corriendo a la bodega para beber leche cuajada fresca; tomé el recipiente frío del suelo húmedo y agarrándolo con las dos manos, bebía ávidamente, cuando de golpe vi delante de mis ojos otros dos ojos que flotaban en la superficie, pero tenía tanta sed que continué bebiendo hasta que aquellos ojos se acercaron peligrosamente a los míos, parecían los dos faros de una locomotora que sale de un túnel de noche, luego los dos ojos desaparecieron justo en el momento en que algo vivo se me metió en la boca, y tirando por una de sus patas saqué una rana que se agitaba, la tiré al jardín y después volví a la bodega para acabarme la leche tranquilamente, como Leonardo da Vinci. Cuando murió mi madre, lloré por dentro, pero por fuera tenía los ojos secos. Al salir del crematorio vi que el humo trepaba por la chimenea hacia el firmamento, era mi madre que subía al cielo, y yo, que ya hacía diez años que trabajaba en mi cueva con papel viejo, bajé a la cueva del crematorio y me presenté diciendo que yo hacía aquel mismo trabajo, sólo que en vez de cadáveres humanos liquidaba cadáveres de libros, me quedé allí hasta que se acabó la ceremonia, vi cómo quemaban cuatro cadáveres al mismo tiempo, mi madre era la tercera, sin parpadear miraba de hito en hito el último elemento humano, a un empleado que separaba los huesos de las cenizas y los molía en un molinillo manual, así trituró también a mi madre, luego depositó los últimos restos suyos en una lata y yo sólo miraba, con los ojos fuera de las órbitas, como cuando veía alejarse los trenes que llevaban espléndidas bibliotecas hacia Suiza y Austria, a corona el kilo. Me venían a la memoria fragmentos de poemas de Sandburg que dicen algo así como que del hombre, al final, apenas queda nada más que el fósforo suficiente para una caja de cerillas, y el hierro suficiente para forjar un clavo donde colgarse. Al cabo de un mes recibí la urna con las cenizas de mi madre, la llevé a casa de mi tío y al entrar en su jardín, él exclamó a grito pelado… Hermanita mía, ¡ayayay!, qué manera de volver… Le pasé la urna y mi tío la sopesó… No es que haga mucho bulto, la pobrecita, ella que en vida pesaba setenta y cinco kilos… Después de pesar la urna en una balanza se sentó para hacer los cálculos y llegó a la conclusión de que faltaban cincuenta gramos de mi madre. Y colocó la urna en lo alto del armario; un día de verano, mientras binaba los nabos, se le pasó por la cabeza que a su hermana, a mi madre, le encantaban los nabos, de modo que cogió la urna, la abrió con un abrelatas y esparció las cenizas de mi madre sobre los nabos que más tarde nos zampamos. En aquella época, cada vez que la prensa tintineaba ¡riiing! y con la fuerza de veinte atmósferas aplastaba montañas de libros valiosos, no podía dejar de oír el crujido de los huesos humanos cuando son machacados, como si en el molinillo manual de mi prensa fueran triturados los cráneos y los huesos de los clásicos, como dice la frase del Talmud… Somos como aceitunas, cuando nos chafan sacamos nuestro mejor jugo. Una vez prensados, ato cada bala con alambres, los libros prensados se esfuerzan en romper sus cadenas, pero los alambres son más fuertes, cada paquete me recuerda uno de aquellos forzudos de feria: venga llenarse los pulmones de aire y más aire, hasta que al final la cadena se rompe: pero mi bala está firmemente abrazada por los alambres, todo en ella está en calma, como en la urna de las cenizas, y yo la llevo junto a sus hermanas vencidas, y le doy la vuelta para devorar con los ojos las reproducciones que la adornan.
Esta semana descubrí un centenar de cuadros de Rembrandt van Rijn, cien reproducciones del retrato del viejo artista de cara esponjosa, la imagen de un hombre a quien el arte y la ebriedad llevaron hasta el umbral mismo de la eternidad, y veo que el pomo gira y que, al otro lado, un desconocido abre esa última puerta. También mi rostro ha ido adquiriendo ese aspecto de hojaldre enmohecido, de pared húmeda y mellada, la misma sonrisa necia, y es que yo también he empezado a mirar el mundo y los acontecimientos humanos desde el otro lado. Hoy, pues, cada bala está adornada con el retrato del anciano Rembrandt van Rijn; lleno las fauces de mi máquina con papel viejo y con libros abiertos, hoy por primera vez me he dado cuenta de que ya no hago caso de los ratoncitos que tiro a la máquina, nidos enteros, familias enteras de ratoncitos que prenso, ratoncitos ciegos protegidos por su madre que salta dentro de la prensa para acompañar a sus pequeños, que se queda allí y comparte el destino del papel viejo y de los clásicos. Nadie creería cuántos ratoncitos hay en un sótano, tal vez doscientos, tal vez quinientos, son unos bichitos amistosos y casi ciegos que tienen una cosa en común conmigo: se alimentan de letras, preferentemente de Goethe y de Schiller encuadernados en marroquí. Mi subsuelo está siempre lleno de criaturas que guiñan el ojo y que roen libros, juguetonas como gatitos: trepan sobre la máquina y se persiguen y, cuando pulso el botón verde y el cilindro las arrastra irremediablemente hacia un callejón sin salida, cuando sus chillidos se van apagando, sus hermanos se ponen serios de golpe, se incorporan sobre sus patitas traseras y aguzan el oído: ¡qué ruido más extraño!; pero los ratoncitos pierden la memoria tan pronto ha transcurrido el instante presente, y en seguida vuelven a jugar, ansiosos de roer más y más páginas de libros, cuanto más antiguos más sabrosos, como un queso curado en su punto o un vino rancio. Mi vida va ligada a esos ratoncitos; cada atardecer rocío todo el papelorio, con diligencia convierto mi sótano en una piscina, de modo que los ratoncitos quedan completamente empapados, y por más fuerte que sea el chorro de agua, continúan tan campantes y viva la Virgen, todo el día esperan con ilusión aquel baño tras el cual los veo lamiéndose y calentándose en sus pequeños escondrijos de papel. A veces los ratoncitos hacen de las suyas; sucede cuando salgo para ir a la cervecería, completamente perdido en mis pensamientos, incluso ante la barra de la cervecería sigo en la luna: y he aquí que a la hora de pagar, cuando con aire ausente desabrocho mi abrigo, de repente salta un ratoncito sobre la barra, o un par de ellos salen corriendo de mi pantalón; entonces es como si las camareras se volviesen locas, saltan encima de las sillas, se tapan los oídos y chillan con las caras vueltas hacia el techo como lunáticas. Yo me limito a sonreír y a hacer un gesto con la mano como si quisiera decir que no hay para tanto y me voy, soñando con la imagen de mi próxima bala. Hace treinta y cinco años que hago paquetes de vieja papelería, tachando los años, los meses y los días que faltan para que me jubile, para que nos jubilemos mi prensa y yo, cada anochecer me traigo libros en la cartera, y mi piso, en una segunda planta, en un barrio de las afueras de Praga, está lleno a reventar de libros y más libros, el sótano y el cobertizo se han quedado pequeños, he llenado la cocina, la despensa e incluso el water, únicamente he dejado caminos libres hacia la ventana y hacia la estufa, en el water apenas me queda el espacio justo para poder sentarme, porque encima de la taza, a un metro y medio de altura, ya empiezan las estanterías llenas de libros, que llegan hasta el techo, quinientos kilos de libros, bastaría un gesto imprudente a la hora de sentarme para que media tonelada de libros se deslizase, se derrumbase y me aplastase con el pantalón en los tobillos. En el water no cabe ni un libro más, y por eso hice colocar más estanterías entre las dos camas que hay en la habitación; así he creado una especie de baldaquín, de dosel para la cama, y encima de ella, hasta el techo, se erigen cantidades enormes de libros, dos toneladas de libros que he ido amontonado allí durante estos treinta y cinco años y, cuando duermo, las dos toneladas de libros pesan sobre mis sueños como una inmensa pesadilla; a veces cuando me giro imprudentemente o grito en sueños y hago un movimiento brusco, me asusto y con horror presto oídos para saber si los libros se están desmoronando, tengo la impresión de que basta un leve roce de mi rodilla o un grito para que se precipite sobre mí, como un alud, toda aquella montaña que hay encima del baldaquín, para que sobre mí se vierta aquel cuerno de la abundancia repleto de libros y me aplaste como a una chinche; algunas veces pienso que los libros conspiran contra mí, que me preparan un justo castigo por prensar diariamente centenares de ratoncitos inocentes; quien mal anda mal acaba. Estoy echado de cara arriba bajo el baldaquín que soporta centenares de kilómetros de texto, he bebido cerveza y estoy en las Batuecas, recuerdo con horror algunas cosas terriblemente desagradables, como por ejemplo lo que le ocurrió a nuestro guardabosques, que pescó una marta en la manga vuelta del revés, y en vez de matarla sin más y con toda justicia, por haberse comido los pollos, cogió un clavo, lo clavó en la cabeza de la bestezuela y la soltó y la marta gemía y corrió por el patio hasta morir, y, justo al cabo de un año, una descarga eléctrica mató al hijo del guardabosque, que trabajaba con una mezcladora de hormigón; ayer me calenté los cascos con la historia de aquel cazador que delante de nuestra puerta tropezó con un erizo acurrucado y, para no gastar balas, hundió el extremo afilado de su bastón en la panza del animalillo; a partir de aquel día se hartó de liquidar erizos de ese modo hasta que un buen día cogió un cáncer de hígado y estuvo agonizando durante tres meses; un tumor en el vientre y el horror en la cabeza… Estas imágenes me ponen los pelos de punta, y pensar que los libros encima de mí confabulan su venganza me pone la carne de gallina, así que prefiero dormitar sobre una banqueta junto a la ventana, asustado por la visión de los libros que primero me chafarían en la cama y luego, agujereando el suelo, traspasarían el piso para hundirse en la planta baja y en el sótano, como un ascensor. Y me doy cuenta de que no hay forma de eludir el destino: si en el trabajo, a través del agujero del techo, caen sobre mí no sólo libros sino también botellas y tinteros y grapadoras, en casa son los libros encima de mi cabeza los que me muestran sus colmillos, los que me amenazan con matarme o, en el mejor de los casos, con herirme de gravedad. De esa manera vivo, con la espada de Damocles que yo mismo he atado al techo de mi dormitorio y del water y que me obliga, tanto en el trabajo como en casa, a beber cerveza, mi única defensa contra ese dulce descalabro. Una vez por semana voy a ver a mi tío: en su jardín busco un rincón apropiado para mi prensa, para cuando nos jubilemos juntos, ella y yo. La idea de ahorrar dinero para poder jubilarnos juntos no es mía. Se le ocurrió a mi tío, que durante cuarenta años trabajó de ferroviario, subiendo y bajando las barreras y encargándose de las agujas, durante cuarenta años el trabajo fue su único placer y su única ilusión, como lo es para mí, y cuando se jubiló, empezó a sentir añoranza de su trabajo, hasta que compró el cambio de agujas de una vieja estación fronteriza fuera de uso, construyó una garita en el jardín y allí lo colocó, sus compañeros maquinistas le compraron en la chatarra una pequeña locomotora que había servido para arrastrar vagones cargados de minerales de los altos hornos, una pequeña locomotora Ohrenstein y Koppel con los raíles y tres vagonetas, en el jardín, entre los viejos árboles, construyeron un circuito, cada sábado y domingo ponían en marcha la locomotora y se pasaban todo el día dando vueltas, por la tarde llegaban los niños y al atardecer bebían cerveza y cantaban, y bebidos subían ellos mismos en la locomotora y las vagonetas para dar vueltas y más vueltas, la locomotora llena de personas parecía la estatua del dios del Nilo, la escultura de Adonis desnudo sembrada de hombrecillos… Un día, pues, fui a visitar a mi tío para escoger un rincón de su jardín donde instalar mi prensa. Anochecía, la pequeña locomotora corría con los faros encendidos, se abría paso entre los viejos frutales, mi tío estaba sentado en la garita y se ocupaba de cambiar las agujas, del entusiasmo y la cerveza se le encandilaban los ojos como a la locomotora Ohrenstein y Koppel, de vez en cuando brillaba alguna jarra de hojalata mientras yo paseaba en medio de la algazara y la bulla que metían los niños y los jubilados, nadie me invitaba a pasar, nadie me ofrecía una jarra de cerveza, todo el mundo estaba ocupado con su juego que no era sino la continuación del trabajo que les había encantado hacer toda la vida y yo deambulaba, como Caín, marcado con la señal en la frente; al cabo de una hora pensé que era mejor coger el portante, me volví para ver si finalmente alguien me invitaba a pasar, pero no, nadie me invitó a nada; una vez fuera me volví una vez más y a la luz de los faroles y del cambio de agujas iluminado vi la olla de grillos que formaban los jubilados y los chiquillos, el silbido de la locomotora invitando a dar otra vuelta en las vagonetas que rechinaban, como un organillo que repite siempre la misma melodía, una melodía tan bonita que nadie desea jamás escuchar ninguna otra. De pie delante del portal, de repente me di cuenta de que a pesar de la distancia y la oscuridad, mi tío no me había perdido de vista, que durante todo el tiempo que pasé errando entre los árboles ni por un momento dejó de seguirme con la mirada, apartó la mano del cambio de agujas y la alzó para hacer un gesto con los dedos, los agitó como si quisiera hacer vibrar el aire y yo le respondí con el mismo movimiento de los dedos, parecía como si nos saludásemos desde dos trenes que se cruzaban. Al llegar a las primeras calles de Praga, me compré una salchicha frita, pero al llevármela a la boca me asusté porque vi que no era necesario levantar la mano para ello, bastaba con inclinar apenas la barbilla y la salchicha tocaba mis labios candentes, y eso que la sostenía a la altura de la cintura… Entonces miré con espanto hacia abajo y ¡qué vi! el otro extremo de la salchicha casi rozaba de mis zapatos… y tomando la salchicha con ambas manos, una por cada extremo, constaté que era normal, que sin duda alguna era yo quien había cambiado, quien se había encogido durante los últimos diez años. Al llegar a casa, aparté los montones de libros del marco de la puerta para buscar en él las señales marcadas con lápiz que indicaban mi talla y el día. Cogí un libro, arrimé la espalda al marco de la puerta, me puse el libro sobre la cabeza y, apartándome de prisa, hice una señal en el marco: a simple vista era evidente que durante los últimos ocho años que no me había medido había encogido un buen trozo: ¡nueve centímetros! Levanté la vista hacia el baldaquín lleno de libros encima de mi cama y comprendí que mi espalda se había empezado a encorvar bajo la carga de dos toneladas de libros que soportaba mi baldaquín.




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