lunes, 9 de junio de 2014

Déborah..


a J. R.

 I

  Bien sé que con tu ojo único —con tu ojo de monstruo acostumbrado al espanto— invisible y alta, lúbrica y negra, me miras, ferozmente, Déborah.

Esta es la hora que en el pavor de tus antros te vistes de novia y subes jadeando a tu torre enana, para contemplarme amorosa.

Esta es la hora en que, al fondo de los mares, los magos soñolientos entreabren sus verdosas conchas y las fatídicas vírgenes hierven en sus ollas mi pasado.

¡Mi pasado!

En ciudades desaparecidas, en desencajados templos, pulso el pestilente laúd cuya música sólo soportan los inmortales: desde las ventanas he visto cojear a los otoños, he visto—con tristeza—a los vientos arrastrar ballenas.

Yo recuerdo el deslumbrante plumaje de los canallas, yo celebro tu infatigable cola, yo lloro porque antaño, a esta hora, te posabas en mi hombro, papagayo tenebroso.

Yo sé bien —bien lo sé, amor mío— que, ahora mismo, te sientas en la profundidad de tu trono y me descubres, bajo el furioso mar, profundamente dormido.



 II

          Cuando paso bajo tus balcones, cuando atravieso los patios, jadeante bajo el peso precioso de mi caparazón, tú miras la nieve de remotos países.

Yo cruzo humildemente el jardín, pero tú no desciendes a mirarme: absorta estás ante el rosal de curvado pico.

Tal vez es el crepúsculo: arde tu rostro extrañamente.

Voy entonces hacia ti: cruzo polvorientos salones, recorro sumergidos palacios, hasta que miro parpadear tus ojos palúdicos.

Entonces chillas, saltas de rama en rama y huyes graznando como si tuvieras la pata quebrada.



 III

  Todavía era la noche cuando la Melancolía apareció en lo alto de su torre lívida.

Tú bajaste los ojos.

Peces horrendos surcaron el aire perlados de ira.

Comprendí entonces que ya nunca volverían los días dichosos, las inolvidables tardes idiotas, las felices noches tediosas.
Enloquecido, entreabrí las lujosas cortinas del invierno arruinado.

Bajo la luna, jadeantes caimanes de seda nos seguían.

Envejecidos tigres de latón se asomaban a las ventanas, a mirarte, por última vez, con ojos furibundos.

Como quien atraviesa el pasado atravesé la ciudad dormida: roncaban todavía las torres obesas, ahitas de crepúsculo.

Al alba, prodigiosamente cansado, me detuve entre las actinias: cerré los ojos en tenebrosa paz: desde entonces duermo: es raro que lleguen hasta aquí los peces, muy raro que los pacíficos radiolarios disputen por los ojos de las púdicas holoturias.


 IV

  Ya no son verdes las plumas de los dinosaurios, ni las hienas se cubren de frutos cuando llega la primavera amable; ya el pulpo no sacude su deslumbrante pico en los castillos del estío.

        Yo también estoy solo, rodeado de melancólicas islas y recorro envidioso los patios azules del mar hasta que el gran pez de la angustia quiebra con sus coletazos la cristalería del arco iris.

No soy hermoso, ni ágil como el saltamontes: me escondo entre las hierbas y debo esperar a que chille el mochuelo para emerger entre las grietas.

Muchas veces gira la odiosa luna antes que te contemplen mis ojos húmedos.

Pero esta noche has venido envuelta en una belleza que no es de este mundo y me has mirado tristemente.

¡Has acariciado mi lomo tembloroso y se te han llenado los ojos de carnívoras aguas!



 V

  He estado sumergido largos inviernos, he dormido ferozmente bajo los atrios, delante de mi faz los mendigos celebraron sus misas.
El viento derriba invisibles torreones, el invierno hojea su viejo libro y yo recuerdo a Déborah.

¡Oh gentiles espumas, tímidos mares enanos, en vuestros sagrados pechos recliné mi cornamenta de oro cuando Déborah me amaba!

Era en los desvanes del treceavo mes, era cuando mi corazón pastaba en las praderas infantiles del mar.

En sueños, escarchado de rabia, miré que el cielo enfermaba y las estrellas tosían y el sol se cubría de moscas venidas de Oriente.

Oh Déborah: cuando desperté la corrompida Diosa de Marfil sollozaba; ante los templos, bajo el sol subterráneo, tu calavera sonreía.



 VI

  Si algún día, en tu barbuda torre, en tu país baldado, oyes jadear las herrumbrosas hélices del odio, comprenderás que no he mentido.

see you..
        Porque amé tu rostro azul, idolatré tus ojos viciosos, tu barriga hinchada de hongos mortales.

No reniego haberte visto entre los cánticos de seda de los lunáticos, anunciando de la peste los reinos deslumbrantes.

¿Qué amor, qué amor pudiste sentir por mí, lívido grajo?

Era verano cuando te descolgaste de los campanarios —era un escamoso día de verano— cuando emergiste entre las algas gritando: “¡Voy a perderte!”

Yo chillé de alegría porque hacía muchos meses que me negabas tus besos: ebrio de gloria arrastré de los cabellos a la pobre tarde.

En aquella gruta fuimos felices y los paseantes palidecieron cuando Déborah y yo, dulcemente abrazados, cruzamos las islas seguidos por las bandadas que llevaban a cuestas nuestros mantos.

Déborah: tuve que partir.

La tempestad tiene ojos centelleantes: mi corazón padece en aquella isla blanca.

Déborah: yo sé que me oyes, yo sé que en tu guarida escuchas el silbido amarillo de nuestra inolvidable cobra y luego sollozas y después el olvido.


m. s.

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