sábado, 12 de mayo de 2012

El peregrino amarillo


Lo he visto en sueños. Aunque nunca es el mismo, conserva siempre su naturaleza errante y, por supuesto, el color.

A veces es un chino que, montado en una cabra, recorre planicies y montañas en busca de algo, infatigablemente. Apenas logro divisarlo se confunde con la neblina, más bien japonesa, que lo invade todo. ¿Vendedor de semillas? ¿Ilusionista? Quizá sea un monje: lo digo por la cabeza rapada y la túnica blanca. Se detiene a husmear en los mercados de ciudades costeras, donde una muchedumbre plebeya se embarra las sandalias con bosta de grifo. Como entonces su presencia se manifiesta sólo por un manchón amarillo ligeramente más espeso que el de las colinas, pasa por ilusión óptica. Lo juzgo inofensivo, pero me gustaría ver su reacción cuando encuentre lo que tanto busca.

Otras veces, el peregrino es un jinete árabe que acecha en los confines del desierto de Gobi; acaso uno de los más pérfidos sectarios de Hassan-Ih-Sabbah, el apodado “Viejo de la Montaña”. Suele acuchillar a los beduinos mientras la caravana duerme. Los hace beber aguas envenenadas en oasis ilusorios. Los pierde, valiéndose de luces y otros subterfugios, en bosques tenebrosos. Los aprisiona en selvas de cristal. Los empuja en precipicios bostezantes. Los sepulta en dunas movedizas. Tiene por guarida una caverna ubicua, suspendida en el espacio. Su emblema es una equis agrietada cuyo resplandor provoca la ceguera.

Mencionaré por último al norteamericano rubio que anda y anda por carreteras de asfalto ardiente, con el paso mecánico de quien cumple una orden. ¿Quién y cuándo la dictó? Lo ignoro. Sólo sé que Malamita (pues así se llama) es un pobre fugitivo que pretende llegar a Arkansas. Reiterados letreros anuncian la proximidad de esta especie de utopía inalcanzable que se perfila, en sus divagaciones, como un valle redondo con un lago en medio, a orillas del cual varios búfalos beben. Malamita cruza pueblos fantasmas apedreando ventanas, introduce monedas en sinfonolas descompuestas, marca estúpidamente cualquier número telefónico en cabinas oxidadas (donde entabla conversaciones con interlocutores imaginarios) y si la noche lo sorprende en la desolación de un cementerio de automóviles hace una fogata para calentar salchichas. Cuando llega a elegir, en vez de una autopista, vías ferroviarias, éstas lo conducen a una estación desierta en que lee los horarios de trenes que van a Arkansas. Mata el tiempo eligiendo entre el de las seis y el de las doce, pero no se decide. Oye, de pronto, un rumor a lo lejos. ¿El tren de las seis? Corre al andén. Vertiginosamente, pasa una locomotora. Mas no se detiene. Ni acaba de pasar: es un tren infinito, lleno de viajeros que se asoman por las ventanillas. Y esos rostros… son él, Malamita, repetido cien veces en cada vagón. Huye, con pasos que resuenan hasta que mi sueño se disipa.

Quiero hacer notar aquí dos cosas: (1) que todos los demás peregrinos son variaciones de estos tres y (2) que mis sueños empezaron después de haber leído los siguientesversos de Coleridge:

Like one, that on a lonesome road
Doth walk in fear and dread,
And having once turned round walks on,
And turns no more his head;
Because, he knows, a frightful fiend
Doth close behind him tread.

Mientras mi vanidad cree soñarlo, perseguirlo, espiar sus movimientos, el peregrino amarillo me pisa los talones, como el demonio al caminante en el poema de Coleridge. Tal vez mi sombra, mi propia sombra es la enemiga.



Texto: Emiliano González.
Imagen: Walter Kuhlman.

No hay comentarios:

Publicar un comentario