sábado, 12 de mayo de 2012

LXXIX


Después de haberlo probado todo en el castillo —los aquelarres, la poligamia, la meditación mística, la acupuntura china, las palabras cruzadas, los conciertos de cámara, la gimnasia yoga, las veladas literarias, el trabajo físico, el ayuno, los juegos parapsicológicos, el cadáver exquisito, la ruleta, la malilla y el tute, la militancia política, los baños de inmersión, la lucha libre, etcétera—, se nos ocurrió que para combatir nuestra constante angustia existencia, debíamos dedicarnos a la caza de conejos. Organizamos una expedición, bien armada, planificada y completa.

       Cuando llegamos al bosque, parecía que los conejos nos estaban esperando. Bailaban para nosotros con sus polleritas de rafia, nos convidaban con sabrosos refrescos servidos en vasitos de papel encerado, entonaban bellas canciones acompañándose de pequeñas guitarras hawaianas. Luego nos propusieron intercambio: tenían alforjas llenas de hermosas cuentas de bellísimos colores, espejitos en los cuales uno podía verse el rostro reflejado con perfección inusitada, collares y pulseras, llaveros y navajitas con incrustaciones de nácar. Yo no pude resistirme, y cambié mi escopeta por un encendedor de tanque de plástico transparente, dentro del cual flotaba una mosquita artificial como las que usan los pescadores. Todos volvimos prácticamente desnudos al castillo, cargados de objetos brillantes y novedosos para nosotros y nuestras mujeres.

                      A la mañana siguiente, nos despertamos con la inquietante certeza de haber sido engañados como perfectos imbéciles.




Texto: Mario Levrero
Imagen: Valery Yershov

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