viernes, 2 de noviembre de 2012

2 de Noviembre.



Tengo muertos y los dejé partir.
Y me admiré de verlos así tan resignados,
así pronto hogareños en la muerte, así de equitativos,
tan distintos a su fama. Tan sólo tú regresas,
me rozas, me rondas, quieres topar con algo
que a ti suene y te delate.
Ay, no me tomes lo que con lentitud aprendo.
Yo estoy en lo cierto, pero tú yerras
si añoras al tocarte alguna cosa .
Nosotros la cambiamos; no está aquí,
la reflejamos desde nuestro ser
tan pronto como la reconocemos.

Yo te creía mucho más lejana. Me perturbaba
el que ahora te extravíes y vuelvas,
tú, que transformaste más que otra mujer alguna.
No es que nos espantara la causa de tu muerte,
no, mas que su rigor oscuramente nos interrumpiese,
arrancando el hasta entonces desde ahora,
eso es lo que a nosotros nos atañe; ponerlo en su lugar
será nuestra tarea en todo lo que hagamos.
Pero el que tú misma te espantaras, y aún te espantes,
donde el espanto no tiene ya razón de ser;
que tú pierdas un pedazo de tu eternidad,
y entres aquí, amiga, en el aquende,
donde todavía nada hay que sea; que tú dispersa
por primera vez en el Todo, a medias dispersa,
no captes el comienzo de las infinitas naturalezas
al modo como aquí captabas todas las cosas;
que desde ese círculo en que giras ya cogida,
la muda gravedad, inquieta de algún modo,
te arrastre abajo, al tiempo ya saldado-:esto,
cual ladrón que irrumpe de pronto, me despierta muchas veces
de noche. Y si a mí me fuera dado decir que tan sólo te dignas
venir desde tu magnanimidad, desde tu abundancia,
porque estás tan segura, tan adentro de ti misma,
que vas de un sitio a otro, como un niño,
sin miedo a que algo malo te suceda-:
pero no: tú suplicas. Eso me penetra hondo hasta
los huesos, y me pasa y tronza como una sierra.
Un reproche, que soportases como un espectro,
y a mí me lo pasaras, cuando por la noche me recojo
a mis pulmones, en lo más entrañable de mis vísceras,
en la última morada, en la más pobre de mi corazón,-

semejante reproche no sería tan cruel
como esta súplica. ¿Qué suplicas?

Dime, ¿es que debo emprender un viaje? ¿Has dejado
a tu espalda alguna cosa, que te atormenta
y quiere acompañarte? ¿Debo ir a un país
al que tú no has visto, aún cuando resulte
familiar, como la otra mitad de tus sentidos?
Navegar quiero por sus ríos, quiero
saltar a tierra e inquirir por sus viejas costumbres,
quiero hablar con las mujeres en las puertas,
y observar cuando llaman a sus hijos.
Quiero grabarme cómo componen el paisaje
cuando están fuera en la antigua labor
de los prados y campos; anhelo ser llevado
en presencia de su rey,
y quiero mover a los sacerdotes, por medio del soborno,
para que me pongan ante la estatua más fuerte
y me dejen dentro cerrando las puertas del templo.
Mas luego quiero, cuando mucho sepa,
contemplar humilde a los animales,
para que un poco de su gracia pase a mis miembros;
deseo tener en sus ojos breve existencia,
que me retengan y despacio me dejen ir,
serenos sin juzgarme.
Haré que jardineros me muestren muchas flores,
para que de todos los trozos sueltos
de sus bellos nombres propios
obtenga un extracto de mil aromas.
Y quiero comprar frutos, frutos donde otra vez
esté hasta los cielos metido el campo.

Pues tú comprendiste esto: frutos plenos.
Los ponías en platos frente a ti,
y medías con colores su peso.
Y así como frutos contemplabas también a las mujeres.
E igualmente veías a los niños, tendiendo
desde dentro a las formas varias de su existencia.
Y al fin te veías a ti misma como un fruto.
Te hurtabas de tus ropas y posabas delante
del espejo, te metías en él, en su interior,
excepto tu mirada. Tu enorme mirada quedaba fuera
y no decía: eso soy yo; no, sino tan sólo: eso es.
Así, sin curiosidad, estaba tu mirada,
así de desprendida, así de verse pobre,
que ni a ti misma codiciaba: santa.

Así quiero yo guardarte, tal como
posabas en los espejos, dentro de tu hondura,
y de todo alejada. ¿por qué llegas ahora siendo otra?
¿Acaso quieres retractarte de algo? ¿Pretendes
persuadirme de que en las cuentas de ámbar
que rodeaban tu cuello había aún algo pesado,
de aquella pesadez de que carecen
los cuadros acallados del allende? ¿Quieres
pronosticarme un mal agüero con tu comportamiento?
¿Qué te quieren decir los contornos de tu cuerpo
como líneas de una mano
para que yo ya no las pueda ver sin destino?

Aproxímate a la luz de la vela. A mí no me da miedo
contemplar a los muertos. Pues si vienen
están en su derecho de quedarse
en nuestra mirada como las demás cosas.
…..Acércate; estémonos callados un momento.
Mira esta rosa sobre mi mesa de escribir;
¿no es la luz que la circunda tan tímida
como la que se cierne sobre ti? No debería estar tampoco aquí.


Su sitio es el jardín, no mezclada conmigo,
debiera haberse quedado o extinguido,-
ahora perdura así: ¿qué es mi conocimiento para ella?

No te espantes si yo ahora, ay, comprendo,
ahora asciende en mí: no puedo evitarlo.
Comprenderé, aun cuando por ello me muriera.
Comprender que tú estás aquí. Comprendo.
Como ciego cuando palpa una cosa
siento tu destino y no sé nombrarlo.
Prorrumpamos ambos a dos la queja, para
que uno te saque de tu espejo. ¿Puedes llorar aún?
No puedes. La fuerza y afluencia de tus lágrimas
han transmutado en tu mirar maduro,
y estabas atareada, cualquier humor en ti,
en trasladarlo a tu fuerte existencia.
Ésta asciende y gira en ciego equilibrio.
Allí te desgarró el azar, tu postrero azar.
Te desgarró retrógrado desde un avanzadísimo progreso
y te desgarró del todo; se desgarró primero sólo un trozo,
mas como día a día en torno a un trozo
iba creciendo la realidad y se tornó pesada,
necesitaste emplearte toda entera: fuiste pues a su encuentro
y esforzada te rompiste a trozos de la ley,
porque a ti misma te necesitabas. Entonces
te derribaste y cavaste desde tu corazón
atemperado terruño nocturno que haría germinar
las semillas aún verdes de tu muerte, tuya,
tu muerte propia con tu propia vida,
y las comiste, granos de tu muerte,
y los comiste como todo el mundo, los granos de tu muerte,
y te quedó un regusto de dulzura,
que tú no sospechabas, tus labios fueron dulces,
tú, que eras ya dulce en el interior de tus sentidos.

Concédenos la queja: ¿Sabes cómo tu sangre
se demoraba sin par desde un círculo
y volvía a disgusto cuando tú la reclamabas?
Qué confusa la tomaba de nuevo
la circulación menor de tu cuerpo; con qué recelo
y pasmo entraba en la placenta, y se hallaba cansada
al volver de su largo recorrido.

La acosabas, la echabas por delante,
la empujabas al centro de la hoguera,
tal como se hace con los animales que van al sacrificio;
y aún querías que estuviera contenta,
y al fin lo conseguías a la fuerza: se ponía contenta,
y acudía sumisa a entregársete. Así te parecía,
porque tenías otras medidas por costumbre,
sería tan sólo por un momento;
pero entonces estabas en el tiempo, y el tiempo
es largo, pasa y se acrecienta,
y es como recaía de larga enfermedad.

Corta fue tu vida si la comparas
con aquellas horas cuando sentada
doblegabas en silencio las múltiples fuerzas
de tu mucho futuro en aras de tu nuevo vástago en germen,
que era otra vez destino. Oh, trabajo infeliz,
superior a todas las demás fuerzas. Y tú lo cumplías
día tras día, y a rastras lo seguías,
traías del telar la hermosa trama,
y siempre de otro modo usabas todos los hilos.
Y al fin aún te quedaba ánimo de festejar.

Pues listo el trabajo querías tener el premio,
igual que los niños que apuran su té agridulce
como medicina que acaso sana.
Así tú te premiabas, pues de todo otro premio
estabas muy distante, incluso ahora;
nadie se hubiera imaginado el premio que a ti te agradaba.
Tú sí, tú lo sabías. Tú posabas en tu lecho de puérpera,
y en frente de ti se alzaba el espejo, que te devolvía
todas las cosas. Y tú eras todo eso
ante ti misma, y dentro había sólo ilusión,
la bella ilusión de toda mujer que gustosa
se enjoya y muda de peinado.

Así te has muerto tú, como antaño morían las mujeres,
te moriste a la moda antigua, en la casa caliente,
tal como se mueren las parturientas
que quieren cerrarse y ya no lo logran,
porque aquello oscuro que coparieron
retorna una vez más, empuja y entra.
Ay, ¿no habría que buscar plañideras,
las mujeres que plañen por dinero,
a las que así se les puede pagar
para gritar en la noche serena su planto?
¡Vengan usos aquí! No tenemos bastantes.
Todo pasa y las palabras se extinguen.
Así debes venir tú, muerta, y aquí conmigo
Recobrarás la queja.
¿Es que no oyes mi queja? Quisiera echar mi voz
como un paño sobre los añicos de tu muerte
y vapulearlo hasta hacerlo harapos,
y todo lo que diga en esta voz
irá así de harapiento y de frío entumecido;
permanece en tu queja. Pero yo ahora acuso:
no a Uno que te retrajo de ti,
(yo no lo identifico, es como todos)
acuso a todos en él: al varón.

Si en algún sitio profundo en mí surge
un niño que existió, al que aún no conozco,
quizá el más acendrado ser-niño de mi infancia,
un ángel, y sin reparar en él
lanzarlo a la vanguardia de los ángeles
gritadores, que hacen que Dios recuerde.

Pues esa aflicción es ya demasiado larga
y no hay nadie que la pueda llevar, nos es harto pesado
el confuso dolor de un amor falso,
que, como un uso en vías de extinción,
se le llama derecho, y crece de un entuerto.
Dónde el varón que tenga derecho de poseer.
Quién puede poseer lo que en sí mismo no se sostiene,
sólo lo que feliz de cuando en cuando se coge como al vuelo
y otra vez se tira como el niño la pelota.
Como el estratega que a duras penas mantiene
firme una Nike en la proa de la nave
si el arcano alado ser de su divinidad
la alza de súbito en la clara brisa marina,
así menos puede uno de nosotros
llamar a la mujer que no nos ve
y que sobre una estrecha franja de su existencia
se aleja, como por un milagro, sin tropiezo:
el que lo hiciere se haría con gusto culpable.

Porque la culpa es eso, si es que de algún modo la culpa existe:
no acrecentar la libertad del ser al que se ama
por la libertad que de uno mismo surge.
Tenemos sí, donde quiera que amemos,
sólo esto: dejarnos, pues retener,
eso es fácil y huelga el aprenderlo.

¿Estás tú aún ahí? ¿En qué rincón estás?
Has sabido mucho a pesar de todo,
y así lo has sabido hacer, pues así te entregabas,
abierta para todo, como el romper de un día.
Las mujeres sufren: amar dice soledad,
y artistas presienten a veces en el trabajo
que es menester transformarse donde quiera que amen.
Tú empezaste ambas cosas, ambas están en aquello que ahora
trunca una gloria que se va contigo.
Ay, tú estabas lejos de aquella gloria. Te recatabas
en tu sencillez; suavemente habías recogido tu belleza
tal como se recoge una bandera
en la mañana gris de un día laborioso,
y no ansiabas más que un trabajo largo,-
la labor no hecha: no hecha sin embargo.

Si tú estás aún ahí, si en esa oscuridad hay todavía
un lugar donde tu sensible espíritu
resuena en las llamas ondas sonoras,
una voz que, solitaria en la noche,
se conmueve en la corriente de un alto aposento:
Entonces óyeme: Ayúdame, mira, así nos deslizamos
sin saber cuándo, retrógrados desde nuestro progreso,
en algo que no acertamos como en un sueño
y dentro morimos sin despertar.
Ninguno va más lejos. A aquel a quien su sangre
levante hasta una obra de largo alcance
le puede suceder que no la mantenga en alto,
y vaya por su peso sin valor.
Pues por doquier existe una antigua hostilidad
Entre la vida y el trabajo grande:
Ayúdame para que lo vea y lo proclame.

No vuelvas. Si lo soportas sé así,

muerta junto a los muertos.
Los muertos están bien entretenidos.
Pero ayúdame de modo que ello no te disperse,
Como en mí lo más lejano me ayuda.










Escrito el 31 de octubre y el 1 y 2 de noviembre de 1908




Requiem para una amiga

R. M. R

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