domingo, 14 de septiembre de 2014

Las cosas que llevaban..


   El teniente Jimmy Cross llevaba cartas de una joven llamada Martha, estudiante de tercer año en el Mount Sebastian College de Nueva Jersey. No eran cartas de amor, pero el teniente Cross no perdía las esperanzas, así que las guardaba dobladas y envueltas en plástico en el fondo de la mochila. Al caer la tarde, después de un día de marcha, cavaba su pozo de tirador, se lavaba las manos bajo una cantimplora, desenvolvía las cartas, las sostenía con las puntas de los dedos y se pasaba la última hora de luz cortejándola. Imaginaba románticas acampadas en las Montañas Blancas de New Hampshire. A veces saboreaba la solapa engomada de los sobres, porque su lengua había estado allí. Por encima de todo, deseaba que Martha lo amara como él la amaba, pero sus cartas, por lo general animadas, eludían todo lo que tuviera que ver con el amor. La muchacha era virgen, Cross estaba casi seguro. Estudiaba inglés en Mount Sebastian, y escribía de un modo hermoso sobre los profesores y las compañeras de cuarto y los exámenes semestrales, sobre el respeto que sentía por Chaucer y el gran afecto que le inspiraba Virginia Woolf. Citaba versos con frecuencia; nunca mencionaba la guerra, salvo para decir: «Jimmy, cuídate.» Las cartas pesaban 300 gramos. Estaban firmadas «con amor, Martha», pero el teniente Cross comprendía que «amor» era sólo un modo de despedirse y no significaba lo que él a veces quería creer. Cuando empezaba a caer la noche, devolvía las cartas con cuidado a la mochila. Lentamente, un poco distraído, se levantaba y deambulaba entre sus hombres revisando las posiciones; después, en plena oscuridad, regresaba a su pozo y vigilaba la noche mientras se preguntaba si Martha sería virgen.


  Las cosas que llevaban eran determinadas, en general, por la necesidad. Entre las indispensables o casi indispensables estaban abrelatas P-38, navajas de bolsillo, pastillas para encender fuego, relojes de pulsera, placas de identificación, repelente contra los mosquitos, chicle, caramelos, cigarrillos, tabletas de sal, paquetes de Kool-Aid, encendedores, fósforos, aguja e hilo de coser, certificados de pago de haberes militares, raciones de campaña y dos o tres cantimploras de agua. En conjunto estos objetos pesaban entre cinco y siete kilos, dependiendo de los hábitos de cada hombre o de su metabolismo. Henry Dobbins, que era corpulento, llevaba raciones suplementarias; le gustaba en especial el melocotón en almíbar espeso mezclado con bizcocho desmenuzado. Dave Jensen, que no descuidaba la higiene ni en campaña, llevaba un cepillo de dientes, hilo dental y varias pastillas pequeñas de jabón que había robado de los hoteles cuando estuvo de permiso en Sydney, Australia. Ted Lavender, que no se quitaba el miedo de encima, llevaba tranquilizantes hasta que le pegaron un tiro en la cabeza en las afueras de la aldea de Than Khe a mediados de abril. Por necesidad, y porque lo mandaban las ordenanzas, todos llevaban cascos de acero que pesaban más de dos kilos incluyendo el forro y la cubierta de camuflaje. Llevaban las guerreras y los pantalones de faena de reglamento. Muy pocos llevaban ropa interior. En los pies llevaban botas para la jungla —casi un kilo—, y Dave Jensen llevaba tres pares de calcetines y una lata de polvos desinfectantes del Dr. Scholl como precaución contra el pie de trinchera. Hasta que le pegaron el tiro, Ted Lavender llevaba doscientos gramos de droga de la mejor calidad, que para él era una necesidad. Mitchell Sanders, el radio, llevaba condones. Norman Bowker, un diario. El Rata Kiley llevaba tebeos. Kiowa, bautista devoto, llevaba un Nuevo Testamento ilustrado que le había regalado su padre, que daba clases en una escuela dominical de Oklahoma City. Como defensa contra tiempos difíciles, sin embargo, Kiowa también llevaba la desconfianza de su abuela hacia el hombre blanco y la vieja hacha de caza de su abuelo. La necesidad imponía que llevaran más cosas. Como el terreno estaba minado y lleno de trampas, era obligatorio que cada hombre llevara chaleco antibalas de flejes de acero forrados de nailon, que pesaba dos kilos y medio, pero que en días calurosos parecía mucho más pesado. Debido a la rapidez con que podía llegarle la muerte, cada hombre llevaba al menos una gran venda-compresa, por lo común en la badana del casco para tenerla bien a mano. Debido a que las noches eran frías, y a que los monzones eran húmedos, cada uno llevaba un poncho de plástico verde que podía usarse como impermeable, como colchoneta o como tienda improvisada. Con el forro acolchado, el poncho pesaba cerca de un kilo, pero valía su peso en oro. En abril, por ejemplo, cuando le pegaron el tiro a Ted Lavender, usaron su poncho para envolverlo en él, después para transportarlo a través de los arrozales y por fin para alzarlo hasta el helicóptero que se lo llevó.


 Los llamaban quintos o reclutas.
 Llevar algo era cargarlo sobre sí, como cuando el teniente Jimmy Cross cargaba su amor por Martha colinas arriba y a través de los pantanos. En forma intransitiva, cargar significa tomar sobre sí o sostener, pero las obligaciones y las responsabilidades que llevaba implícitas iban mucho más allá de la intransitividad.
 Casi todos cargaban con fotografías. En la cartera, el teniente Cross llevaba dos fotografías de Martha. La primera era una instantánea en color dedicada «con amor», aunque él no se hacía ilusiones. Martha estaba de pie contra una pared de ladrillo. Sus ojos, que miraban directamente a la cámara, eran grises y apagados, y tenía los labios levemente abiertos. Por la noche, a veces, el teniente Cross se preguntaba quién habría tomado la foto, porque sabía que Martha había salido con chicos, porque la amaba tanto, y porque podía ver la sombra del fotógrafo deformada contra la pared de ladrillo. La segunda fotografía había sido recortada del anuario de 1968 de Mount Sebastian. Era una toma en movimiento —voleibol femenino— y Martha estaba inclinada horizontalmente respecto al suelo, estirándose, con las palmas de las manos en primer término, la lengua fuera, la expresión franca y llena de espíritu de competición. No parecía sudar. Llevaba shorts blancos de gimnasia. Aquellas piernas, pensaba Cross, eran casi con seguridad las piernas de una virgen, secas y sin vello; la rodilla izquierda estaba rígida y soportaba todo el peso de Martha, que era poco más de cuarenta kilos. El teniente Cross recordaba haber tocado aquella rodilla izquierda. Fue en un cine a oscuras, recordó, y la película era Bonnie and Clyde, y Martha llevaba una falda de tweed, y durante la escena final, cuando le tocó la rodilla, se volvió y le dirigió una mirada compungida y solemne que le hizo retirar la mano, pero siempre recordaría el tacto de la falda de tweed y de la rodilla debajo de ella, y el sonido de los disparos que mataban a Bonnie y Clyde, qué embarazoso fue aquello, qué lento y opresivo. Recordaba haberse despedido de ella con un beso en la puerta del dormitorio estudiantil. En aquel preciso momento, pensaba, debería haber hecho algo valeroso. Debería haberla llevado en brazos hasta su cuarto y debería haberla atado a la cama y debería haberle tocado la rodilla izquierda toda la noche. Debería haberse arriesgado. Cada vez que miraba las fotografías, se le ocurrían nuevas cosas que debería haber hecho.


  Lo que llevaban dependía en parte de su graduación y en parte de su especialidad en el campo de batalla.
 Como teniente y jefe de un pelotón, Jimmy Cross llevaba una brújula, mapas, códigos para descifrar claves, prismáticos y una pistola del calibre 45 que pesaba más de un kilo cargada. Llevaba una lámpara estroboscópica y cargaba sobre sí la responsabilidad de la vida de sus hombres.
 Como radio, Mitchell Sanders llevaba la emisora PRC-25, que pesaba como un muerto: casi diez kilos con la batería.
 Como sanitario, el Rata Kiley llevaba un talego de lona lleno de morfina y plasma y tabletas contra la malaria y esparadrapo y tebeos y todas las cosas que un sanitario debe llevar, incluyendo remedios contra heridas especialmente graves, con un peso total de casi nueve kilos.
 Como hombre corpulento, y por lo tanto encargado de la ametralladora, Henry Dobbins llevaba la M-60, que pesaba doce kilos descargada, pero que casi siempre iba cargada. Además, Dobbins llevaba entre cuatro y seis kilos de munición en cintas arrolladas alrededor del pecho y los hombros.
 Como la mayoría de ellos eran soldados rasos, llevaban el fusil de asalto M-16 accionado por toma de gases. El arma pesaba poco más de tres kilos descargada y cerca de tres kilos y medio con el cargador de veinte proyectiles. Dependiendo de factores múltiples, como la topografía y la psicología, los soldados llevaban entre doce y veinte cargadores, por lo común en cartucheras de lona, lo que representaba de tres kilos y medio a cinco kilos más. Si disponían de él, también llevaban el equipo de mantenimiento del M-16 —baquetas y cepillos de púas de acero, trapos y tubos de aceite LSA—, todo lo cual pesaba cerca de medio kilo. Algunos soldados llevaban el lanzagranadas M-79: dos kilos y medio descargado, un arma razonablemente liviana, salvo por la munición, que era pesada. Cada proyectil pesaba más de trescientos gramos. Pero Ted Lavender, que estaba asustado, llevaba treinta y cuatro proyectiles cuando le pegaron un tiro y lo mataron en las afueras de Than Khe, y se desplomó bajo un peso excepcional: más de nueve kilos de munición, más el chaleco antibalas y el casco y las raciones de agua y el papel higiénico y los tranquilizantes y todo lo demás; y además el miedo, imposible de pesar. Se vino abajo. No hubo crispaciones ni sacudidas. Kiowa, que vio cómo pasaba, dijo que fue igual que el desplome de una roca o una gran bolsa de arena, o algo por el estilo: sólo ¡pum!, después, abajo —no como en las películas, en las que el moribundo se contorsiona y hace posturitas e incluso alguna pirueta; nada de eso, dijo Kiowa, el pobre hombre sólo cayó como un plomo—. ¡Pum! Abajo. Nada más. Era una mañana radiante de mediados de abril. El teniente Cross sintió dolor y se culpó de lo ocurrido. Despojaron a Lavender de la cantimplora y la munición, y el Rata Kiley dijo lo que todos sabían: «¡Está muerto!», y Mitchell Sanders usó la radio para informar de que un soldado americano había muerto en combate y pedir un helicóptero. Después envolvieron a Lavender en su poncho. Lo llevaron a un arrozal seco, pusieron centinelas y se sentaron a fumar la droga del muerto hasta que llegó el helicóptero. El teniente Cross permaneció apartado. Imaginó el rostro joven y terso de Martha, y pensó que la amaba más que a nada, más que a sus hombres, y ahora Ted Lavender había muerto porque la amaba tanto que no podía dejar de pensar en ella. Cuando llegó el helicóptero, subieron a Lavender a bordo. Después incendiaron Than Khe. Marcharon hasta el atardecer, y entonces cavaron sus pozos, y aquella noche Kiowa no paró de explicar que había que verlo para creerlo, con qué rapidez ocurrió todo, cómo el pobre hombre se desplomó igual que un saco. «¡Pum!, abajo», decía. Igual que un saco.


  Además de las tres armas comunes —el M-60, el M-16 y el M-79— llevaban lo que se presentara, o lo que pareciera apropiado para matar o para seguir vivo. Llevaban lo que hubiera a mano. En diversas épocas, en diversas situaciones, llevaron M-14 y CAR-15 y K suecos y subfusiles, y AK-47 y Chi-Coms y carabinas Simonov capturadas, y Uzis del mercado negro y revólveres Smith & Wesson del calibre 38, y LAW de 66 mm y escopetas, y silenciadores y cachiporras y bayonetas, y explosivo plástico C-4. Lee Strunk llevaba una honda; un arma de la que echar mano como último recurso, decía. Mitchell Sanders, manoplas de bronce. Kiowa llevaba el hacha emplumada de su abuelo. Uno de cada tres o cuatro hombres llevaba una mina Claymore: un kilo y medio con la espoleta. Todos llevaban granadas de mano: 435 gramos cada una. Todos llevaban al menos un bote M-18 de humo coloreado: 750 gramos. Algunos llevaban granadas de gas lacrimógeno. Algunos llevaban granadas de fósforo blanco. Llevaban todo lo que podían soportar y un poco más, incluyendo un silencioso temor por el terrible poder de las cosas que llevaban.


  En la primera semana de abril, antes de que Lavender muriera, el teniente Jimmy Cross recibió un amuleto que le envió Martha para que tuviera buena suerte. Era un simple guijarro, que pesaba treinta gramos como máximo. Suave al tacto, era de color blanco lechoso con pintas anaranjadas y violetas, y ovalado, como un huevo en miniatura. En la carta que lo acompañaba, Martha escribía que había encontrado el guijarro en la costa de Jersey, exactamente donde la tierra y el agua se tocaban en la marea alta, donde las cosas se unían pero también se separaban. Era esa cualidad de estar separados y a la vez juntos, escribía, lo que la había inspirado a recoger el guijarro y llevarlo durante varios días en el bolsillo del pecho, donde no parecía tener peso, y después a enviarlo por correo aéreo, como muestra de sus más sinceros sentimientos hacia él. Al teniente Cross esto le pareció romántico. Pero se preguntaba cuáles eran, exactamente, los más sinceros sentimientos de Martha, y qué quería decir al hablar de separados y a la vez juntos. Le hubiera gustado saber cómo eran las olas y las mareas en la costa de Jersey aquella tarde en que Martha vio el guijarro y se inclinó a rescatarlo de la geología. En su imaginación veía pies descalzos. Martha era poetisa, y tenía la sensibilidad de la poetisa, y sus pies tenían que ser morenos y estar descalzos, con las uñas de los dedos sin pintar, helados y sombríos como el océano en marzo, y aunque era doloroso, se preguntó quién habría estado con ella aquella tarde. Veía un par de sombras moviéndose por la faja de arena donde las cosas se unían pero también se separaban. Eran celos de un fantasma, lo sabía, pero no podía evitarlo. ¡La amaba tanto! Mientras iban de marcha, durante aquellos tórridos días de principios de abril, llevó el guijarro en la boca, haciéndolo girar con la lengua, paladeando su sabor a sal marina y humedad. Su mente se dispersaba. Le resultaba difícil concentrar su atención en la guerra. A veces les aullaba a sus hombres que abrieran la columna, que estuvieran ojo avizor, pero después volvía a soñar despierto que caminaba con los pies descalzos por la costa de Jersey, con Martha, sin que nada cargara sobre sus hombros. Sentía que se elevaba. Sol y olas y vientos suaves, todo amor y delicadeza.


  Lo que llevaban variaba según la misión.
 Cuando una misión los encaminaba a las montañas, llevaban mosquiteros, machetes, lona embreada y matarratas, todo el matarratas que podían.
 Si una misión parecía especialmente arriesgada, o si tenía que ver con un sitio que sabían que era peligroso, llevaban todo lo que podían. En ciertos terrenos muy minados, donde la tierra estaba sembrada de artefactos mortíferos, se turnaban para llevar el detector de minas, de casi quince kilos de peso. Con los auriculares y la gran placa sensible, el equipo constituía un tormento para la espalda y los hombros, era difícil de maniobrar, y a menudo resultaba inútil debido a la metralla dispersa en la tierra, pero lo llevaban de todos modos, en parte por seguridad, en parte por la ilusión de seguridad.
Para tender emboscadas, o en otras misiones nocturnas, llevaban chucherías peculiares. Kiowa siempre llevaba el Nuevo Testamento y un par de mocasines, por el silencio. Dave Jensen llevaba vitaminas con alto contenido en carotina, para favorecer la visión nocturna. Lee Strunk llevaba su honda; la munición, decía, nunca sería problema. El Rata Kiley llevaba coñac y caramelos. Hasta que le pegaron un tiro, Ted Lavender llevaba el periscopio, para ver a la luz de las estrellas, que pesaba casi tres kilos con el estuche de aluminio. Henry Dobbins llevaba unas medias de su novia alrededor del cuello como una bufanda. Todos llevaban fantasmas. Cuando llegaba la oscuridad, se movían en fila india a través de las praderas y los arrozales hasta las coordenadas de la emboscada, donde colocaban en silencio las Claymores y se tendían a pasar la noche esperando.
  Otras misiones eran más complicadas y exigían equipo especial. A mediados de abril, la que les tocó fue inspeccionar y destruir los intrincados complejos de túneles en la zona de Than Khe, al sur de Chu Lai. Para volar los túneles, llevaban bloques de medio kilo de pentrita, un potente explosivo, cuatro bloques por hombre, treinta y cuatro kilos entre todos. Llevaban cables, detonadores, y explosores alimentados por batería. Dave Jensen llevaba tapones para los oídos. Muy a menudo, antes de volar los túneles, el alto mando les daba la orden de inspeccionarlos, lo que era considerado un mal asunto, pero por lo general se encogían de hombros y cumplían las órdenes. A causa de su corpulencia, Henry Dobbins estaba exento de trabajo en el túnel. Los otros echaban suertes. Antes de que Lavender muriera había diecisiete hombres en el pelotón, y quien sacaba el número 17 se quitaba el equipo y se arrastraba con la cabeza por delante llevando una linterna y la pistola del calibre 45 del teniente Cross. El resto se desplegaba como medida de seguridad. Se sentaban o arrodillaban, sin mirar el agujero, prestando atención a los sonidos procedentes del suelo bajo sus pies, imaginando telarañas y fantasmas, lo que hubiera allá dentro, cómo se estrechaban las paredes del túnel, cómo la linterna parecía cada vez más pesada en la mano, cómo la visión del túnel parecía comprimirlo todo, incluso el tiempo, cómo había que avanzar culebreando con el culo y los codos, cómo te invadía la sensación de que te tragaban y cómo empezabas a preocuparte por cosas raras: ¿Se agotaría la linterna? ¿Tendrían la rabia las ratas? Si gritabas, ¿hasta dónde llegaría el sonido? ¿Lo oirían tus camaradas? ¿Tendrían el coraje de entrar a sacarte?, En algunos sentidos, aunque no muchos, la espera era peor que el propio túnel. La imaginación era una asesina.
 El 16 de abril, cuando Lee Strunk sacó el número 17, se rió y murmuró algo y bajó con rapidez. La mañana era calurosa y muy quieta. «Mal asunto», dijo Kiowa. Miró la abertura del túnel, y después, a través de un arrozal seco, contempló la aldea de Than Khe. Nada se movía. No había nubes, ni pájaros, ni gente. Mientras esperaban, los hombres fumaban y tomaban Kool-Aid, casi sin hablar, sintiendo simpatía por Lee Strunk pero también agradeciendo su buena suerte en el sorteo. «Unas veces ganas, otras pierdes», dijo Mitchell Sanders, «y si llueve, y se suspende el partido, te conformas con que tu entrada sea válida el día que se vuelva a disputar.» Era un chiste viejo y nadie se rió.
 Henry Dobbins comía una barra de chocolate. Ted Lavender se echó un tranquilizante a la boca y se fue a mear.
 Pasados cinco minutos, el teniente Jimmy Cross se acercó al túnel, se inclinó y examinó la oscuridad. Problemas, pensó; tal vez un derrumbe. Y de pronto, sin desearlo, estaba pensando en Martha. Las tensiones y fracturas, el rápido desmoronamiento, los dos enterrados vivos bajo todo aquel peso. Un amor denso, aplastante. Arrodillado, mirando el agujero, trató de concentrarse en Lee Strunk y la guerra, en todos los peligros, pero su amor era demasiado para él, se sentía paralizado, quería dormir dentro de los pulmones de Martha y respirar su sangre y sentirse calmado. Quería que ella fuera virgen y no lo fuera, todo a la vez. Quería conocerla. Secretos íntimos: ¿Por qué la poesía? ¿Por qué tanta tristeza? ¿Por qué aquel matiz gris en sus ojos? ¿Por qué estaba tan sola? No solitaria, simplemente, sola: yendo en bicicleta por el campus universitario o sentada en la cafetería... incluso bailando, estaba sola... y era esa soledad lo que lo llenaba de amor. Recordó que se lo había dicho una tarde. Y cómo asintió ella y apartó la mirada. Y cómo, más tarde, cuando la besó, recibió el beso sin devolverlo, con los ojos muy abiertos, sin miedo, no con los ojos de una virgen, sino inanimados y distantes.
 El teniente Cross miraba el túnel. Pero no estaba allí. Estaba enterrado con Martha bajo la blanca arena de la costa de Jersey. Estaban muy juntos, y el guijarro en su boca era la lengua de la joven. Cross sonreía. Era vagamente consciente de lo quieto que estaba el día y de los sombríos arrozales, y sin embargo no conseguía preocuparse por las cuestiones de seguridad. Estaba más allá de eso. No era más que un chico enamorado que estaba en la guerra. Tenía veinticuatro años. No podía evitarlo.
Unos instantes después, Lee Strunk se arrastró fuera del túnel. Salió sonriendo, sucio pero vivo. El teniente Cross le saludó con un movimiento de cabeza y cerró los ojos mientras los demás daban palmadas en la espalda a Strunk y bromeaban sobre los que volvían de entre los muertos.
  —¡Gusanos! —dijo el Rata Kiley—. ¡Recién salidos de la tumba! ¡Jodido zombi!
 Los hombres se rieron; todos sentían gran alivio.
  —¡De vuelta de la ciudad del miedo! —dijo Mitchell Sanders.
 Lee Strunk emitió un alegre sonido espectral, una especie de gemido, aunque muy feliz, y en ese exacto momento, cuando de la boca de Strunk salió aquel sonido agudo y quejumbroso, cuando hizo «¡Buuu!», exactamente entonces, Ted Lavender recibió un tiro en la cabeza mientras regresaba de mear. Estaba tendido con la boca abierta. Tenía los dientes rotos. Había una quemadura hinchada y negra bajo su ojo izquierdo. El pómulo había desaparecido.
  —¡Oh, mierda! —dijo el Rata Kiley—, este hombre ha muerto. Este hombre ha muerto —siguió diciendo, en tono grave—, este hombre ha muerto. Quiero decir que la ha diñado, en serio.


  Las cosas que llevaban estaban determinadas hasta cierto punto por la superstición. El teniente Cross llevaba su guijarro de la buena suerte. Dave Jensen llevaba una pata de conejo. Norman Bowker, por lo demás una persona muy amable, llevaba un pulgar que le había regalado Mitchell Sanders. El pulgar era pardo oscuro, gomoso al tacto, y pesaba cuarenta gramos como máximo. Se lo habían cortado al cadáver de un vietcong, un muchacho de quince o dieciséis años. Lo encontraron en el fondo de una acequia, con graves quemaduras y moscas en la boca y los ojos. El muchacho llevaba shorts negros y sandalias. En el momento de la muerte también llevaba una bolsita de arroz, un fusil y tres cargadores llenos.
  —Si queréis mi opinión —dijo Mitchell Sanders—, aquí hay una moraleja muy clara.
 Cogió con la mano la muñeca del muchacho muerto. Se quedó quieto un momento, como si le tomara el pulso, después le dio unas palmaditas en el estómago, casi con afecto, y empleó el hacha de Kiowa para quitarle el pulgar.
 Henry Dobbins preguntó cuál era la moraleja.
  —¿La moraleja?
  —Ya sabes. La moraleja.
 Sanders envolvió el pulgar en papel higiénico y se lo tendió a Norman Bowker. No había sangre. Sonriendo, pateó la cabeza del muchacho, miró cómo se dispersaban las moscas y dijo:
  —Es como en aquel viejo programa de la tele: Paladín. Con revólver, viajarás.
 Henry Dobbins lo pensó.
  —Sí, bueno —dijo al fin—. No veo la moraleja.
  —¡Ahí está, hombre!
  —¡Vete a la mierda!

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