¡En qué forma ha cambiado mi vida, sin cambiar en el fondo! Si retrocedo con el pensamiento y evoco los tiempos en que aún vivía en medio de la perrera, participando en cuanto interesa a los perros, un perro entre perros, encuentro, si advierto más detenidamente, que siempre hubo algo que funcionaba mal, que existía una pequeña grieta y que un ligero malestar me acometía en el curso de los más solemnes actos públicos; a veces también en los círculos privados; no, no a veces, sino muy a menudo, la simple visión de uno de mis semejantes perrunos, considerado de pronto de otra manera, me turbaba, me asustaba, dejándome indefenso y desesperado. Traté de tranquilizarme; algunos amigos, a los que confesé esto, me ayudaron; luego llegaron épocas mas tranquilas, en las que si bien no faltaban aquellas sorpresas, se las consideraba con más ecuanimidad y como venían se las incorporaba a la existencia; tal vez entristecían y cansaban, pero en lo demás me permitían subsistir, un poco retraído, temeroso, calculador, sí, pero en resumidas cuentas, todavía un perro cabal. ¿Cómo hubiera podido alcanzar sin esos períodos de descanso la edad de que hoy gozo; cómo hubiese podido luchar y abrirme camino hacia la serenidad desde la cual contemplo los terrores de mi juventud y la vejez; cómo hubiese podido llegar a sacar conclusiones de mi —como lo reconozco—desgraciada o, para expresarlo más cautelosamente, no muy feliz disposición, y vivir conforme a ellas? Retirado, solitario, ocupado en investigaciones, sin esperanzas, aunque para mí indispensables, así vivo, pero sin perder de vista a mi pueblo. A menudo me llegan noticias y a veces también doy alguna señal de vida. Se me trata con consideración, sin comprender mi real naturaleza; pero no lo tomo a mal e incluso los perros jóvenes, que veo cruzar alguna vez a lo lejos —una nueva generación—, de cuya infancia me acuerdo oscuramente, no me niegan su respetuoso saludo.
No hay que perder de vista que, a pesar de todas mis rarezas, traslúcidas como la luz, sigo perteneciendo a la especie. Es verdaderamente curioso —pienso, y para hacerlo tengo tiempo y ganas y disposición—lo que pasa con la condición perruna. Fuera ‘de nosotros, los perros, hay muchas especies de animales: pobres seres minúsculos, casi mudos, capaces, solamente de algunos gritos.; muchos de nosotros, los perros, los estudian, les han dado nombre, tratan de ayudarlos, de educarlos, ennoblecerlos, etcétera. A mí me son indiferentes; basta con que no me molesten; los confundo unos con otros, apenas los veo. Hay sin embargo algo llamativo: la poca, solidaridad que reina entre ellos, si se los compara con nosotros, la indiferencia y hasta la hostilidad con que se tratan, al extremo de que sólo los más burdos intereses parecen unirlos; y aun estos intereses originan a menudo odios y peleas. ¡Nosotros, los perros, en cambio!… Puede decirse que todos,” vivimos agrupados, por más que nos diferencien los caracteres adquiridos a través del tiempo. ¡Todos agrupados! Ese es el impulso y nada puede refrenarlo; todas nuestras leyes e instituciones, las pocas que todavía conozco y las innumerables que he olvidado, tienden a satisfacer el anhelo hacia la suprema dicha de que somos capaces: la cálida convivencia. Y ¡ahora la otra cara del asunto: entiendo que ningún ser vive,! tan ampliamente diseminado como el perro; en ninguno se manifiestan tantas diferencias en realidad inabarcables, por razón de clase, tipo, ocupación; nosotros que deseamos permanecer unidos -y siempre y a pesar de todo lo logramos en momentos extraordinarios—, precisamente nosotros, vivimos separados desempeñando oficios extraños, desconocidos hasta para los congéneres más inmediatos, sujetos a prescripciones que no son las de la perrada, que más bien están orientadas contra ella. Estas son cuestiones tan complejas, cuestiones que, por lo general, se prefiere eludir —comprendo también este punto de vista, hasta lo comprendo mejor que el mío—y a las que sin embargo me he entregado por completo. ¿Por qué no hago como Tos demás, por qué no vivo en armonía con mi pueblo, sin dar importancia a lo que turba precisamente esta armonía, considerándolo como un simple fallo dentro del gran conjunto; por qué no me oriento hacia lo que nos une en felicidad, no a lo que naturalmente —siempre también en forma irresistible—nos arranca del círculo de nuestro pueblo?
Recuerdo un suceso de mis primeros años. Experimentaba la feliz e inexplicable excitación que sin duda todos experimentamos en la niñez; era un perro muy joven; todo me gustaba, todo se refería a mí; creía que grandes cosas sucedían a mi alrededor porque yo era su motor, y que debía conferirles mi voz, cosas que permanecerían miserablemente en tierra si yo no me afanaba y corría y agitaba mi cuerpo por ellas; en suma, fantasías de la niñez que desaparecen con los años. Pero en aquella época eran poderosas, me subyugaban y, efectivamente, sucedió algo extraordinario que parecía justificar mis caóticas esperanzas. En sí no era nada muy extraordinario —más tarde he visto cosas semejantes y más extrañas aún—, pero me afectó con la fuerza de la primera impresión, imborrable y orientadora. Tropecé con un pequeño grupo de perros, mejor dicho, no tropecé con él, porque vinieron a mi encuentro. Yo había caminado largamente en la oscuridad, con el presentimiento de grandes sucesos —presentimiento que, por constante, me inducía fácilmente a error—, había caminado mucho sin rumbo, ciego y sordo a todo, impulsado sólo por mi deseo impreciso; me detuve con la repentina sensación de haber llegado a buen lugar; levanté la vista y vi que era de día, un día muy luminoso, con algo de bruma, lleno de entreverados y mareantes oleajes de perfumes; saludé la mañana con turbulentas voces y, entonces, corno si los hubiese conjurado, siete perros surgieron de la oscuridad y se presentaron a la luz, con un ruido espantoso, como no había oído jamás. Si no hubiese visto con claridad que se trataba de perros y que ellos portaban el ruido, aunque no podía precisar cómo lo hacían, hubiera huido. Me quedé, pues. Entonces no sabía casi nada del don creativo musical conferido exclusivamente a los perros; había escapado a mi poder de observación que se hallaba en lento desarrollo; tal vez porque la música me rodeaba desde la lactancia como elemento vital cotidiano, indispensable, que nada me obligaba a diferenciar de la vida misma; sólo con indicaciones adaptadas a la mentalidad infantil se había tratado de señalármela; tanto más sorprendentes, casi abrumadores, me resultaron aquellos grandes artistas. No hablaban ni cantaban, más bien callaban obstinadamente; pero como por arte de magia, extraían su música del espacio vacío. Todo era música, las subidas y bajadas de las patas, determinados giros de las cabezas, el andar y el reposo, sus posiciones respectivas, los pasos como de contradanza originados cuando, por ejemplo, cada cual afirmaba las patas delanteras en el lomo del precedente de manera que el primero sostenía, erguido, el peso de los demás, o cuando formaban entrelazadas figuras que se arrastraban, cerca del suelo, sin equivocarse jamás. El último de ellos, todavía un poco inseguro, no encontrando de inmediato la conexión con los otros y en cierto modo vacilante al iniciarse la melodía, lo era sólo comparado con la magnífica seguridad de los otros; y aunque lo fuese por completo, no habría podido echar a perder nada porque los otros, grandes maestros, mantenían inconmoviblemente el compás.
¡Pero si apenas se les veía! Se habían adelantado, se los había saludado ya con anterioridad como a perros a pesar de la confusión creada por el estruendo que los acompañaba; sí, eran perros, perros como tú y yo, uno quería acercárseles, intercambiar saludos, estaban muy próximos, eran perros ciertamente mucho más viejos que yo y no de mi especie lanuda, pero tampoco muy distintos en tamaño y aspecto; al contrario, resultaban muy familiares; yo conocía a muchos de esa especie o de otra parecida, pero mientras estaba entretenido en tales reflexiones, la música comenzaba a predominar; lo cogía materialmente a uno, lo apartaba de estos pequeños perros reales, y a pesar de resistirse con todas las fuerzas, aullando como si le causaran daño, no podía ya ocuparse de otra cosa que de la música procedente de todas partes, de arriba, de abajo, arrastrando al oyente, sepultándolo y aplastándolo; que al aniquilarlo a uno estaba tan próxima que de inmediato parecía lejanísima, soplando trompetas apenas audibles. Y de nuevo uno era despedido porque ya estaba demasiado agotado, aniquilado, demasiado débil para seguir escuchando; era despedido y veía a los siete perritos realizar sus evoluciones, ejecutar sus saltos; uno quería, a pesar de su aspecto inaccesible, llamarlos, preguntarles, averiguar qué hacían allí —yo era una criatura y me creía autorizado a preguntar a todo el mundo—pero apenas comenzaba, apenas sentía el fluido de la buena y cálida comunicación con los siete, cuando la música había vuelto, me quitaba el sentido, me hacía girar en círculos, como si yo mismo fuera uno de los músicos, cuando sólo era una de sus víctimas, y me arrojaba de un lado para otro, por más que implorara clemencia. Por fin me salvó su violencia misma, apretándome en una pila de maderas que hasta entonces no había advertido. Al abrazarme con firmeza y bajar la cabeza me daba al menos la posibilidad de resollar, aunque en el exterior siguiera tronando la música. Verdaderamente, más que el arte de los siete perros —incomprensible para mí, porque sobrepasaba en mucho mis facultades de aprehensión—me maravillaba su valor de exponerse por entero y abiertamente al resultado de su propio arte y de soportarlo, aunque iba más allá de sus fuerzas, sin que se les quebrara el espinazo. Por cierto que yo comprobaba ahora desde mi escondrijo, mirando mejor, que no trabajaban con tanta calma, sino más bien con extremo esfuerzo; estas patas movidas en apariencia con tal seguridad, temblaban a cada paso en interminables palpitaciones ; rígidos, como desesperados, se miraban unos a otros, y la lengua, una y otra vez dominada, tornaba también una. y otra vez a colgar mustia. Y no podía ser que los excitara así el temor al fracaso; los que tanto arriesgaban, los que lograban tanto, no podían ya tener miedo. ¿Miedo a qué? ¿Quién los obligaba a realizar lo que allí estaban haciendo? Y ya no pude contenerme, sobre todo porque ahora me parecían necesitados de ayuda, y grité mis preguntas a través del ruido, alta e imperiosamente. Pero ellos – ¡incomprensible! ¡incomprensible! —no contestaron, actuaron como si yo no existiera. ¡Perros que ni siquiera contestan a una llamada de perro, un atentado imperdonable a las buenas costumbres inconcebible en ninguna circunstancia, ni en el más grande ni en el más pequeños de los perros! ¿Y si no fueran perros? Pero cómo podían no ser perros si ahora oía, al escuchar mejor, las suaves voces con que se azuzaban unos a otros, se hacían notar ciertas dificultades, se advertían ciertos errores, hasta veía al último perro, al más pequeño, al que estaban destinadas la mayoría de las voces, entrecerrar los ojos hacia mí con frecuencia, como si tuviese ganas de contestarme, pero dominándose porque no debía ser. ¿Pero por qué no debía ser, por qué lo que nuestras leyes exigen siempre incondicionalmente no podía ser en este caso? Me sentía indignado casi hasta olvidar la música. Estos perros violaban la ley. Aunque fueran grandes magos la ley era válida también para ellos, eso lo comprendía yo muy bien aunque fuera una criatura. Y noté aún más. En realidad tenían motivo para callar, en el supuesto de que callaran por sentimiento de culpa. Porque, ¿cómo se conducían? La música me había impedido notarlo; los muy desdichados, arrojando de sí toda vergüenza, hacían lo más ridículo y lo más indecente: caminaban erguidos sobre las patas traseras. ¡Horror! Se desnudaban y llevaban procazmente a la vista su desnudez; se gozaban en ello y si alguna vez obedecían al sano instinto y bajaban las manos parecían asustarse, como si fuera un error, como si la naturaleza fuese un error, y volvían a levantarse en seguida, sus miradas parecían pedir disculpas por haber interrumpido de momento sus prácticas pecaminosas. ¿Estaba el mundo al revés? ¿Dónde me hallaba? ¿Qué había pasado? Aquí ya no pude vacilar, la existencia misma estaba en juego; me solté de las maderas que me aprisionaban y me adelanté de un salto, quería llegar hasta los perros; de pequeño discípulo debía convertirme en maestro, hacerles comprender lo que hacían, evitar que cayeran en ulteriores pecados. “Unos perros tan viejos, unos perros tan viejos”, me repetía. Pero apenas estuve en libertad —sólo dos, tres saltos me separaban de ellos—el ruido volvió a adueñarse de mí. Tal vez, como ahora ya lo conocía, aunque era espantoso, le habría podido oponer resistencia; luchar contra él, si a través de toda la plenitud sonora no se hubiese mantenido un sonido claro, severo, siempre igual a sí mismo, como si llegase invariablemente de gran distancia y pareciera constituir la verdadera melodía en medio del ruido. Me obligó a caer de rodillas. ¡Qué embaucadora era la música de estos perros! No lograba avanzar, ya no quería educarlos; que siguieran despatarrándose, que siguieran cometiendo pecados e induciendo a otros al silencioso pecado de contemplar; yo era un perro demasiado pequeño; ¿cómo se podía esperar de mí acción tan ardua? Me acurruqué aún más, gimoteando, y si los perros me hubiesen preguntado mi opinión tal vez les hubiese dado la razón. Afortunadamente, no tardaron en irse; con todo su ruido y toda su luz desaparecieron en la oscuridad por donde habían salido.