Recomenzando siempre el mismo discurso,
el escurrimiento sesgado del discurso, el lenguaje para
distraer al silencio;
la persecución,, la prosecución y el desenlace esperado por
todos.
Aguardando siempre la misma señal,
el aviso del amor, de peligro, de como quieran llamarle.
(Quiero decir ese gran reflector encendido de pronto…)
La noche enrojeciendo, la situación previa y el pacto previo
enrojeciendo,
durante la sospecha de la gran visita, mientras las
costras sagradas se desprenden
del cuerpo antiquísimo de la resurrección.
Quiero decir
el gran experimento,
buscándole a Dios en las costillas la teoría de la costilla
faltante,
y perdiendo siempre la cuenta de esos huesos
porque las luces eternamente se apagan de pronto,
mientras volvemos a insistir en hablar a través de ese
corto circuito,
de esa saliva interrumpida a lo largo de aquello que
llamamos el cuerpo de Dios, el deseo de luz encendida.
Llamando, llamando, llamando.
Llamando desde el radio portátil oculto en cualquier parte,
llamando al sueño con métodos ciertamente sofocantes,
con artificios inútilmente reales,
con sentimientos cuidadosa y desesperadamente elegidos,
con argumentos despellejados por el acometimiento que no
se produce.
Palabras enchufadas con la corriente eléctrica del vacío, con
el cable de alta tensión del delirio.
(Acertijos empañados por el aliento de ciertas frases, de
ciertos discursos acerca del infinito.)
Recomenzando, pues, el mismo discurso,
recomenzando la misma conjetura,
el Clásico desperfecto en mitad de la carretera,
el Divinal automóvil con las llantas ponchadas
entorpeciendo el tráfico de las lágrimas y de los muertos,
que transitan Clásicamente en sentidos contrarios.
Recomenzando, pues, la misma interrupción,
la pedorreta histórica de las llantas ponchadas,
el sofisma de cada resurrección,
el ancla oxidada de cada abrazo,
el movimiento desde adentro del deseo y el movimiento
desde afuera de la palabra,
como dos gemelos que no se ponen de acuerdo para nacer,
como dos enfermeros que no se coordinan para levantar al
mismo tiempo el cuerpo del trapecista herido.
(Aquí el ingenio de la frase ganguea al advertir de pronto
su sombrero de copa de ilusionista;
ese jabón perfumado por la literatura con el cual nos
lavamos las partes irreales del cuerpo,
o sea el radio de acción de lo que llamamos el alma,
las vísceras sin clave precisa, los actos sin clave precisa,
la danza de los siete velos velada por la transparencia del
dilema;
y por la noche, antes de acostarse,
la dentadura postiza en el vaso de agua,
la herida postiza en el vaso de agua, el deseo postizo en el
vaso de agua.)
La señal… la señal… la señal…
Así sonríes sin embargo, confiando otra vez en tu discurso,
mirándote pasar en tus estatuas,
flotando nuevamente en tus palabras.
La señal, la señal, la señal.
Y entretanto paseas por tu habitación.
Sí, estás aguardando tan sólo el aviso,
ese anuncio de amor, de peligro, de como quieran llamarle,
ese gran reflector encendido de pronto en la noche.
Y entretanto miras tu capa,
contemplas tu traje y tu destreza cuidadosamente doblados
sobre la silla, hechos especialmente para ti,
para cuando la luz de ese gran reflector pidiendo tu ayuda,
aparezca en el cielo nocturno,
solicitando tu presencia salvadora en el sitio del amor
o en el sitio del crimen.
Solicitando tu alimentación triunfante, tus aportaciones al
progreso,
requiriendo tu rostro amaestrado por el esfuerzo de
parecerse a alguien
que acaso fuiste tú mismo
o ese pequeño dios, levemente maniático,
que se orina en alguna parte cuando tú te contemplas en
el espejo.
Miras por la ventana
y esperas…
La noche enrojecida asciende por encima de los edificios traspasando su propio resplandor rojizo,
dejando atrás las calles y las ventanas todavía encendidas,
dejando atrás los rostros de las muchachas que te
gustaron,
dejando atrás la música de un radio encendido en algún
sitio y lo que sentías cuando escuchabas la música de un
radio encendido en algún sitio.
Sigue la noche subiendo la noche,
y en cada uno de los peldaños que va pisando, una nueva
criatura de la oscuridad rompe su cascarón de un
picotazo,
y en sus alas que nada retienen, el vuelo balbucea los
restos del peldaño o cascarón diluido ya en aire;
y mientras tanto tú no llegas aún para salvarte y salvar a
esa mujer
que según dices
debe ser salvada.
¿En qué sitio, en qué jadeo
el sueño recorre el apetito reconcentrado de los dormidos?
¿Qué ola es ésa, que al golpear contra el casco
hace que el marinero de guardia ponga atención por un
momento, para decirse después que no era nada
y torne a pasearse por el cuarto, mirando de vez en cuando
por la ventana las luces dispersas de la calle?
¿Qué ir y venir está gastando el cuerpo de su andanza
contra el casco manchado, cubierto de parásitos marinos?
…porque de pronto has dejado de pasearte por la
habitación.
¿Acaso escuchas realmente ese ruido? ¿Ese ruido viene del
pasillo o viene de tu deseo?
(Cierta especie de ruido que tropieza con cierta especie de
silencio dentro de ti,
como alguien que se topa con una silla al caminar a
oscuras…)
¡Tal vez ya prendieron el reflector para pedirte auxilio!
¡Tal vez fue esa mujer quien lo encendió!
Pero no, todavía no,
nadie camina por el pasillo hacia tu puerta, nadie tropieza
con una silla dentro de ti,
y allí están doblados tu traje de héroe y tus sentimientos
de héroe,
listos para cuando entres en acción.
¿Pero por qué no han encendido ese gran reflector?
¿Es sólo el ascenso de la noche lo que deja sus cascarones
rotos en el aire?
¿Qué criatura de la oscuridad picotea para que el aire tome
forma de cascarón roto, de peldaño dejado atrás?
¿Qué es aquello que detiene de súbito tus paseos por la
habitación mientras te dices
“Acaso deba esperar otro rato”?
Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo rayándolo
fugazmente con sus pequeñas luces de navegación?
Y algo dentro de ti que tú crees que es la noche allá afuera,
cruje pisando cascarones rotos, peldaños donde el cuerpo
de su andanza deja un hilo finísimo de baba o soliloquio,
mientras retorna el fantasma de una mujer bandeado por
la oscuridad
donde el mar se encaverna después del zarpazo,
y ese fantasma, que es la otra cara de la espuma, repite
contra el casco del barco el golpe del sueño
salpicando al silencio desde lejos.
Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo?
¿Qué es ese ruido que te hace mirar tu traje y tu antifaz,
y asomarte después por la ventana?
Ir y venir alrededor de una silla,
enrevesado viaje alrededor de una silla, guardando el
equilibrio difícilmente
al caminar y girar sobre un hilo finísimo de saliva.
Ir y venir, habladuría alrededor de una silla donde está un
extraño traje doblado,
ir y venir alrededor de un viejo y descompuesto automóvil
que estorba el tráfico en la carretera,
gestos entrecruzados, habladuría de ventanas y escaleras
labrando la estatua cuyo sentido griego vacila y se viene
abajo en el trayecto entre una ventana y un reflector que
no se ha encendido,
mientras los cascarones rotos de la oscuridad crujen y se
disuelven bajo el brusco aleteo con que la oscuridad va
impulsando la noche.
Y otra vez te paseas,
¿quieres desovillar el hilo de saliva, el hilo de palabras sobre
el que te balanceas en precario equilibrio?
¿En qué juego de tus frases, en qué humillante silencio has
puesto el oído?
Y otra vez te paseas y otra vez te vuelves hacia la ventana,
pero ese resplandor… pero ese resplandor que descubres de
pronto,
es el amanecer,
palidísimo gesto de esa luz entre los edificios, donde el
silencio enhebra las pisadas lejanas de todo lo nocturno.
¿Y ahora
qué es lo que sientes que se aleja,
como alguien corriendo descalzo por la playa, entre la
niebla que la luz va a ocupar?
¿Y en esa claridad en aumento, acaso puede todavía
distinguirse
la señal de un reflector encendido?
Paseos alrededor de una silla donde está un extraño traje
doblado,
monólogo alrededor de una silla donde está un simulacro en
forma de traje doblado,
mientras el amanecer se deja llevar por su propia marea
ascendente, y por el ruido de las barredoras mecánicas
y de los primeros camiones urbanos
que aparecen por las calles desiertas.
José Carlos Becerra
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