domingo, 3 de febrero de 2013

Culebra, culebra.


   
     Superstición — "Sentimiento de veneración religiosa, fundado sobre el temor o la ignorancia, por el cual a menudo se está impulsado a formarse falsos deberes, a temer quimeras y a poner su confianza en cosas carentes de poder./ Presagio vano que se extrae de accidentes fortuitos./ Fig. Todo exceso de exactitud, de cuidado, de la materia que sea". Fui al Littré, del que tomo esta definición parcial, pensando que incluía la etimología. No. Bloch y Wartburg informan: mantenerse debajo. ¿Someterse? Más exiguo, Corominas da: sobrevivencia. Acepto ser supersticiosa, en cuanto maniática de exactitud, ideal rara vez logrado. Eso me lleva a registrar enfoques opuestos en ambas etimologías. B. y W. miran hacia el supersticioso y lo ven amparado, sometido o quizás agobiado por la superstición. Corominas atiende a ésta y se asombra de que sobreviva.
     Quizás dar vuelta a las relaciones me ayude a ver las que yo pueda tener con la superstición. La primera que recuerdo es tardía y poco original: me veo rumbo a la escuela empeñada en caminar por el bordillo de granito de la acera, un pie cuidadoso delante del otro, porque salirme de la línea recta implicaba el desastre.
Éste debía referirse, supongo, a alguna lección no bien sabida y a la puntería ocular de la maestra que lo detectaba, de un modo que debía parecerme, él sí, irracional y mágico. A veces el campo minado no era el peligroso cordón; el riesgo que debía eludir era pisar la juntura entre una baldosa y otra, mientras caminaba al ritmo normal vigilando que un impulso tramposo no me librara de ella pasando por encima, o por el contrario, una frenada no detuviera el pie destinado a ponerme en peligro. Años más tarde, leíConfession de minuit y supe de las obsesiones del pobre Salavin. George Duhamel sitúa casi en la mitad de la novelita las páginas dedicadas a describir con gran minucia la manía con la que Salavin agrava sus problemas, mientras busca el trabajo que lo libre de una situación sin salida. También él contaba baldosas o imaginaba un precipicio junto al borde de la acera. No me inmutó ver mi pequeña superstición exaltada por la literatura como síntoma de manía depresiva. Al fin, depresiva no soy y cuando descubrí a Duhamel ya no apostaba al vaivén de las aceras.
     *
     Las supersticiones numéricas están entre las más antiguas del mundo. Como en general olvido el día en que vivo, no he podido incubar la del día 13, tan común que el gran hotel Moksva, frente a la Plaza Roja, en plena y ortodoxa URSS, carecía de piso 13 (en su numeración, claro, porque ni modo de abstraer el paso material del piso 12 al 14). Pero, en una época de frecuentes catástrofes generales, imputables a la caótica situación política de mi país y no a modestas relaciones individuales con las malas circunstancias, más de una vez debo haber atribuido el problema que cada día nos deparaba a la conjunción del martes con el 13, tradicionalmente inquietante y siempre actualizada. ¿Pero, cómo probar el real poder de una cifra cuando actuaban otras fuerzas bajo las cuales muchos nos manteníamos a nuestro pesar? La inquietud durante un largo viaje aéreo en temporada de huracanes, cumplido en martes 13 (fecha en que suele ser más fácil lograr pasajes en periodos de normal congestión), está de todos modos justificada. Al fin de cuentas esa experiencia es siempre una fuente segura de malestar. Otras supersticiones no se me han contagiado. Tenía José Bergamín una curiosa, quizás genéricamente andaluza: oyendo a alguien decir culebra, de inmediato se puso de pie, cogió una silla y empezó a hacerla girar sobre una pata; hacia la izquierda o hacia la derecha, eso no lo recuerdo y quizás fuese importante. Después de esto, cada tanto alguien dejaba caer la palabrita, y él se precipitaba sobre una silla, hasta que un leve malhumor mostró que no era sólo chiste. Pero no sé que nadie adoptara esa dependencia, más riesgosa que la de "tocar madera". ¿Qué hacer si no hay a mano una silla valedora?
     Si se trata de optar, estoy a favor de cualquier creencia y práctica supersticiosa, de todas. En momentos en que el olvido del pasado se acelera, en que se cortan amarras con tradiciones, etimologías, labores, en que se olvidan libros, sueños, cortesías y nobles melindres, en que reina el pesimismo —no diré injustificado—, la superstición reconoce que el mal existe y propone modestas defensas. Si alguien quiere renovar su fórmula le ofrezco ésta, austera y críptica, que baja desde un calamitoso Saturno, planeta de las pestes. La extraigo delPiers Plowman, libro escrito a fines del siglo XIV por William Langland: "Cuando veáis en el cielo el sol descolocado y a dos cabezas de monje en los cielos, cuando una Virgen posea poderes mágicos, entonces multiplicad por ocho y la Peste se retirará y el Hambre juzgará al mundo..." Valdría la pena enfrentar las alarmas de las nuevas catástrofes sin más faena que multiplicar por ocho, aunque primero se deba averiguar el multiplicando. -
     — Ida Vitale

Tomado de aquí.

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