domingo, 6 de octubre de 2013

Dios, tú y yo..

Después de más de veinte años de ausencia, regresé a Weston, mi pequeña ciudad natal, que había abandonado cargado de oprobio y pobre como una rata.

Mi vuelta no estaba dictada por ninguna llamada de campanario ni por el deseo de reconciliarme con el pasado.

Veinte años de filibusteo provechoso por los siete mares habían hecho del pobretón que yo fui todo un nabab.

Mi viejo barco de carga, el Fulmar, fue a dormir en una dársena del fondo de un puerto, y mis cuentas corrientes en los bancos de Kingston, Singapoore y Alejandría fueron transferidas al Midland-Bank, de Weston.

Bajé del tren a la hora en que el horizonte enrojecido se nublaba, y apenas hube franqueado la explanada cuando un individuo salió de la penumbra, sombrero en mano.

—Notario Mudgett… ¡Su notario, capitán! He recibido sus órdenes de Colombo y he podido hacer, en su nombre, la adquisición de un inmueble que, espero, responderá a sus deseos. ¡Qué feliz casualidad encontrarle a usted en el preciso momento que da sus primeros pasos por nuestra ciudad!

¡El animal! Debió de estar espiando mi llegada cada vez que entraba un tren en la estación.

—Mudgett —dije—, usted es algunos años mayor que yo; pero el Mudgett que declaró contra mí e hizo que me mandaran a la cárcel por un año era mayor aún.

—Era mi padre —dijo el notario, suspirando—. Murió y espero que Dios haya tenido piedad de su pobre alma. Lamentó toda su vida aquel momento de malhumor, capitán.

—Me gustaría tomar un trago —dije.

—Tendré el placer de ofrecérselo a manera de bienvenida, capitán. Mire: las luces se están encendiendo en el Balmoral. Es un club particular, pero estarán encantados de recibirle.

El director del Banco de Midland debía de haberse ido de la lengua, porque fui recibido por las sonrisas y los saludos de los caballeros instalados alrededor de mesas y por las reverencias de los camareros.

Reconocí algunos rostros, aunque el tiempo los había envejecido traidoramente.

En el fondo de la sala, lanzaron una cifra con voz demasiado alta para no oírse:

—¡No lejos de un millón de libras!

Mi cuenta corriente, en efecto, debía de rozarlo.

A cuya frase, a un vejete, que se llevaba la copa a la boca, le dio hipo.

Reconocí en él al director propietario del Weston-Advertirser, el libelo local que, en otra época, me había hecho una bonita reputación por algunas pillerías insignificantes.

"Tú, víbora —me dije—, dentro de ocho días vendrás a pedirme subsidios para tu asqueroso periódico. Pues bien, ¡serás servido!…"

No había terminado mi segunda copa cuando ya la mayoría de los presentes me habían recordado y se habían acercado a estrecharme la mano. A todos ellos les propiné un shake-hand que les disloqué el hombro.
•••
¡Infierno y maldición!

¡Yo, que contaba saborear a gusto el festín divino de la venganza!

Fue suficiente una esquina de cortina levantada por una bonita mano blanca para que la esponja pasara por encima de todos mis rencores y, entre otras capitulaciones, firmé un cheque destinado a alimentar las cajas hambrientas del Weston-Advertirser.

El destino se sirvió del amor para convertirme en un asqueroso asno, y, para colmo, por medio del flechazo, una de las cosas en que nunca he creído en mi vida.

Por la ventana de la cortina, mi vecina más cercana miraba hacia la calle y, al verme pasar, me sonrió. La mano que alzaba la tela de encaje temblaba ligeramente y, en su muñeca, un extraño brazalete de rubíes despedía chispas.

La cortina cayó, pero yo tuve tiempo de ver una figura de tanagra y unos hermosos ojos color de tempestad.

Aquella misma tarde, el notario Mudgett me informó:

—Se trata de miss Martine Messenger…, de una familia patricia del Shropshire. La muchacha vive en Weston hace solamente una quincena de años, por eso usted no pudo conocerla. Cuando vino aquí, apenas tenía veinte años. No hay, pues, indiscreción al calcular su edad.

—¿Rica?

—¡Oh, no! Hasta se pasa sin criados; claro que su casa no es grande.

Y añadió, como con pena:

—No tiene deudas…

Al día siguiente, yo llamaba a la puerta de miss Messenger.
•••
Me recibió en un cuadro indigno de su belleza: un salón glacial, muebles de priorato, ramitos de margaritas en jarrones de falso alabastro.

—Vengo, como vecino de usted, a visitarla—le dije.

—Me encanta su gesto, tanto más cuanto que la costumbre se ha perdido —respondió, con su sonrisa del diablo.

Yo había preparado algunas frases destinadas a cebar una demanda claramente formulada. Las frases se me quedaron a retaguardia, como los malos soldados, pero no la demanda clara y formal.

—Miss Messenger, deseo casarme con usted —le dije.

Ella tamborileó la mesa con un ademán que hizo fulgir los rubíes de su brazalete.

—Yo no lo deseo —respondió—; pero, a pesar de eso, continuaremos siendo excelentes vecinos por lo menos.

Sonrió de nuevo y me tendió la mano, rodeada de llamas. Estaba aprisionado, cogido, perdido, decidido a todo porque fuesen míos los ojos, la sonrisa, la mano de fuego…

Los habitantes de Weston ganaron con ello una paz que yo no les había destinado.
•••
Pocas mujeres me han negado sus favores por toda la faz de la tierra.

Al abandonar a mi vecina, tuve que recurrir a algunos highballs (2) para poner mis ideas en equilibrio.

—Hermosa diablesa —dije—, puedo admitir que rechaces a un hombre, pero no a un millón de libras, aunque digan que no tienes deudas. A menos que tengas un chulillo…

Pero, en Weston, las bellezas masculinas no se prodigan y yo no podía imaginarme ninguna cabeza conocida mía reposando sobre la almohada de Martine Messenger.

El azar intervino lo suficiente para que los celos me mordieran el alma.

Nuestros jardines, separados solamente por un seto, estaban en la proximidad de un amplio prado comunal abandonado desde hacía muchos años y transformado en una especie de selva.

Una noche, cerca de las doce, iba a echar el cerrojo a la puerta del porche, cuando oí chirriar al portillón del jardín vecino y pude ver una forma alejarse rápidamente bajo la luna.

"La bella Martine elige un extraño camino para ir al pueblo —me dije—. ¿Será el de los gatos?"

Un instante después, la seguía a través de las zarzas, las cizañas y las ortigas.

¡Vaya!

Había estado a punto de gritar esa exclamación.

Martine había abandonado el sendero, serpenteando por entre el barbecho, y marchaba deliberadamente hacia los Groves. Era así como se llamaba un cementerio no afecto después de un proceso entre la comunidad y un caballero de la región, y después que Weston se ofreció una necrópolis moderna al otro lado del pueblo.

Miss Messenger alcanzó un trozo de muralla, último vestigio de la tapia que circundaba el campo santo, cuando una nube cubrió la luna, hundiendo en las tinieblas la siniestra extensión y robando a mi mirada la lejana figura.

—No es sitio a propósito para una cita de amor —gruñí, con desprecio.

Sin embargo, pasé dos horas de plantón en la oscuridad, esperando que miss Messenger regresara.

No la volví a ver hasta la mañana siguiente, a la puerta de su casa, cuando echaba miguitas de pan a los gorriones.
•••
Voy a referirme ahora a mi sueño. Como se injerta en una antigua realidad, me veo obligado a referirme a él.

Fue en Sydney.

El Fulmar se hallaba en dique seco y yo había alquilado una habitación en Vine Street. Daba al parque Victoria donde…, ¡el Señor sea alabado!…, apenas crecen los espantosos eucaliptos sin hojas ni sombra. La noche era tórrida y yo dormía mal, cuando, de repente tuve la deliciosa sensación de un abanico que me refrescaba la cara.

En mi duermevela, quise agarrar la misteriosa mano bienhechora y, en efecto, la cogí.

Inmediatamente me desperté, dándome cuenta de que tenía apresada una cosa velluda y desagradable que se debatía con furor. Logré encontrar el interruptor de la luz, instalado a la cabecera de mi cama, y una bombilla se encendió en el techo.

Estuvo a punto de que dejara escapar a mi prisionero, digamos mi prisionera para mayor exactitud.

Era una enorme roussette, uno de esos murciélagos gigantes bastante corrientes en Australia y a los que se les da a voces el nombre de perros voladores.

Aturdido por la luz, el ave nocturna se puso a chillar lúgubremente y su cara me hizo pensar en la de Tina, la perrilla que fue durante mucho tiempo la mascota del Fulmar.

—Tina —dije—, estáte tranquila. No quiero hacerte daño.

Fue entonces cuando vi en el espejo mi cara roja de sangre fresca.

—¡Oh, oh! —exclamé—. Participas con algunas de tus hermanas la fea costumbre de los vampiros. ¡ Satanesca bebedora de sangre! Pero esta noche eres bien recibida, porque el toubib (médico) de la Marina me ha encontrado demasiado gordo y me ha aconsejado una sangría. Acabas de evitarme un gasto de más de media corona, Tina. Si quieres un trago más, sírvete.

El pajarraco no hizo nada, pero pareció calmarse, escucharme y hasta sentir agrado por mis palabras.

—Vete, Tina, y si el corazón te lo pide, vuelve mañana.

Dicho lo cual, le devolví la libertad y la vi desaparecer en la oscuridad del parque.

—¿Lo creerán?

Tina volvió todas las noches siguientes. Me había tomado cariño, me despertaba mordiéndome la nariz y las orejas, dándome, a veces, bofetaditas con sus anchas alas membranosas y ladrando dulcemente como mi difunta perrita.

Creo que debió deplorar mi partida.

No me atreví a llevármela.

La vida de a bordo no podía convenirle.
•••
Ahora, vuelvo hacia mi sueño más reciente.

Me obligaba a hacer un recorrido por el pasado: estaba en Sydney, en mi habitación de Vine Street. Un abanico me enviaba un airecillo fresco al rostro y, al mismo tiempo, sentí una picadura en la garganta.

—Vamos, Tina, al fin has vuelto… Toma tu bebida, querida —exclamé para mí, alegremente, y la cogí por la pata.

Oí su grito y ella trató de desprenderse.

Me desperté. No estaba en Australia, sino en mi casa de Weston y, en la oscuridad, algo se debatía.

No tuve más que apretar un interruptor para iluminar la habitación y, entonces, fui yo quien gritó, pero con indecible estopor.

En mi puño se retorcía Martine Messenger.
•••
Me miraba con ojos inmensos, llenos de pena y de horror.

Una perla roja, húmeda todavía, yacía en una de las comisuras de sus labios y un espejo me devolvía mi imagen, la imagen de mi cara, empapada en sangre.

—Tina… —murmuré, creyendo, iluso aún, que me dirigía a mi roussette de Sydney.

—No me llame Tina —exclamó, con voz ronca, mi cautiva.

El sueño se desvanecía. La realidad subía a la superficie.

Recobré mi ánimo y le dije:

—Tina era una roussette que hizo amistad conmigo. Un murciélago muy grande, bebedor de sangre, un…

—Vampiro…, sí —dijo miss Messeger.

—¿Como usted?

—Sí, como yo.

Yo no había visto otros en mi vida, pero aquellos no se parecían. Sin embargo, encontré la situación de mi gusto.

¡Tanto más cuanto que la golosa era extremadamente bonita!

Llevaba una bata de seda gris que dejaba insolentemente al descubierto sus formas y, tras haber recogido la gota de sangre con la punta de la lengua, su boca me pareció sinuosa y tentadora.

—Tina —dije, siempre teniéndola agarrada por el puño—. Voy a contarte una historia, muy, muy bonita. En Marsella, sorprendí un rata de hotel que quería apoderarse de mi cartera. Hubiera podido entregarla a la Policía; pero eso no me entusiasmaba, porque era bonita y estupendamente formada. Ella encontró justo que gozara de sus caricias y, como este placer fue exorbitante, le dejé mi cartera. Mi historia ha terminado; la nuestra empieza. Rata de hotel y vampiro pagan con la misma moneda.

Dicho lo cual atraje a Martine a mi cama.

Leí tal súplica en sus ojos que detuve mi gesto.

—No… iOh, no! —gimió—. No puedo aún hacerle comprender por qué… No, no. No le negaré nada, pero…, ieso!…

Eso era la cama, que ella miraba con espanto.

—Escuche —me dijo muy bajito—, eso… no es posible… más que abajo.

Abajo…

Me hizo descender al jardín y, cogiéndome de la mano, avanzó con una velocidad tal que estuve a punto de caerme en varias ocasiones. Me hizo atravesar un prado comunal para detenerse, al fin, delante de los Groves.
•••
Martine contorneó algunos monumentos funerarios, negros y olvidados, y se detuvo ante una sepultura abierta.

—Eso —dijo—es todo lo que me permiten los poderes de la noche para recibir al sueño y al amor. Estoy muerta… Estaba muerta cuando vine aquí, hace quince años.

La bata de seda se abrió y un soplo ardiente subió de su pecho.

La tumba abierta nos recibió.

De las murallas de fango, que apretaban nuestros miembros como flancos de sarcófago, subía la inmensa ola de amor de los innumerables esponsales celebrados en las profundidades de la tierra…. bodas negras a las que ahora se añadía la nuestra.
•••
—Vete—dijo—. Déjame dormir.

Ella había puesto un dedo en sus labios y me miraba interrogadora.

—Dios, tú y yo solos lo sabremos —murmuré, para asegurarle el secreto de nuestras noches futuras.

Me icé para salir de la tumba.

Detrás de mí, una mano invisible deslizó la losa sobre la sepultura.
•••
Un hecho estúpido fue la causa de la ruptura fatal.

La mujer que me servía de asistenta cayó enferma y, para reemplazarla, me envió a su hija.

Era una morena magníficamente constituida y de cara provocativa. Se plantó delante de mí, con sus ojos negros fijos en los míos, sus senos puntiagudos al aire, como los de un mascarón de proa.

—¿Es verdad que usted podría pagarme un abrigo de pieles, un reloj de pulsera de oro y brillantes y medias de seda sin que mermase su fortuna? —me preguntó.

—Nada es más cierto—respondí.

—Entonces, ¿a qué espera?—cacareó.

No esperé.

Pero el día en que ella apareció en público con sus costosas prendas y el pueblo murmuró, los postigos de las ventanas de mi vecina permanecieron obstinadamente cerrados.

El carillón lanzó en vano sus notas claras en las profundidades de la casa y el muro medianero permaneció sordo a mis insistentes llamadas.

Por la tarde salté el seto del jardín; pero, apenas hube franqueado el umbral de la puerta trasera, noté el soplo helado de la ausencia y del abandono.

Por la noche, corría a los Groves.

La sepultura estaba abierta y me incliné sobre un monstruoso horror: una calavera reía repugnantemente a las estrellas, un sudario de seda bostezaba sobre una informe podredumbre; entre los huesos del esqueleto ardían los tizones de una multitud de rubíes, mientras que una gran pestilencia subía del sepulcro.

Sin embargo, permanecí allí, implorando al infierno y al cielo a la vez, hasta el momento en que, a lo lejos, cantó un gallo en el campo, anunciando la aurora.
•••
El Fulmer ha echado piel nueva. Eso no es más que un remiendo engañoso, pero que sirve para mis fines. Le he encontrado una tripulación, recogida en el ambiente más sórdido que se pueda imaginar. Pronto nos haremos a la mar, y es seguro que, en la próxima tempestad, mi bravo navío hará su huequecito en el inmenso océano.

Participar un secreto con Dios y los restos de un cadáver seria soportar hasta el fin de mis días un fardo demasiado pesado.

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