Un profeta indio, Smohalla, jefe de la tribu
Wanapum, se negaba a trabajar la tierra. Estimaba que era un pecado herir o
cortar, desgarrar o arañar a «nuestra madre común» con los trabajos agrícolas.
Y añadía: «¿Me pedís que labre el suelo? ¿Voy a coger un cuchillo y a
hundírselo en el seno a mi madre? En tal caso, cuando esté muerto, no me
recogerá en su seno. ¿Me pedís que cave y arranque piedras? ¿Voy a mutilar sus
carnes para llegar hasta sus huesos? En tal caso, yo no podría entrar en su
cuerpo para nacer de nuevo. ¿Me pedís que corte la hierba y el heno y lo venda
para enriquecerme como los blancos? Pero ¿cómo me voy a atrever a cortar la
cabellera de mi madre?» [1].
Estas palabras fueron pronunciadas hace menos de un
siglo, pero nos llegan de muy lejos. La emoción que se siente al oírlas se debe
especialmente a que nos revelan, con un frescor y una espontaneidad
incomparables, la imagen primordial de la Tierra-Madre. Esta imagen se
encuentra por todas partes, bajo formas y variantes innumerables. Es la Térra
Mater o la Tellus Mater, bien conocida de las religiones
mediterráneas, que da vida a todos los seres. «A la Tierra cantaré |se lee en
el himno homérico A la Tierra (1 ss.)], madre universal de sólidos
cimientos, abuela venerable que nutre sobre su suelo todo lo que existe... A ti
te corresponde dar vida a los mortales, así como quitársela...» Y, en las Coéforas
(127-128), Esquilo glorifica a la Tierra que «pare a todos los seres, los
nutre y después recibe de nuevo el germen fecundo».
El profeta Smohalla no nos dice de qué manera los
hombres han nacido de la Madre telúrica. Pero ciertos mitos americanos nos
revelan cómo sucedieron las cosas en su origen, in illo tempore: los
primeros hombres vivieron cierto tiempo en el seno de su Madre, es decir, en el
fondo de la tierra, en sus entrañas. Allí, en los subsuelos telúricos, llevaban
una vida medio humana: eran en cierto modo embriones todavía imperfectamente
formados. Esto es, al menos, lo que afirman los indios lenni lenape o delaware,
que habitaban antaño en Pensilvania. Según sus mitos, el Creador, aunque
tuviera ya dispuestas para ellos sobre la superficie de la Tierra todas las
cosas de que gozaban entonces, había decidido, sin embargo, que los humanos
permanecieran aún cierto tiempo ocultos en el vientre de su Madre telúrica,
para que se desarrollaran mejor, para que madurasen. Otros ritos amerindios
hablan de un tiempo remoto en el que la Tierra Madre producía a los humanos de
la misma manera que produce en nuestros días los arbustos y las cañas[2].
Es ésta del alumbramiento de los humanos por la
Tierra una creencia difundida universalmente [3].
En muchas lenguas se llama al hombre «nacido de la tierra». Se cree que los
niños «vienen» del fondo de la Tierra, de las cavernas, de las grutas, de las
hendiduras y también de los mares, de las fuentes, de los ríos. En forma de
leyenda, de superstición o simplemente de metáfora perduran aún creencias
similares en Europa. Cada región, y casi cada ciudad o pueblo, conoce una roca
o una fuente que «trae» a los niños: las Kinderbrunnen, Kinderteiche,
Bubenquellen, etc. Incluso entre los europeos de hoy día perdura el
sentimiento oscuro de una solidaridad mística con la tierra natal. Es la
experiencia religiosa de la autoctonía: los hombres se sienten «gentes del lugar»,
y es este un sentimiento de estructura cósmica que sobrepasa con mucho el de la
solidaridad familiar y ancestral.
En la muerte, se desea reencontrar la Tierra-Madre y
ser enterrado en el suelo natal. «¡Trepa hacia la Tierra, tu madre!» dice el Rig
Veda (X, xviii, 10). «A ti que eres tierra, te meto en la Tierra», está
escrito en el Atharva Veda (XVIII, iv, 48). «Que la carne y los huesos
retornen de nuevo a la Tierra», se dice en las ceremonias funerarias chinas. Y
las inscripciones sepulcrales romanas delatan el temor de tener las propias
cenizas enterradas en suelo foráneo y, sobre todo, el gozo de reintegrarlas a
la patria: hic natus hic situs est (CXLIX, v, 5595: «Aquí nació, aquí
fue depositado»); hic situs est patriae (viii, 2885); hic quo
natus fuerat optans erat illo revertí (v. 1703: «Allí donde nació, allí ha deseado
regresar»).
«Humi Positio» «La acción de depositar al niño en el suelo»
Esta experiencia fundamental —la de que la madre
humana no es sino la representante de la Gran Madre telúrica— se ha prestado a
innúmeras costumbres. Recordemos, por ejemplo, el alumbramiento sobre el suelo
(la humi positio), ritual que se encuentra casi por todo el mundo, de
Australia a China, de África a América del Sur. En Grecia y Roma la costumbre
había desaparecido en época histórica, pero no es dudoso que existiera en un
pasado remoto: algunas estatuas de diosas del nacimiento (Eileithya, Damia,
Auxeia) las representan de rodillas, exactamente en la posición de la mujer que
da a luz sobre el mismo suelo. En los textos demóticos egipcios, la expresión
«sentarse en el suelo» significaba «dar a luz» o «alumbramiento»[4].
Se capta sin dificultad el sentido religioso de esta
costumbre: el alumbramiento y el parto son las versiones microcósmicas de un
acto ejemplar ejecutado por la Tierra; la madre humana no hace sino imitar
o repetir este acto primordial de la aparición de la Vida en el seno de la
Tierra. Debe, por tanto, hallarse en contacto directo con la Gran Genetrix para
dejarse guiar por ella en el cumplimiento de ese misterio que es el nacimiento
de una vida, para recibir así sus energías benéficas y encontrar en ellas la
protección maternal.
Aún más difundida está la costumbre de depositar al
recién nacido en el suelo. Existe todavía en nuestros días en ciertos países de Europa: al
niño, una vez bañado y fajado, se le deposita en tierra. Acto seguido, el padre
lo levanta (de térra tollere) en señal de reconocimiento. En la antigua
China «se depositaba en el suelo tanto al moribundo como al recién nacido...
Para nacer o para morir, para entrar en la familia viva o en la familia
ancestral (y para salir de una o de otra), hay un umbral común: la Tierra
natal... Cuando se deposita sobre la Tierra al recién nacido o al moribundo, es
ella la que ha de decir si el nacimiento o la muerte son válidos, si se les
debe tomar por hechos adquiridos y regulares... El rito de depositación sobre
la Tierra implica la idea de una identidad sustancial entre la Raza y el Suelo.
Esta idea se traduce, en efecto, en el sentimiento de autoctonía, que es el más
vivo de cuantos podemos captar en los principios de la historia china; la idea
de la estrecha alianza entre una región y sus habitantes es una creencia tan
profunda que persiste en el fondo de las instituciones religiosas y del derecho
público»[5].
Lo mismo que se coloca al niño en el suelo al punto
de nacer, para que su madre verdadera le legitime y asegure la protección
divina, se depositan sobre tierra, a no ser que se les entierre, a los niños y
a los hombres maduros en caso de enfermedad. Este rito equivale a un nuevo
nacimiento. El enterramiento simbólico, parcial o total, tiene el mismo
valor mágico-religioso que la inmersión en el agua, el bautismo. El enfermo se
regenera con ello: nace de nuevo. La operación conserva la misma eficacia
cuando se trata de borrar una falta grave o de curar una enfermedad del
espíritu (la cual representa para la colectividad el mismo peligro que el
crimen o la enfermedad somática).
Al pecador se le coloca dentro de un tonel o de una
fosa cavada en el suelo, y cuando sale de allí, se dice que «ha nacido por
segunda vez del seno de su madre». De ahí la creencia escandinava de que una
hechicera puede salvarse de la condenación eterna si se la entierra viva, se
siembra encima de ella y se recoge la cosecha asi obtenida[6].
La iniciación comporta una muerte y una resurrección
rituales. Por ello, en muchos pueblos primitivos se «da muerte» al neófito
simbólicamente, se le entierra en una fosa y se le recubre de follaje. Cuando
se levanta de la tumba, se le considera como un hombre nuevo, pues ha
sido parido por segunda vez, y directamente por la Madre cósmica.
Mircea Eliade
Lo Profano y lo Sagrado
[1] 67 James Mooney, «The Ghost-Dance religión and the
Sioux Outbreak of 1890»: Annual Report of the Bureau of American Ethnology, XIV,
2, Washington, 1896, pp. 641-1136, pp. 721-724.
[2] 68 cf. Mythes,
revés et mystéres, Gallimard, 1957, pp. 210 ss.
[3] 69 Véase A.
Dieterich, Mutter Erde, 3.a ed., Leipzig-Berlín, 1925; B. Nyberg, Kind
und Erde, Helsinki, 1931; cf. M. Eliade, Traite d'histoíre des
religions, pp. 211 ss.
[4] 70 Cf. las referencias en Mythes, revés et mystéres, pp. 221 ss.
[5] 71 Marcel Granet, "Le dépot de l'enfant sur le sol": Revue Archéologique, 1922; Etudes sociologiques sur la Chine, París, 1933, pp. 159-202, pp. 192 ss. y 197 ss.
[6] 72 A. Dieterich, Mutter Erde, pp. 28 ss.; B. Nyberg, Kind und Erde, p. 150.
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