domingo, 2 de febrero de 2014

«Térra Mater»

Un profeta indio, Smohalla, jefe de la tribu Wanapum, se negaba a trabajar la tierra. Estimaba que era un pecado herir o cortar, desgarrar o arañar a «nuestra madre común» con los trabajos agrícolas. Y añadía: «¿Me pedís que labre el suelo? ¿Voy a coger un cuchillo y a hundírselo en el seno a mi madre? En tal caso, cuando esté muerto, no me recogerá en su seno. ¿Me pedís que cave y arranque piedras? ¿Voy a mutilar sus carnes para llegar hasta sus huesos? En tal caso, yo no podría entrar en su cuerpo para nacer de nuevo. ¿Me pedís que corte la hierba y el heno y lo venda para enriquecerme como los blancos? Pero ¿cómo me voy a atrever a cortar la cabellera de mi madre[1].


Estas palabras fueron pronunciadas hace menos de un siglo, pero nos llegan de muy lejos. La emoción que se siente al oírlas se debe especialmente a que nos revelan, con un frescor y una espontaneidad incomparables, la imagen primordial de la Tierra-Madre. Esta imagen se encuentra por todas partes, bajo formas y variantes innumerables. Es la Térra Mater o la Tellus Mater, bien conocida de las religiones mediterráneas, que da vida a todos los seres. «A la Tierra cantaré |se lee en el himno homérico A la Tierra (1 ss.)], madre universal de sólidos cimientos, abuela venerable que nutre sobre su suelo todo lo que existe... A ti te corresponde dar vida a los mortales, así como quitársela...» Y, en las Coéforas (127-128), Esquilo glorifica a la Tierra que «pare a todos los seres, los nutre y después recibe de nuevo el germen fecundo».

El profeta Smohalla no nos dice de qué manera los hombres han nacido de la Madre telúrica. Pero ciertos mitos americanos nos revelan cómo sucedieron las cosas en su origen, in illo tempore: los primeros hombres vivieron cierto tiempo en el seno de su Madre, es decir, en el fondo de la tierra, en sus entrañas. Allí, en los subsuelos telúricos, llevaban una vida medio humana: eran en cierto modo embriones todavía imperfectamente formados. Esto es, al menos, lo que afirman los indios lenni lenape o delaware, que habitaban antaño en Pensilvania. Según sus mitos, el Creador, aunque tuviera ya dispuestas para ellos sobre la superficie de la Tierra todas las cosas de que gozaban entonces, había decidido, sin embargo, que los humanos permanecieran aún cierto tiempo ocultos en el vientre de su Madre telúrica, para que se desarrollaran mejor, para que madurasen. Otros ritos amerindios hablan de un tiempo remoto en el que la Tierra Madre producía a los humanos de la misma manera que produce en nuestros días los arbustos y las cañas[2].

Es ésta del alumbramiento de los humanos por la Tierra una creencia difundida universalmente [3]. En muchas lenguas se llama al hombre «nacido de la tierra». Se cree que los niños «vienen» del fondo de la Tierra, de las cavernas, de las grutas, de las hendiduras y también de los mares, de las fuentes, de los ríos. En forma de leyenda, de superstición o simplemente de metáfora perduran aún creencias similares en Europa. Cada región, y casi cada ciudad o pueblo, conoce una roca o una fuente que «trae» a los niños: las Kinderbrunnen, Kinderteiche, Bubenquellen, etc. Incluso entre los europeos de hoy día perdura el sentimiento oscuro de una solidaridad mística con la tierra natal. Es la experiencia religiosa de la autoctonía: los hombres se sienten «gentes del lugar», y es este un sentimiento de estructura cósmica que sobrepasa con mucho el de la solidaridad familiar y ancestral.


En la muerte, se desea reencontrar la Tierra-Madre y ser enterrado en el suelo natal. «¡Trepa hacia la Tierra, tu madre!» dice el Rig Veda (X, xviii, 10). «A ti que eres tierra, te meto en la Tierra», está escrito en el Atharva Veda (XVIII, iv, 48). «Que la carne y los huesos retornen de nuevo a la Tierra», se dice en las ceremonias funerarias chinas. Y las inscripciones sepulcrales romanas delatan el temor de tener las propias cenizas enterradas en suelo foráneo y, sobre todo, el gozo de reintegrarlas a la patria: hic natus hic situs est (CXLIX, v, 5595: «Aquí nació, aquí fue depositado»); hic situs est patriae (viii, 2885); hic quo natus fuerat optans erat illo revertí (v. 1703:  «Allí donde nació, allí ha deseado regresar»).


«Humi Positio»  «La acción de depositar al niño en el suelo»

Esta experiencia fundamental —la de que la madre humana no es sino la representante de la Gran Madre telúrica— se ha prestado a innúmeras costumbres. Recordemos, por ejemplo, el alumbramiento sobre el suelo (la humi positio), ritual que se encuentra casi por todo el mundo, de Australia a China, de África a América del Sur. En Grecia y Roma la costumbre había desaparecido en época histórica, pero no es dudoso que existiera en un pasado remoto: algunas estatuas de diosas del nacimiento (Eileithya, Damia, Auxeia) las representan de rodillas, exactamente en la posición de la mujer que da a luz sobre el mismo suelo. En los textos demóticos egipcios, la expresión «sentarse en el suelo» significaba «dar a luz» o «alumbramiento»[4].

Se capta sin dificultad el sentido religioso de esta costumbre: el alumbramiento y el parto son las versiones microcósmicas de un acto ejemplar ejecutado por la Tierra; la madre humana no hace sino imitar o repetir este acto primordial de la aparición de la Vida en el seno de la Tierra. Debe, por tanto, hallarse en contacto directo con la Gran Genetrix para dejarse guiar por ella en el cumplimiento de ese misterio que es el nacimiento de una vida, para recibir así sus energías benéficas y encontrar en ellas la protección maternal.

Aún más difundida está la costumbre de depositar al recién nacido en el suelo. Existe todavía en nuestros días en ciertos países de Europa: al niño, una vez bañado y fajado, se le deposita en tierra. Acto seguido, el padre lo levanta (de térra tollere) en señal de reconocimiento. En la antigua China «se depositaba en el suelo tanto al moribundo como al recién nacido... Para nacer o para morir, para entrar en la familia viva o en la familia ancestral (y para salir de una o de otra), hay un umbral común: la Tierra natal... Cuando se deposita sobre la Tierra al recién nacido o al moribundo, es ella la que ha de decir si el nacimiento o la muerte son válidos, si se les debe tomar por hechos adquiridos y regulares... El rito de depositación sobre la Tierra implica la idea de una identidad sustancial entre la Raza y el Suelo. Esta idea se traduce, en efecto, en el sentimiento de autoctonía, que es el más vivo de cuantos podemos captar en los principios de la historia china; la idea de la estrecha alianza entre una región y sus habitantes es una creencia tan profunda que persiste en el fondo de las instituciones religiosas y del derecho público»[5].

Lo mismo que se coloca al niño en el suelo al punto de nacer, para que su madre verdadera le legitime y asegure la protección divina, se depositan sobre tierra, a no ser que se les entierre, a los niños y a los hombres maduros en caso de enfermedad. Este rito equivale a un nuevo nacimiento. El enterramiento simbólico, parcial o total, tiene el mismo valor mágico-religioso que la inmersión en el agua, el bautismo. El enfermo se regenera con ello: nace de nuevo. La operación conserva la misma eficacia cuando se trata de borrar una falta grave o de curar una enfermedad del espíritu (la cual representa para la colectividad el mismo peligro que el crimen o la enfermedad somática).

Al pecador se le coloca dentro de un tonel o de una fosa cavada en el suelo, y cuando sale de allí, se dice que «ha nacido por segunda vez del seno de su madre». De ahí la creencia escandinava de que una hechicera puede salvarse de la condenación eterna si se la entierra viva, se siembra encima de ella y se recoge la cosecha asi obtenida[6].

La iniciación comporta una muerte y una resurrección rituales. Por ello, en muchos pueblos primitivos se «da muerte» al neófito simbólicamente, se le entierra en una fosa y se le recubre de follaje. Cuando se levanta de la tumba, se le considera como un hombre nuevo, pues ha sido parido por segunda vez, y directamente por la Madre cósmica.





Mircea Eliade   
Lo Profano y lo Sagrado   





[1] 67 James Mooney, «The Ghost-Dance religión and the Sioux Outbreak of 1890»: Annual Report of the Bureau of American Ethnology, XIV, 2, Washington, 1896, pp. 641-1136, pp. 721-724.

[2] 68  cf. Mythes, revés et mystéres, Gallimard, 1957, pp. 210 ss.

[3] 69  Véase A. Dieterich, Mutter Erde, 3.a ed., Leipzig-Berlín, 1925; B. Nyberg, Kind und Erde, Helsinki, 1931; cf. M. Eliade, Traite d'histoíre des religions, pp. 211 ss.

[4] 70 Cf.   las   referencias   en   Mythes,   revés   et   mystéres, pp. 221 ss.

[5] 71 Marcel Granet, "Le dépot de l'enfant sur le sol": Revue Archéologique, 1922; Etudes sociologiques sur la Chine, París, 1933, pp. 159-202, pp. 192 ss. y 197 ss.

[6] 72 A. Dieterich, Mutter Erde, pp. 28 ss.;  B. Nyberg, Kind und Erde, p. 150.

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