domingo, 18 de mayo de 2014

Que creen que ven..



«Todo el mundo en esta sala cree, sin saberlo, o sin habérselo planteado, –al menos se comporta como si lo creyera–, que los niños de hasta siete u ocho años pertenecen a una especie diferente de la nuestra. Vemos a los niños como criaturas a punto de ser corrompidas  por lo mismo que nos corrompió a nosotros. Les hablamos y los tratamos como si estuviese en nuestras manos conseguir que sucedan cosas inimaginables. Hablamos de ellos como seres que llevan en sí la semilla de una raza superior a la nuestra. Y todos compartimos este sentimiento. Por eso en el terreno de la educación abundan los desencuentros y las disputas enconadas, y por eso no hay una sola persona en ningún país que esté satisfecho con lo que se ofrece a los niños [excepto, claro está, en las dictaduras, donde se les educa según las necesidades del estado]. Nos hemos acostumbrado a este hecho y no nos percatamos de lo extraordinario que es. En el caso de otras especies basta con enseñarle a las crías a sobrevivir, a adquirir la destreza de su mayores y los conocimientos prácticos suficientes. Mas sucede que cada generación profiere un gemido de angustia en algún punto determinado, como si la hubieran traicionado, vendido, estafado. Todas las generaciones sueñan con algo mejor para sus hijos, y todas se toman la llegada a la edad adulta de sus jóvenes con una desilusión profunda y secreta, aunque se trate de jóvenes que la misma sociedad ensalza como modelos. Todo esto se debe a la creencia arraigada, pero inconsciente, de que es posible algo mejor que uno mismo. Es como si los jóvenes evolucionasen hacia la adultez en una especie de carrera de obstáculos en que arrostran toda clase de peligros, mientras sus mayores se esfuerzan valerosa, pero inútilmente, por brindarles un futuro mejor. Una vez que alcanzan la madurez, hacen causa común con sus padres, vuelven la vista atrás hacia su infancia y siguen el crecimiento de su hijos con la misma angustia estéril. ¿Lograremos impedir que estos niños se echen a perder como nosotros? ¿Cómo evitarlo? ¡Quién no ha leído al menos una vez, en los ojos de un niño la crítica, la hostilidad, la sombría conciencia del prisionero? Esta actitud sólo se aprecia en ellos cuando todavía son muy jóvenes; es decir, mucho antes de que se alineen con los padres, antes incluso de que su individualidad se vea eclipsada por lo que sus padres dicen que es, por su ‘esto está bien y esto mal’.» El encuentro de aquella noche de padres preocupados por ofrecer a sus hijos algo mejor, una educación mejor, no fue ni más ni menos que un reflejo del fenómeno que se repite en cada generación. Todos los que le escuchaban, sentados en aquellas sillas duras, estaban atormentados por la sensación de que no habían desarrollado todo su potencial. Algo había ido mal. Un doloroso y equivocado proceso se había completado, y ellos, después de haber cursado unos estudios caros –la mayoría de los presentes pertenecía a la clase media–, habían quedado convertidos en seres deficientes, incompletos y en muchos casos claramente desviados. Así pues, no hacíamos sino seguir los pasos de las generaciones anteriores; y ahora mirábamos a nuestros niños como si poseyesen las cualidades necesarias para llegar a ser –siempre y cuando les proporcionáramos la educación apropiada– seres completamente diferentes de nosotros, mejores, más valientes, y alegres. Eso y mucho más: nos parecían cachorros de otra especie, libres, sin miedo, con todo un mar de posibilidades ante ellos, rebosantes de esta cualidad que todo el mundo reconoce, aunque nadie ha sabido definir, cualidad que todos los adultos pierden y saben que pierden.



d. l.


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