«Todo el mundo en
esta sala cree, sin saberlo, o sin habérselo planteado, –al menos se comporta
como si lo creyera–, que los niños de hasta siete u ocho años pertenecen a una
especie diferente de la nuestra. Vemos a los niños como criaturas a punto de ser corrompidas por lo mismo que nos
corrompió a nosotros. Les hablamos y los tratamos como si estuviese en nuestras
manos conseguir que sucedan cosas inimaginables. Hablamos de ellos como seres
que llevan en sí la semilla de una raza superior a la nuestra. Y todos
compartimos este sentimiento. Por eso en el terreno de la educación abundan los
desencuentros y las disputas enconadas, y por eso no hay una sola persona en
ningún país que esté satisfecho con lo que se ofrece a los niños [excepto,
claro está, en las dictaduras, donde se les educa según las necesidades del
estado]. Nos hemos acostumbrado a este hecho y no nos percatamos de lo
extraordinario que es. En el caso de otras especies basta con enseñarle a las
crías a sobrevivir, a adquirir la destreza de su mayores y los conocimientos
prácticos suficientes. Mas sucede que cada generación profiere un gemido de
angustia en algún punto determinado, como si la hubieran traicionado, vendido,
estafado. Todas las generaciones sueñan con algo mejor para sus hijos, y todas
se toman la llegada a la edad adulta de sus jóvenes con una desilusión profunda
y secreta, aunque se trate de jóvenes que la misma sociedad ensalza como
modelos. Todo esto se debe a la creencia arraigada, pero inconsciente, de que
es posible algo mejor que uno mismo. Es como si los jóvenes evolucionasen hacia
la adultez en una especie de carrera de obstáculos en que arrostran toda clase
de peligros, mientras sus mayores se esfuerzan valerosa, pero inútilmente, por
brindarles un futuro mejor. Una vez que alcanzan la madurez, hacen causa común
con sus padres, vuelven la vista atrás hacia su infancia y siguen el
crecimiento de su hijos con la misma angustia estéril. ¿Lograremos impedir que
estos niños se echen a perder como nosotros? ¿Cómo evitarlo? ¡Quién no ha leído
al menos una vez, en los ojos de un niño la crítica, la hostilidad, la sombría
conciencia del prisionero? Esta actitud sólo se aprecia en ellos cuando todavía
son muy jóvenes; es decir, mucho antes de que se alineen con los padres, antes
incluso de que su individualidad se vea eclipsada por lo que sus padres dicen
que es, por su ‘esto está bien y esto mal’.» El encuentro de aquella noche de
padres preocupados por ofrecer a sus hijos algo mejor, una educación mejor, no
fue ni más ni menos que un reflejo del fenómeno que se repite en cada
generación. Todos los que le escuchaban, sentados en aquellas sillas duras,
estaban atormentados por la sensación de que no habían desarrollado todo su
potencial. Algo había ido mal. Un doloroso y equivocado proceso se había
completado, y ellos, después de haber cursado unos estudios caros –la mayoría
de los presentes pertenecía a la clase media–, habían quedado convertidos en
seres deficientes, incompletos y en muchos casos claramente desviados. Así
pues, no hacíamos sino seguir los pasos de las generaciones anteriores; y ahora
mirábamos a nuestros niños como si poseyesen las cualidades necesarias para
llegar a ser –siempre y cuando les proporcionáramos la educación apropiada–
seres completamente diferentes de nosotros, mejores, más valientes, y alegres.
Eso y mucho más: nos parecían cachorros de otra especie, libres, sin miedo, con
todo un mar de posibilidades ante ellos, rebosantes de esta cualidad que todo
el mundo reconoce, aunque nadie ha sabido definir, cualidad que todos los
adultos pierden y saben que pierden.
d. l.
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