Los primeros siglos vivieron en los desiertos del
Sinaí. Entonces, una mañana se cayó un clavo de una pared en Constantinopla y
con él cayeron todos los clavos de las paredes a lo largo y ancho del imperio
bizantino. El clavo que movió todos los demás movió también a los monjes del
Sinaí y los desterró a otro lugar. La migración se efectuó de la siguiente
manera: Cuando el príncipe romano Pedro se quitó para siempre su yelmo, lo
llenó de vino y bebió de él, decidió llevar una vida de asceta. Se puso a buscar
un lugar donde nadie le encontrara, donde nadie supiera su nombre. No hay en
todo el imperio un lugar así, le decían. Entonces se le apareció en sueños una
mujer calzada con su propio cabello, con guantes tejidos con ese mismo pelo
(pero no cortado) y le dijo: —Te salvará uno de tus dedos si cambias de nombre.
El general
sólo tenía tres dedos y durante largo rato se rompió la cabeza tratando de
interpretar el sueño. Finalmente dedujo que tenía que cambiar su nombre, Pedro
(que significa piedra), por otro que significara algo totalmente opuesto a la
piedra. De modo que optó por el agua y subió a bordo de un barco dejando que su
nuevo nombre —agua— le llevara a donde quisiera. El barco pasó cerca de la isla
de Tassos, chocó contra unos arrecifes submarinos y él fue arrojado por el agua
sobre una playa desierta. Sin saber dónde estaba, empezó a vivir en esa soledad
absoluta que hace que las uñas se pelen y las cejas encanezcan. Dividió los
sonidos de su boca en masculinos y femeninos, y en las festividades de la
Virgen pronunciaba sólo las vocales de sus oraciones y en las otras
festividades sólo las consonantes. Probablemente nunca supo que vivía y que
moriría en uno de los tres dedos de la península Cálcidica: en el cabo vuelto
hacia alta mar que en la antigüedad se llamaba Akte. En Grecia se oyó hablar de
su vida de asceta. Dicen que le delataron los pájaros a los que había enseñado
a hablar. Iban llegando uno a uno a Constantinopla, se posaban en los mástiles
de los barcos, llevando las hembras en sus trinos las vocales y los machos las
consonantes de las oraciones. Cada domingo se podía oír cómo los pájaros,
posados en los mástiles de la flota del puerto, deletreaban el padrenuestro y
el avemaria.
Sorprendidos y asustados, los marineros siguieron a los pájaros hasta la
península de Akte, donde Pedro vivía como ermitaño, y la llamaron Monte Athos.
Pero otros monjes no habrían seguido su ejemplo si no hubiera ocurrido una gran
desgracia, una de esas que hacen olvidar el pan en la boca y provocan que un pelo
se vuelva blanco cada vez que se pestañea.
Una mañana,
en las iglesias de la capital los iconos amanecieron una lanza más altos que la
noche anterior. Se rumoreaba que lo había ordenado el basileus para que la muchedumbre
de fieles no pudiera profanar las santas mejillas. Pero la desgracia también
avanza a pasos, un pie tras otro, de modo que después del izquierdo avanzó el
derecho. En el muelle de Constantinopla atracó un barco cargado de monjes
desterrados del Sinaí. Todos eran pintores de iconos y todos pertenecían a la
orden de los solitarios. Cumpliendo el mandato del emperador, al barco que
transportaba a los pintores sólo se le dio pintura para beber y madera de
iconos para comer, le quitaron las velas y fue abandonado a merced de las olas.
Los funcionarios imperiales los despidieron burlándose de ellos: —El que vea el
más verde de todos los colores verdes será capaz de llevar el barco a puerto y
salvar a los pasajeros...
Pero ningún
pintor encontró el verde más verde, aunque sea el color que da la buena suerte,
igual que pocos han muerto por haber hallado el más amarillo de todos los
colores amarillos del mundo, color que provoca la muerte. De manera que el
barco se hizo a la mar y llevado por las corrientes submarinas naufragó en los
arrecifes del Monte Athos, donde una parte de los pintores se ahogó y la otra,
con la barba entre los dientes, llegó a nado a la costa.
Entonces
comenzaron por todo el imperio terribles persecuciones contra los adoradores de
iconos. El primer icono que retiraron los soldados fue el de la entrada de la
ciudad, el de Vlaherna, luego los de la iglesia de las iglesias, y por fin, los
de todos los templos de Constantinopla y del vasto imperio. Hasta el último,
que representaba a Satanás. Los clavos rodaban por las calles y era imposible
caminar sin lastimarse los pies. La corte empezó a confiscar los bienes de los
monasterios y de las personas que se negaban a obedecer y guardaban,
clandestinamente, los iconos, aunque vueltos de cara a la pared. Por lo general
se trataba de monasterios idiorrítmicos, consagrados a la Madre de Dios, y los
monjes eran solitarios, porque es en solitario donde más a menudo se practica
la pintura, y no es casualidad que el primer pintor de iconos, san Lucas, antes
que nada pintara a la Virgen. Sin embargo, los otros monasterios, que se regían
según los principios de una vida comunitaria, no se tomaron muy a pecho la
destrucción de los iconos y la persecución de los adoradores de iconos. Miraban
cómo los fugitivos y condenados, sus hermanos de la orden de los solitarios,
procedentes del Sinaí, de Capadocia, de Constantinopla y de otros lugares, eran
embarcados en galeras sin timón y sin velas e, igual que aquel primer barco,
abandonados a merced de las olas y los elementos. Las corrientes les arrastraban
hacia el norte, siempre por la misma ruta (incluso hoy en día, en algunos
lugares, este itinerario es llamado la ruta de los pintores) a través del mar
Egeo hasta que los remolinos les arrojaban al Monte Athos, donde los arrecifes
submarinos les hacían naufragar, del mismo modo que antaño naufragó la armada
de Jerjes en ese afilado cabo de la última península de la Calcidia. Así, los
solitarios que sobrevivieron a los naufragios formaron una gran colonia de
monjes en ese lugar, y el centro de la vida monacal se trasladó del Sinaí al
Monte Athos.
Pero
también aquí planeaba sobre ellos la mano imperial, con el ojo vigilante puesto
en el látigo. A los solitarios recién llegados, desterrados al Monte Athos y a
otros lugares, les estaba prohibido renovar su orden, sólo les estaba permitido
entrar en los monasterios de vida comunitaria, y si fundaban nuevos
monasterios, éstos tenían que estar consagrados a la Santísima Trinidad y
regirse según los principios de la vida comunitaria. Porque los monjes solidarios
estaban más a salvo de las persecuciones que los solitarios. Ellos nunca habían
estado especialmente ligados ni a los iconos ni al arte de la pintura,
encendían a la Virgen la cuarta vela, la de las mujeres, cuando ya estaban
encendidas las velas masculinas consagradas a la gran trinidad de la iglesia
cristiana, por lo que los iconoclastas eran tolerantes con ellos. Cuando se les
castigaba a bofetadas, sólo una de cada tres bofetadas recaía sobre los
solidarios. Pero esto duró tan sólo un centenar de años. El tiempo que necesita
el alma para esconderse tras las cejas.
II. II
Mucho tiempo ha, cuando en Grecia aún se enseñaba en
la escuela las formas de mentir, el Monte Athos estaba gobernado por un tal
Karamustafá bey, malvado y tirano que solía afirmar que un día de la semana era
de Dios y los seis restantes eran suyos. Tenía un caballo del que se decía que
los domingos rezaba frente a la iglesia, y en su estufa un fuego siempre
encendido al que llamaba Sofía, con el que amenazaba con quemar, y lo hacía, lo
que quisiera y cuando quisiera para hacerlos entrar en razón. De vez en cuando
enviaba un mensaje al Monte Athos anunciando que iba a quemar Hilandar, uno de
los monasterios más grandes de la península Atos, que por lo demás le resultaba
más accesible vendo por tierra. En vísperas de las expediciones y pillajes, los
galgos blancos del bey eran lavados con azulete; el bey podía golpear con la
vaina como si fuera el sable y estrangular a un hombre con su larga trenza
grasienta en vez de con la mano. Era sabido que desde hacía tiempo se había
convertido en una bestia a cuya sombra ni siquiera el viento soplaba, que en
alguna parte de África había visto uno de esos monos que se ven solamente una
vez en la vida y que por épocas se van al otro mundo. Le tendió la mano al
mono, dejó que se la mordiera y desde entonces todas las mañanas exigía que el
hodja le leyera la inscripción que la mordedura del mono había dejado en su
carne.
—Vivimos en
un tiempo prestado —decía Karamustafá; por las noches escuchaba a sus galgos
reír en sueños y lloraba a menudo royendo su sable, atormentado porque no tenía
descendencia. Un día llegaron unos monjes del Monte Athos, de Hilandar, para
pagar el tributo, y él les preguntó si era cierto que en su monasterio crecía
una vid que databa de la época de los zares serbios y que sus uvas, del tamaño
de un ojo de buey, ayudaban a las mujeres estériles. Habiendo recibido una
respuesta afirmativa, el bey envió con pilos a su perra para que la alimentaran
con aquellas uvas, pues ni siquiera sus perros procreaban...
Los monjes
partieron llevando a la perra, pero la dejaron en una barca porque nada que no
tenga barba puede pisar el Monte Athos. La devolvieron al cabo de noventa días
y ella parió siete cachorros. El bey se asustó y lo interpretó como una señal,
vistió el hábito de penitente y se fue hasta la frontera del Monte Athos con el
sable clavado en un tronco y los dientes untados de negro. Le seguía a caballo,
debajo de una pequeña tienda, su esposa con una cuna vacía. Los monjes les
esperaron y les instalaron en los límites de las tierras de Hilandar, que
también eran la frontera norte del Monte Athos. Todas las mañanas llevaban a la
esposa del bey uvas de la vid que crecía bajo la tumba de Nemania, junto a la
pared del templo de Vavedenia, donde los enormes granos pintan de azul las
losas de piedra.
—Si tengo
un hijo —prometió entonces el bey a los monjes—, os traerá en la boca fuego del
mar para encender una vela, y os lo entregaré para que sirva durante toda su
vida en el monasterio.
Cuando su
deseo se convirtió en realidad y las entrañas de la caduna se desataron, el bey
tuvo no un hijo, sino dos a la vez. Ahora sí que había que saltar muy alto. No
uno, sino dos hijos les debía a los monjes. Entretanto, las aguas corrían
llevando nueces y manzanas al mar, el bey tuvo muchos hijos y volvió a ser
aquel tirano sanguinario que contaba sus pasos con el sable.
Sus
primogénitos crecían y se decía que iban a llegar muy lejos. Pero tras su
desmesurada audacia, que pronto se convirtió en leyenda, se escondía una
enfermedad. Uno de los muchachos había notado, siendo aún niño, que era
insensible al dolor y que un latigazo le atraía más por el chasquido que por el
daño que producía. Su hermano descubrió de otra forma esta particularidad.
Debía de tener unos quince años cuando en una calle de Tesalónica se tropezó
con una muchacha que le lanzó una mirada furtiva a través de su espejito. Al
cruzarse con él, los largos cabellos negros de la joven le azotaron y le
hicieron un corte en la mejilla. Pero a él no le dolió. Tan sólo advirtió un
poco de su sangre que había quedado en el pelo de la chica. Los dos hermanos
comprendieron entonces qué era lo que les sucedía. Estaban privados del
beneficio del dolor. En el futuro, lo único que debían temer era perder la vida
en una contienda sin percatarse de ello. En la primera batalla a la que
Karamustafá les llevó hicieron tal carnicería que tuvieron que cambiar tres
veces de caballo. Después del combate, se encerraron en su tienda de campaña,
rodeados por las ovaciones de la tropa, y se examinaron el cuerpo el uno al
otro buscándose las heridas que no eran capaces de localizar, ya que no sentían
dolor y tenían que meter el dedo en la llaga para cerciorarse. En ese espacio
sordo entre el ataque y la busca de heridas se enfurecían y llegaron a ser
peores que su padre. A nadie se le había ocurrido pensar que, al cabo de
diecisiete años, cuando sus hijos alcanzaron la mayoría de edad, Karamustafá
iba a presentarse a la puerta del monasterio llevando a sus dos primogénitos
para ofrecerlos a los monjes, tal y como había prometido.
—¿Quién
habría obligado al bey a hacer ese gesto? —se preguntaban en los campamentos
militares.
—¿Quién se
atrevería a dejar entrar en el monasterio a los dos hijos del bey? —se
preguntaban, a su vez, los monjes en su celda—. Abres la puerta y los dejas
entrar, pero ¡fíjate en las huellas de lince que dejan!
—Es muy
simple —dijo entonces uno de los superiores del monasterio—. Hay que proceder
de la siguiente manera: »Entrégale a uno la llave y el dinero, al otro la cruz
y el libro. Nombra al primero administrador, que se haga cargo del comercio,
que tenga poder sobre los bienes del monasterio, vele por la bolsa, disponga
del ganado, de la tierra y del agua. Pero no le pongas la cruz en la mano y no
le concedas honores ni alabanzas, que ocupe su lugar al final de la mesa, que
su nombre esté bajo su gorra y su lengua contra sus dientes, manténle bajo la
palma de tu mano para poder trasladarle si fuera necesario...
»En cuanto
al otro, colócale a la cabecera de la mesa, con la cruz y el libro, dale un
nombre conocido, un nombre de los más célebres entre los intérpretes de las
Sagradas Escrituras, señálalo con el índice ante los demás como un ejemplo,
como el que tiene los pensamientos más puros... Pero no le pongas la llave y la
bolsa en la mano, no le des ningún tipo de poder, y ten tú todas sus
pertenencias. Y que entre él y su hermano sea como entre las aguas que
correrían si tuvieran cauce y el cauce que sería río si tuviera agua. Y mientras
sean rivales, podremos estar tranquilos. Pero si se ponen de acuerdo, si llegan
a casar la cruz con la llave, si se dan cuenta de que tienen el mismo nombre,
entonces no tendremos más remedio que atar las mulas a los barcos para que no
nos falte carne salada en alta mar, porque aquí no podremos quedarnos...
Este fue el
consejo del anciano, pero cuando el día indicado los dos hijos del bey, con las
riendas al cuello y el fuego del mar en la boca, se presentaron a las puertas
del monasterio, todos titubearon. Los jóvenes entraron en el monasterio
solemnemente, seguidos por dos criados que llevaban en una bandeja de plata las
trenzas de sus señores enlazadas en una sola. Entonces el superior cambió de
opinión. Se dirigió a su huésped con una propuesta que satisfizo tanto a Dios
como al bey: —Nosotros no te dimos a tus hijos —dijo el monje a Karamustafá—,
así que tampoco te los podemos arrebatar. Que te los quite el que te los dio,
es decir, el Altísimo...
Los
muchachos mordieron las puntas de las velas recién encendidas, se llevaron el
fuego en la boca de vuelta al mar y no ingresaron en el monasterio...
Se cuenta
que perecieron en el río Pruta, siendo enemigos a muerte, hasta el último
aliento. Uno de ellos era haznadar —tesorero— del ejército turco, y el otro, un
derviche, del que dicen que sabía interpretar el Corán mejor que nadie.
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