De repente, la oscuridad había invadido el bosque. Mi madre tuvo una extraña premonición, un inquietante presentimiento, de modo que nos cogió de la mano y nos dirigimos hacia casa. Íbamos cargando uno tras otro el saco de piñas porque no queríamos quedarnos sin la abundante y triste cosecha de nuestro otoño. Mi madre no se había equivocado. Cuando nos acercamos al pueblo, vimos luz en la casa de nuestros familiares: detrás del cristal pudimos entrever el centelleo fantasmal de un fuego fatuo. Todos nos estremecimos. ¿Quería mi madre que él regresara? ¿Lo había perdonado por su buen corazón? Sin duda alguna. Pero al entrar en el corral, no sin un miedo supersticioso, y al llamar a la puerta de la señora Rebeca, mi madre retrocedió. A buen seguro esperaba encontrarse en casa a nuestro padre, que iba a ver a toda su familia, ahora ya reconciliada gracias a los sufrimientos compartidos y al vía crucis de nuestra tribu. Pero en casa sólo nos encontramos a la tía Rebeca, y su aspecto no nos inspiró confianza. En un primer instante nos quedamos mudos de asombro. ¡Dios mío, cómo había cambiado! No quedaba ni rastro de su exuberante cabellera, su moño se había desplomado, los bucles de sus sienes se habían chamuscado como por obra de las llamas. Tenía en la mano un pesado candelabro, aunque descubrimos con sorpresa que sólo uno de los brazos contenía una vela de estearina y que los demás estaban vacíos. Y ese candelabro, que sólo tenía una vela encendida, junto con las llamas inexistentes y los brazos muertos, sin duda estaba allí para anunciarnos lo que la tía Rebeca misma iba a decirnos (movía lentamente, con dignidad, su cabeza marchita, de manera significativa, primero a la izquierda, luego a la derecha, y luego, otra vez, más despacio): ¡ya no está! ¿Fue aquello un momento de alivio o la desesperación muda que nos invadió? Mi padre… ¡estaba muerto¡
En cualquier caso opuse a su muerte la más firme de las dudas. Estaba convencido de que la tía Rebeca no nos había dicho la verdad, a pesar de que su aspecto y sus movimientos tenían algo trágico. Pero todo aquello me daba igual: a mí me parecía un fraude, el deseo de la señora Rebeca de deshacerse de mi padre de la forma menos dolorosa posible, con ese lento movimiento de cabeza. Su rostro estaba pegado al nuestro (se había vuelto miope), la llama de la vela casi rozaba nuestras mejillas, cuando volvió a mover la cabeza para cada uno de nosotros, siempre con un sentido diferente aunque cargado del mismo significado negativo: a mi madre le dirigió una compasión sincera; a Ana, un consejo pedagógico: desde ahora, mi pequeña cousine, ¡ándate con ojo! Y a mí, una maldad oculta: tu creencia en su inmortalidad pronto se verá desmentida, pequeño presumido: ¡el tiempo se apoderará de tu fe! Parpadeando significativamente, con sus ojos sonrientes pero malévolos, y su rostro y su boca como petrificados, mantuvo un largo rato la llama de la vela cerca de su mejilla, sacudiendo a derecha e izquierda su nariz grande y clavándonos las pupilas. ¿Tenía algún otro sentido aquella mímica? ¿Qué es lo que se ocultaba en esos ojos negros de brillo lunático? Me parece que ese matiz perverso provenía de su deseo de comunicarme que mi padre, lejos de morir como un héroe, con una frase inmortal en los labios, recordada y citada por la posteridad como ejemplo de entereza filosófica y de sobria serenidad ante el rostro de la gran muerte, había hecho todo lo contrario, ya que mi padre, delante de sus verdugos… Oh, no me cabe la menor duda. Seguramente presintió el significado del juego peligroso al que le estaban sometiendo, y cuando le obligaron a colocarse a la izquierda, entre mujeres y niños, entre enfermos e inútiles para el trabajo (ya que él era todas estas cosas a la vez: el gran enfermo y la mujer histérica, embarazada por una eterna y pesada gravidez parecida a un tumor enorme; el niño grande de su época y de su tribu, también incapaz de trabajar en lo que fuera, tanto mental como físicamente, dado que la curva de su genio y de su actividad se arqueaba peligrosamente, llegando así, en su trayectoria circular, hasta el punto de partida, hasta el cero absoluto, hasta la más completa negación), a la izquierda, pues, de Dios y de la vida, pensó mi padre, aunque sólo fuera por un instante, que todo aquello era un engaño que se hacía a sí mismo, debido a su sentido del humor y a su desenvoltura en las situaciones más comprometidas, para sentir, inmediatamente y sin ninguna vacilación, en sus tripas y en su loca cabeza, que se había colocado en el lado de la muerte voluntariamente, de manera estúpida, y que por lo tanto le habían engañado como a un niño… Los ojos malévolos de la señora Rebeca reflejaban la posibilidad de adivinar la verdad amarga y trágica: caminando en esa columna de desgraciados y enfermos, entre pálidas mujeres y niños atemorizados, andando con ellos y a su lado, alto y cargado de espaldas, sin sus gafas ni su bastón, ya confiscados, bamboleándose inseguro, en esa columna de sacrificados, como un pastor entre su rebaño, como un rabino entre sus fieles, como un profesor enfrente de sus alumnos… (Oh, no! Le golpearon con sus porras y sus culatas, él gemía y se desplomaba, las mujeres le animaban y le sostenían mientras él, ¡ay!, lloraba como un crío y expandía el olor de su cuerpo, el terrible hedor de sus tripas traicioneras.
Texto: Danilo Kis
Imagen: Antonello da Mesina
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