Conferencia de recepción del premio Menéndez Pelayo por Ernesto de la Peña
Daré lectura ahora a la plática que tengo el atrevimiento de presentar a su consideración. El título es Las realidades en el Quijote y lo encabeza un epígrafe que dice “There are more things in Heaven and Earth, Horatio, than are dreamt of in your philosophy”. “Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, que las que soñó tu filosofía.” Shakespeare, Hamlet, acto primero, escena quinta.
Desde sus orígenes en la antigua Grecia, el problema filosófico de la naturaleza y conocimiento de la realidad ha sido una continua elusión. Nadie ha encontrado la solución que satisfaga a todos. La ontología y la gnoseología siguen con los brazos abiertos. El arco intelectual que va del optimismo ontológico de Parménides al río que no se detiene de Heráclito, abarca todos los matices del conflicto. En otra vertiente del mismo problema, tendríamos que internarnos en las realidades atómicas y subatómicas para descubrir que una simple rama de hierba es un amacijo de extraordinaria complejidad, formado por órbitas de corpúsculos imperceptibles para el ojo, pero definitorios para la física. La naturaleza íntima de una rosa está formada de constelaciones diminutas que cumplen puntualmente sus rutinas. El mundo natural en su conjunto podría definirse diciendo que está constituido y recorrido por sistemas solares, cometas y nebulosas. Lo real que percibimos es simplemente una dermis que cubre convulsiones mínimas pero que transforman a la sustancias químicas que son base de todo lo creado y les dan el cariz que nos es familiar. Para algunos filósofos sería un caso de natura naturata, para los físicos es la estructura íntima de la materia.
A esto añadamos la convicción dogmática del Génesis: “Y todo aquello que el hombre denominó de los seres creados, ese es su nombre.” Esta convicción, se reflejará indefectiblemente en la cultura cristiana con el resultado del maridaje incongruente que ha caracterizado desde sus orígenes al mundo occidental. Poder dar nombre a una cosa es, en cierta forma, apoderarse de ella, situarla en una especie de procedimiento entitativo original que da paz al pensamiento. Nombrar es poseer. Lo nombrado nos pertenece y podemos ejercer una especie de dominio sobre ello. Recuerden el pasaje del hombre sin atributos de Musil, en donde la mujer que va caminando por la calle tiene un accidente y entonces el que la acompaña le dice se trata de un problema de ruta de frenado y aunque ella no entiende lo que significa bremsweg se siente muy contenta con tener una designación para eso.
Pero nombrar es mucho más, es dar entidad a lo nombrado, que a partir del momento en que recibe este privilegio existe, no antes. Pero muy lejos de mi intención está acercarme a esos despeñaderos del pensamiento. Mi propósito es más sencillo y tiene una relación directa con los intereses vitales del gran erudito cuyo centenario celebramos: Marcelino Menéndez Pelayo. Se trata de mis modestas aproximaciones a la obra emblemática de la literatura española, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, cuyo planteamiento inicial nos ofrece dos realidades, o dos aspectos de una sola, que se enfrentan, que no concuerdan entre sí. En las letras universales, y tal vez sin proponérselo, esta novela pone palmariamente de manifiesto la relatividad del conocimiento, la elusividad del mundo real. Lo que ve el caballero, no es lo que percibe su escudero. Don Quijote y Sancho son dos miradas, dos percepciones que asintóticamente viajan, siempre unidas sin cruzarse jamás.
La concepción de la realidad general, la de la gente común y corriente coincide con la de Sancho. Sólo disiente de ella, la del caballero de la triste figura. Las primeras consecuencias de este desencuentro saltan a la vista: Don Quijote sufre palizas, estocadas y puñetazos a cada momento, y Sancho, terrenal y sensato, se ve arrastrado por las insensateces de su amo. La imaginación tiene prelacía sobre la realidad común. El mundo de esta pareja inmortal está, por así decirlo, en un continuo enfrentamiento bifronte. La fantasía del caballero ha transformado de tal modo lo real, que logró crear un universo paralelo de su exclusiva pertenencia. Y como estamos dentro del terreno de lo novelesco, hemos de acatar sus reglas. No sólo los hombres con quienes se encuentra le dan maltrato, los objetos mismos se encargan de castigarlo. Los colosales gigantes, aviesos y descomedidos, a quienes acomete lanza en ristre son simples molinos de viento que lo arrastran con sus aspas y lo dejan muy mal parado.
En el fondo de su conciencia, Don Quijote debe de haber pensado en una especie de conjuración universal, pero se consoló siempre a reflexionar que tales contratiempos son inherentes al sacrosanto ejercicio de la caballería andante y que él, epónimo de tal actividad, ha de padecer los sinsabores de sus amados héroes Amadís, Palmerín, Tirante el Blanco, Esplandián, Pedianís. Tal vez un propósito subyacente o un paralelismo notable en el denodado recorrido del caballero y su escudero por diversos linderos de España es la búsqueda, la quest, encaminada a encontrar ese objeto indeterminado que se llama Grial, el Santo Grial. En todo caso la actitud moral del caballero sigue rutas similares en su intento de encontrar, contra toda esperanza, la bondad que anida en el corazón de los hombres. Y llamo indeterminada a aquella encuesta porque su naturaleza varía, desde la generalizada idea de que se trata del cáliz de la transustanciación, el recipiente en el que, de acuerdo con los cristianos, Cristo trocó en vino su propia sangre, como lo concibió Chrétian de Troyes, y la idea que recorre el Parcifal, de Wolfram von Eschenbach, un objeto indefinido de renuncia espiritual con correlatos quizás alquímicos o mágicos. A partir de las viejas leyendas que hacen viajar hasta la actual Inglaterra a José de Alimatea y el colosal e influyente Ciclo Artúrico y de los caballeros de la Tabla Redonda, las expediciones caballerescas se tiñen con este halo de misterio, santidad, y busca del sentido de la vida.
Todo esto influyó en el ánimo de Cervantes, porque se había infiltrado en mayor o menor medida, en las novelas de caballería que él conoció también. Pero el cerco que le pusieron la actitud y las aventuras mismas que emprende su personaje hace a un lado, omite tal vínculo que, repito, es simplemente una especie de realidad intangible del mundo cristiano. En la empresa intrépida y alucinada del caballero, la concepción de ese ideal moral, encarnado en el Grial, se ascendra en un empeño generoso y caritativo, a la genuina manera cristiana, en busca de la justicia y la equidad entre los hombres. No hay vinculación literal alguna, entre las aventuras, algunas veces esperpénticas de Don Quijote, y la persecución del objeto sagrado. El nexo es de índole no externa, por eso es más profundo y significativo. Los paladines que trastornaron el seso al caballero, convirtieron la realidad circundante en pretexto de aventuras que demostraran su heroicidad, su temeridad y su rendimiento a la dama que los ha convertido en vasallos de su albedrío. Y aquí percibimos la huella de la concepción provenzal del amor. Estaría incompleto el poderoso influjo medieval si no tuviera una doncella en cuyo honor hace sus desplantes. Así nace Dulcinea del Toboso.
El mundo está sometido a la fantasía. La realidad es una especie de máscara que compete al caballero arrancar para descubrir su verdad intrínseca, poética. Don Quijote es la culminación y acabamiento de esta idea heroica, mística y mágica del mundo natural. Su osadía inicial y determinante, consiste en renunciar a una vida muelle y sin problemas en pro de lo incierto y azaroso de lo caballeresco.
La prédica cristiana habla de la transitoriedad de este mundo y de la perennidad del venidero. Esto a los ojos de Don Quijote fue un ingrediente más de su desvarío. A partir de Roldán, los insignes caballeros aventureros son emblemas de la moral cristiana. Son heraldos del más allá que con sus acciones desean asegurarse un sitial entre los elegidos. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha podría, sin traicionar su esencia, interpretarse como una forma de la misma búsqueda, de la quest, condicionada y adobada, por trasuntos del amour courtois, que había permeado de elegancia y delicadeza los ideales caballerescos. Pero el común de sus contemporáneos no comprende tal actitud y la rechaza de manera instintiva. Lo otro, lo diferente, no es bienvenido; hay que eliminarlo. La tarea aparentemente superficial de proscribir la lectura de estos libros engañosos queda cumplida en las páginas de la magistral novela. En los pasajes que narran las aventuras de esta indeleble pareja se notan muy a las claras, las muchas lecturas que el propio Cervantes había hecho de las novelas de caballería.
El escrutinio que emprenden en su biblioteca el cura y el barbero, apoyados por la sobrina y el ama despliega ante nosotros el amplio conocimiento que Cervantes tuvo de este género novelesco y el gran deleite que le produjo. Porque los comentarios que hace el cura denotan que ha leído muchas de las obras y puede emitir un juicio sobre ellas. Este discrimen es el del propio Cervantes, como lo es el desarrollo de la locura del caballero, locura que a fin de cuentas es un acercamiento diferente de acercamiento a la realidad. Porque tampoco podemos perder de vista que el loco, a menudo, es más sensato que los cuerdos, y Don Quijote, gracias a su fantasía y a su ánimo bondadoso, logra transformar el mundo en que se mueve haciéndolo más rico y más fructífero; cualidades derivadas de tal insania.
Erasmo, al dirigirse al pueblo en general, se enmascara tras la figura de un bufón, más sabio que la comunidad. Su locura es, en realidad, una supuesta insensatez; la que se puede esperar de un individuo no respetable. Es la estulticia, la moría, a la manera griega, la estulticia elevada por Erasmo al punto máximo de la capacidad de diálogo. Esta saludable, sabia estulticia caracteriza de cuerpo entero la prudencia y la cordura de Sancho, pero no es menos connatural a Don Quijote. Las conversaciones entre el amo y el escudero son al principio un diálogo de sordos, para transformarse gradualmente en un intercambio de realidades. Pero el caballero tiene prelacía social y cultural sobre el escudero, que se ve forzado a apechugar con las consecuencias de los desmanes de su señor. Don Quijote es un redentor fallido y, por ende, en lugar de una crucifixión en forma recibe heridas, estacazos y descalabros que interpreta como los azares inherentes al ejercicio caballeresco de las armas.
¿Con qué contribuye la insensatez, la estulticia de nuestro señor Don Quijote? Llamado quizás Quijada o Quezada, pero también Quejana, Cervantes, así como no revela el nombre del lugar de origen de su héroe, se deleita abriendo posibilidades hasta para el apellido. Desde este momento nos introduce en una especie de trasmundo: el de las posibilidades y las conjeturas. De modo que ¿con qué contribuye la insensatez, la estulticia de nuestro señor Don Quijote, transfigurado en adalid de los menesterosos, a la percepción siempre huidiza de la realidad? ¿Es un simple pretexto su actividad desatentada para divertir a los lectores? ¿Puede verse en este demente algún sesgo de filósofo? ¿El contraste continuo entre la realidad fantasiosa del caballero y la supuesta realidad real de Sancho constituye una propuesta de solución al problema filosófico que desde el principio hemos señalado? Nada de ello y todo al mismo tiempo. Los estratos de una lectura atenta de la novela son múltiples y complejos. Trataré de deslindar alguno, en la inteligencia de que lo que lo propongo es simplemente una tesis poética, que tiene por respaldo lo que actualmente se llamaría realidad virtual.
Hablemos pues de realidad y realidades, de lo intangible y lo incorpóreo, de lo que está a la mano y de lo que se alcanza únicamente mediante el ejercicio de la fantasía y la vigencia de lo poético. El resultado será por consiguiente una realidad que deberemos llamar ficcional, perenne, indeleble.
Hablemos pues de realidad y realidades, de lo intangible y lo incorpóreo, de lo que está a la mano y de lo que se alcanza únicamente mediante el ejercicio de la fantasía y la vigencia de lo poético. El resultado será por consiguiente una realidad que deberemos llamar ficcional, perenne, indeleble; esa peculiar realidad de las grandes creaciones del arte, oculta y desafiante. Baste recordar, por lo que atañe a las artes pláticas, cómo el talento de Panofsky supo deslindar los distintos niveles de significación de la pintura. Embozado tras los tropiezos del caballero está un sentido peculiarmente suyo de la realidad. La de Sancho es una realidad palmaria, patente; la plebeya presencia del mundo circundante, de la cotidianeidad y la superficialidad. No hay efugio alguno, sólo comprobaciones confirmadas por los cinco sentidos. Pero el Quijote tiene un sexto y séptimo y un enésimo y despierto sentido que, como los velos que cubren la desnudez seductora de Salomé, tiene que irse suprimiendo si se quiere llegar a la revelación. La mente del caballero de la triste figura tiene y padece continuas alucinaciones que son otras tantas certidumbres de uno o varios trasmundos que sólo visitan los privilegiados.
Aproximadamente a doscientos años de Cervantes nació un sistema de escritura cuyo sentido se escabulle ante los ojos profanos para sólo ser comprendido por quienes tienen la clave pertinente: la esteganografía de Tritemio, sistema de ocultación que en la actualidad tiene muchos empleos en la cibernética. Con esto quiero señalar que la tarea cervantina está acompañada en este terreno de índole simbólica por otras manifestaciones de las que no tuvo noticia pero que constituían expresiones válidas a partir del Renacimiento. Sólo me queda añadir la gran boga que tuvieron los emblemas que son comparables con los enxiemplos, ingredientes todos ellos del espíritu del tiempo, del Zeitgeist. Vienen a ser como sombras titulares del genio.
No afirmo en ningún momento, sería un desatino, que Cervantes tuvo noticia de estas cosas, pero sí considero que formaban parte de la temática y las modas que caracterizan a cualquier época de la historia. En conclusión, luchan en la obra maestra, en igualdad de fuerzas, lo que podemos llamar realidad real y realidad ficcional. Detrás de lo que vemos, como en un proceso esteganográfico, hay otra verdad, otra realidad, y este otro estrato lucha denodadamente para ocupar el primer lugar, venciendo a la obviedad.
Una importante aclaración metodológica es, además, tener siempre que la novela que nos ocupa es por derecho propio lo que la literatura nórdica de Europa, tan fecunda en gestas y aventuras de esta naturaleza, llama Lugissaga (transcripción fonética) , una saga o narración mentida que puedo o no tener un trasfondo anecdótico verdadero. La sorprendente introducción de un posible y genuino narrador original, el arábigo Cide Hamete Benengeli, reafirma la voluntad artística de Cervantes de enfrentarse al mundo circundante de muy diversas y artificiosas maneras.
(Explicación fuera del texto de Don Ernesto) No quiero que se me quede en el tintero una hipótesis atrevida pero muy sugerente. No es al azar el nombre que le da Cervantes a Cide Hamete Benengeli. Cide, pues es Cid, pero el Benengeli lo explica esta tesis, quizá muy fantasiosa, pero poética al fin, que dice que deriva de Iben al yal (transcripción fonética), que significa hijo del siervo. Y por otra parte, dicen, Cervantes tiene que ver con los siervos, de ahí deriva su apellido. Es fascinante.
El cambio de narrador es un recurso genial que sigue proyectando su sombra hasta nuestros días. En las sagas mentidas, la voz narrativa puede experimentar estas mutaciones. Este planteamiento, que probablemente suene muy remoto, explica a mi juicio la contextura general, no sólo de esta novela, sino de todas aquéllas que le dieron, más que nacimiento, pretexto para desarrollarse y vivir. Porque el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha es, a su muy peculiar manera, un poema épico, una saga alternadamente grotesca y patética, que tiene entre otros precedentes – que no antecedentes – la Prise d´Orange y otros poemas medievales del mismo tenor: el macarrónico Baldo de Folengo y el Morgante de Pulci. La universalidad que cobró muy temprano El Quijote estriba, a juicio mío, en la verosimilitud de sus personajes argumentales y las expresiones orales, en la alternancia de desvarío y cotidianeidad, de insensatez y cordura. En una palabra, refleja fielmente la trama diaria e íntima de la vida de todos y cada uno de nosotros, abismos y cúspides, dudas y certidumbres.
Uno de los muchos ardides que empleó Cervantes en su obra indeleble es la mezcla continua de cuando menos dos concepciones de lo real ya planteadas al principio. Pero una observación más atenta permite penetrar con más hondura en los múltiples planos que recorren las andanzas del aparentemente iluso caballero y su quizás cabalmente sensato escudero. Sin embargo, algunos críticos modernos y contemporáneos han subrayado con pertinencia lo que llaman quijotización de Sancho Panza y la sanchización del denodado aventurero; el entrecruzamiento y hasta confusión de sus respectivos papeles.
El primer matiz en el que quiero insistir, por lo que atañe al comportamiento de Don Quijote, es la voluntad de renunciar a una vida gris y monótona en pro de un desafío a su propia existencia cotidiana en la búsqueda de una realidad externa que pueda respaldar y justificar su propia visión del sentido de nuestra existencia. Contribuyeron a la elección de Cervantes, sin la menor duda, las novelas en las que se muestra tan versado. Pero en muy buena medida, las andanzas del caballero de la triste figura son trasunto de aquellos ficticios personajes a quienes pretende superar por la fuerza de su brazo y su temeridad con un resultado que sólo se da cuando el arte supremo acompaña al ánimo creador.
Don Quijote de la Mancha goza desde fechas muy tempranas de una gloria inmarcesible que no tienen los otros. Excepción hecha, quizás, de algunos de los caballeros de la tabla redonda, encabezados por el propio rey Artus. Porque, por lo demás, y en cierta medida colateral, la novela de Cervantes tiene parentesco tanto con el Ciclo Carolingio como con la Matière de Bretagne. La cultura cervantina está formada, en gran proporción, por novelas de caballería. Su propia experiencia guerrera, sus prisiones y la mala suerte que lo acompañó fielmente proyectan una sombra amarga que sólo pudo superar mediante la afición suprema. Las desventuras de su héroe son, con la distancia de la ironía, las amargas experiencias del inmortal manco de Lepanto.
A nadie se le oculta, desde un principio de la obra, que la percepción de lo real está bifurcada. Lo que ve Don Quijote no coincide con lo que consideramos habitualmente la realidad real. En cambio, la sensatez palurda de Sancho contribuye a que percibamos, en toda su dimensión, la insania del caballero de la triste figura y que tengamos una visión común y corriente de lo que está sucediendo. Los descomunales gigantes no son sino molinos de viento y las mozas del partido en quienes Don Quijote descubre damas y princesas, denotan su verdadera posición social al no comprender el arcaico y altisonante lenguaje del caballero, y esta falta de comprensión se refleja en una risa burlesca y hueca. Donde el caballero ve ejércitos que se acuchillan entre sí, el escudero sólo percibe mugidores rebaños.
Cervantes usó con una eficacia envidiable este enfrentamiento continuo de doble cauda. Pero hay otro factor que considerar, la gente que rodea al iluso señor Quijano se percata de su insensatez y se aprovecha de ella para jugarle muy malas pasadas. La alucinación del Quijote es mucho más fuerte que las dolorosas heridas que recibe por entrometido. No las causan seres de carne y hueso, sino gigantes o magos que son sus enemigos naturales. Y está tan persuadido de la existencia de esta especie de submundo, que puede nombrar inmediatamente a quien lo ha dañado. En el capítulo XVIII de la primera parte, en vez de rebaños de ovejas y carneros, el héroe ve una realidad escondida: son las huestes enemigas del gran emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana y el Rey de los Garamantas, Pentapolín del Arremangado Brazo. Y así continúa denominando a los combatientes dentro de una especie de taxonomía ilusa que, al parecer, sólo tiene sentido y acomodo para él. Pero recordemos el acierto que llegó a la cultura occidental desde el Génesis: “Lo que se nombra adquiere entidad, realidad independiente.”
El mundo pues, oculta una imperceptible presencia que sólo es dada a descubrir a quien padece la maravillosa locura de Don Quijote, porque puede enumerar a todos y cada uno de los habitantes de ese universo asintótico. Este hombre, emblema y representación de nuestros sueños y nuestros deseos, tiene en su poder una facultad casi divina: transformar la realidad en materia de la fantasía. Y es tan profundo este poder, que en el momento en el que se confabulan en su contra, con las mejores intenciones, las personas más cercanas a él y hacen desaparecer el cuarto en que el hidalgo había perdido la cordura, arrastrado por la potencia superior de sus lecturas, Don Quijote, repuesto de su postración, busca su refugio favorito, pero fue murado y tapiado para esconderlo. Entonces Ilama y la sobrina, que han comprendido el matiz de la insania del jefe de la casa, le informan que se lo llevó el diablo o un encantador que llegó nocturnamente, cabalgando una nube. El caballero, remiso a ceder en su visión de la realidad, acepta esta última versión y corrige el nombre, Muñatón, que le da su sobrina, diciéndole que sin duda fue Frestón, sabio hechicero y enemigo personal suyo.
En este capítulo queda muy claro para el lector que el caballero tiene una alucinación inamovible y que por ello subordina el acontecer real a los dictados de ese mundo subyacente que es su propia realidad. El remedio que buscaron a su locura no tuvo efecto. No sólo esto; la desaparición del cuarto, encarnación física de la caballería andante, puesto que está representada cabalmente en sus libros, viene a confirmar al caballero en su denuedo. La buena acción de aquellos personajes se transforma, en el espíritu del Quijote, en una especie de amuleto mágico que lo va a acompañar en todo momento. Ese cuarto habita en el Quijote y se hace manifiesto en cada nueva aventura que se le presenta, como una especie de asesor fantasmal cuya fuerza decuplica la admirable fantasía del héroe. Llega a ser, en contra de quienes bien lo quieren, pero no lo comprenden, el arsenal inagotable de recursos que el andante caballero empleará para el futuro. Es, ni más ni menos, una transmutación de lo real en lo fantástico. Y para cumplir con todos los requisitos de la caballería andante, el iluso hidalgo convence a un labrador vecino para que lo acompañe en sus hazañas: Sancho Panza. Cito: “Hombre de bien, que este título se puede dar al que es pobre, pero de muy poca sal en la mollera.”
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