Al señor Brook, decano del departamento de música del Ryder College, se debió todo el mérito de incorporar a madame Zilensky al profesorado. La institución se consideró afortunada; la dama tenía una reputación admirable como compositora, así como pedagoga. El señor Brook asumió la responsabilidad de encontrarle a madame Zilensky una casa, un lugar confortable con jardín, cómodo para la vida de la universidad y contiguo al edificio de apartamentos donde él mismo habitaba.
Nadie en Westbridge conocía a madame Zilensky antes de que viniera. El señor Brook había visto su foto en revistas de música, y alguna vez le había escrito solicitándole una opinión sobre la autenticidad de cierto manuscrito de Buxtehude. También, durante el proceso de su vinculación a la facultad, habían intercambiado unos cuantos cables y cartas relativos a asuntos prácticos. La letra de ella era clara y cuadrada, y lo único inusual en sus cartas era que en ocasiones mencionaba cosas o personas del todo desconocidas para el señor Brook, como “el gato amarillo de Lisboa” o “el pobre Heinrich”. El señor Brook asumió que semejantes descuidos se debían a la confusión que significaba para la dama abandonar Europa con toda su familia.
El señor Brook era lo que se dice una personalidad tenue; años de minuetos de Mozart, de explicaciones sobre séptimas disminuidas y tríadas menores, habían dejado en él una cautelosa paciencia vocacional. Por lo general se la pasaba solo. Detestaba el bochinche académico y los comités. Años atrás, cuando los miembros del departamento de música se habían ido en grupo a pasar el verano en Salzburgo, el señor Brook se había excusado a último momento para hacer un viaje solitario al Perú. Tenía sus contadas excentricidades personales y era tolerante con las peculiaridades de los demás; de hecho, experimentaba una cierta debilidad por el ridículo. Con frecuencia, cuando se veía confrontado con alguna situación grave e incongruente, solía sentir unas cosquillas interiores, que contraían su larga y afable cara y aguzaban la luminosidad de sus ojos grises.
El señor Brook salió a recibir a madame Zilensky a la estación del tren de Westbridge una semana antes de que comenzara el semestre de otoño. La reconoció al instante. Era una mujer alta y rígida, de rostro macilento y pálido. Sus ojos delataban profundas ojeras y llevaba el desgreñado pelo negro amarrado hacia atrás. Tenía unas manos grandes y delicadas, que se veían sumamente sucias. Su persona como un todo irradiaba un aura de nobleza y abstracción que hizo que el señor Brook se retrajera un tanto, mientras jugaba con el cierre de sus gemelos. A pesar de su vestido —una larga falda negra y una vieja y dilapidada chaqueta de cuero— daba una impresión de vaga elegancia. Con madame Zilensky venían tres niños, de edades entre los diez y los seis años, todos rubios, de aire perdido y hermosos. También venía otra persona, una vieja que luego se supo era su sirvienta finlandesa.
Éste fue el grupo que encontró en la estación. El único equipaje que traían eran dos inmensas cajas llenas de manuscritos, pues el resto de las pertenencias las habían olvidado en la estación de Springfield durante el cambio de trenes. Algo que por supuesto le puede pasar a cualquiera. Una vez el señor Brook hubo acomodado a todo el mundo en un taxi, pensó que sus peores dificultades habían quedado atrás, pero madame Zilensky de repente intentó encaramarse por encima de sus piernas y bajarse del auto.
—¡Dios mío! —dijo— dejé mi... ¿cómo se dice?... mi tic-tic-tic...
—¿Su reloj? —preguntó el señor Brook.
—¡No! —dijo ella con vehemencia—. Usted sabe, mi tic-tic-tic —y simuló con el dedo índice un vaivén de un lado para otro, a la manera de un péndulo.
—Tic-tic —dijo el señor Brook llevándose las manos a la cabeza y cerrando los ojos—. ¿Querrá usted tal vez decir su metrónomo?
—¡Sí, sí! Debo haberlo extraviado donde cambiamos de trenes.
El señor Brook consiguió calmarla. Le dijo incluso, con una cierta galantería aturdida, que al día siguiente le conseguiría uno nuevo. Pero al momento tuvo que admitir para sí que había algo curioso en semejante pánico alrededor de un metrónomo, cuando estaba de por medio la pérdida del resto del equipaje.
La familia Zilensky se mudó a la casa vecina, y en la superficie todo iba sobre ruedas. Los niños eran silenciosos. Sus nombres eran Sigmund, Boris y Sammy. Siempre andaban juntos, en fila india, Sigmund normalmente de primero. Hablaban entre ellos una suerte de esperanto familiar desesperado hecho de ruso, francés, finlandés, alemán e inglés, y cuando había gente en los alrededores, guardaban un extraño silencio. No era una cosa en particular de lo que hacían o decían los Zilensky lo que inquietaba al señor Brook. Se trataba apenas de pequeños incidentes. Por ejemplo, algo en la actitud de los chicos cuando lo visitaban en su casa le molestaba inconscientemente, hasta que finalmente cayó en la cuenta de que lo que le molestaba era que nunca pisaban una alfombra; le sacaban el quite en fila india por la parte descubierta del piso, y si el cuarto estaba alfombrado de pared a pared, se paraban en la puerta y no entraban. Otra cosa era que pasaban semanas y madame Zilensky no parecía hacer esfuerzo alguno por instalarse o amoblar la casa con algo más que una mesa y algunas camas. La puerta principal quedaba abierta de día y de noche, y pronto la casa empezó a adquirir el aire extraño y sombrío de un lugar abandonado durante años.
La universidad tenía mil razones para estar satisfecha con madame Zilensky. Su enseñanza entrañaba una insistencia feroz. Podía indignarse profundamente si cualquier Mary Owens o Bernadine Smith no sacaba limpios unos trinos de Scarlatti. Se apropió de cuatro pianos para su estudio en la universidad y puso a otros tantos estudiantes aturdidos a tocar juntos fugas de Bach. La tremolina que salía de su esquina del departamento era extraordinaria, pero a madame Zilensky esto no parecía afectarla, y si la voluntad pura y el esfuerzo bastaran para transmitir una idea musical, entonces Ryder College no podría haber dado en mejor blanco. Por las noches, madame Zilensky trabajaba en su duodécima sinfonía. Daba la impresión de no dormir nunca; sin importar la hora de la noche, si el señor Brook se asomaba a la ventana de la sala, la luz del estudio de ella siempre estaba encendida. No, no fue a causa de ninguna consideración profesional que el señor Brook empezó a albergar sospechas reiteradas.
Fue a fines de octubre cuando por primera vez sintió que algo definitivamente no iba. Había almorzado con ella y se había divertido, en la medida en que madame Zilensky le relataba en detalle un safari al que había ido en 1928. Después, esa tarde, ella pasó por su despacho y se paró algo abstraída en la entrada.
El señor Brook levantó los ojos del escritorio y preguntó:
—¿Hay algo que pueda hacer por usted?
—No gracias —dijo madame Zilensky. Tenía una bella y sombría voz de contralto—. Sólo me preguntaba: ¿re-cuerda usted el metrónomo? ¿Cree que tal vez puedo ha-berlo dejado con el francés ese?
—¿Con quién? —preguntó el señor Brook.
—Hombre, con el francés con quien estuve casada —respondió ella.
—Un francés —dijo el señor Brook en voz baja. Intentó imaginarse al esposo de madame Zilensky, pero su mente se rehusaba. Murmuró para sí mismo—: el padre de los chicos.
—No —dijo madame Zilensky con decisión—. El padre de Sammy.
El señor Brook tuvo un súbito presentimiento. Sus instintos más profundos le advirtieron que no siguiera adelante. Aun así, su respeto por el orden, su conciencia, exigían que preguntara:
—¿Y el padre de los otros dos?
Madame Zilensky se llevó al mano a la nuca y sacudió su breve cabello entrecortado. Tenía un gesto soñador en la cara, y no respondió de inmediato. Tras unos momentos dijo suavemente:
—Boris es hijo de un polaco que tocaba el flautín.
—¿Y Sigmund? —preguntó él. El señor Brook paseó su mirada por el escritorio ordenado, los tres arrumes de trabajos corregidos, el trío de lápices afilados, el pisapapel de marfil en forma de elefante. Cuando alzó la vista y observó a madame Zilensky, era obvio que ella estaba haciendo un esfuerzo por pensar. Su mirada erraba por las esquinas del cuarto, las cejas encogidas y la quijada bailando de un lado para otro. Por fin dijo:
—¿Estábamos hablando de quién es el padre de Sigmund?
—Por supuesto que no —dijo el señor Brook—. No es preciso, para nada.
Madame Zilensky respondió con una voz a la vez digna y terminante:
—Era un compatriota.
Al señor Brook en últimas le daba lo mismo quién fuera. No tenía prejuicios; en lo que le concernía, la gente podía casarse diecisiete veces y tener hijos chinos. Sin embargo, algo en esta conversación con madame Zilensky le resultaba incómodo. De repente entendió. Los chicos no se parecían para nada a madame Zilensky, en cambio se parecían mucho entre sí, y de ser cierto que tenían padres diferentes, al señor Brook el parecido se le antojaba asombroso.
Pero ella dio por clausurado el asunto. Cerró la cremallera de su chaqueta de cuero y se dio la vuelta.
—Fue exactamente ahí donde lo dejé —dijo—, chez el francés ese.
Los asuntos del departamento de música iban a pedir de boca. El señor Brook no tenía contratiempos serios que lidiar, a diferencia del año anterior cuando la profesora de arpa había terminado por fugarse con un mecánico. Sólo estaba esa insistente aprensión que le causaba madame Zilensky. No acertaba a precisar qué era lo que no marchaba en sus relaciones con ella o por qué sus sentimientos eran tan ambivalentes. Para empezar, ella era una gran trotamundos, y sus conversaciones venían siempre salpicadas de referencias incongruentes a lugares remotos. Podía pasar días sin abrir la boca, merodeando por los corredores con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y el gesto encajado en trance meditativo. Luego, sin previo aviso, podía acorralar al señor Brook y embarcarse en un largo y volátil monólogo, con los ojos desorbitados y la voz caldeada por la ansiedad. El tema podía ser cualquiera o no ser ninguno. No obstante, sin excepción, siempre había algo extraño, algo sesgado, en los episodios que traía a cuento. Si mencionaba que iba a llevar a Sammy a la peluquería, la impresión que se tenía era tan exótica como si estuviera hablando de pasar una tarde en Bagdad. El señor Brook no lograba descifrar a qué se debía la extrañeza.
La verdad se le reveló de manera muy repentina, y lo puso todo en claro, o al menos clarificó la situación. El señor Brook había llegado temprano a su casa y encendido la pequeña chimenea de la sala. Se sentía cómodo y en paz esa noche. Frente al fuego y sin quitarse las medias, se había servido una copa de brandy de albaricoque y tenía un volumen de William Blake en la mesa de al lado. A las diez se fue adormilando frente al fuego acogedor, la mente llena de frases vaporosas de Mahler y de pensamientos nebulosos. De repente, cuatro palabras saltaron del estupor de su mente: “el rey de Finlandia”. Las palabras parecían familiares, pero por un momento no pudo ubicarlas. De pronto, dio con el paradero. Cruzaba esa tarde por el campus cuando madame Zilensky lo detuvo y comenzó con uno de sus embrollos absurdos, al cual él apenas si había prestado atención. Pensaba en los arrumes de papel pautado que le habían entregado sus alumnos de contrapunto. Pero ahora lo que ella había dicho, las inflexiones de su voz, se le pusieron de presente con insidiosa exactitud. Madame Zilensky había comenzado con la siguiente afirmación:
—Un día, mientras yo estaba frente a una pâtisserie, el rey de Finlandia pasó por el frente en un trineo.
El señor Brook se enderezó en su asiento y puso a un lado el vaso de brandy. La mujer era una mitómana. Prácticamente todo lo que decía por fuera de clase era mentira. Si acaso había trabajado toda la noche, a propósito afirmaba que había ido al cine. Si acaso había almorzado en la Vieja Taberna, a propósito afirmaba que había almorzado con sus hijos en casa. Era simple y llanamente una mentirosa compulsiva, y eso lo explicaba todo.
El señor Brook crujió los nudillos y se levantó de la silla. Su primera reacción fue de exasperación. ¡Que madame Zilensky hubiera tenido la desfachatez de sentarse en su despacho y abrumarlo con aquel escandaloso alud de falsedades! Se sentía intensamente provocado y se paseaba de un lado para otro del cuarto; luego fue a la cocina y se hizo un sándwich de sardinas.
Una hora después, sentado frente al fuego, su irritación había cedido el paso a una perplejidad docta y pensativa. Lo que tenía que hacer, se dijo, era observar la situación impersonalmente y tratar a madame Zilensky como un médico trata a un enfermo. Sus mentiras eran de las de tipo inofensivo. No implicaban disimulo con verdadera intención de engaño, y no las decía para obtener beneficio alguno. Eso era lo irritante; que no existía ningún motivo detrás de las mentiras.
El señor Brook terminó de tomarse el brandy; y lentamente, casi al dar la medianoche, le vino una comprensión adicional. La razón para las mentiras de madame Zilensky era sencilla y dolorosa. A lo largo de toda su vida ella había trabajado —en el piano, enseñando y escribiendo esa inmensa docena de bellas sinfonías. Día y noche había sido esclava de su lucha y de su trabajo, y no restaba mucho en ella para lo demás. Siendo humana, padecía esta carencia y hacía lo que podía por colmarla. Si pasaba la noche doblada sobre una mesa en la biblioteca y después declaraba que todo el tiempo había jugado a las cartas, era como si a la larga hubiera hecho ambas cosas a la vez. Por medio de las mentiras, tenía una vida paralela. Las mentiras le permitían duplicar la pequeñez de la existencia que le sobraba del trabajo y servían para hacer alcanzar los pequeños andrajos de su vida personal.
El señor Brook contemplaba el fuego y tenía presente el rostro de madame Zilensky: los trazos severos, los ojos oscuros y agobiados, la boca controlada con delicadeza. Estaba consciente de la calidez en su pecho, y de un sentimiento de lástima, de una actitud protectora y de una terrible comprensión. Durante un rato su estado de ánimo fue de preciosa confusión.
Más tarde se cepilló los dientes y se puso el pijama. Tenía que ser práctico. ¿Todo eso qué esclarecía? ¿El francés ese, el polaco del flautín, Bagdad? Y los niños, Sigmund, Boris y Sammy, ¿quiénes eran? ¿Sí serían sus hijos después de todo, o los habría recogido por ahí quién sabe dónde? El señor Brook limpió sus gafas y las puso sobre la mesa de noche. Tenía que llegar a un entendimiento de inmediato con ella. De lo contrario, podría ocasionarse en el departamento una situación en extremo problemática. Eran las dos de la madrugada. Echó un vistazo por la ventana y se percató de que la luz del estudio de madame Zilensky seguía encendida. El señor Brook se metió en la cama, hizo muecas grotescas hacia la oscuridad, e intentó hacer planes sobre lo que diría al día siguiente.
Llegó a su despacho antes de las ocho de la mañana. Estaba agazapado en su asiento, listo para atrapar a madame Zilensky apenas ella pasara por el corredor. No tuvo que esperar mucho tiempo, y en cuanto escuchó los pasos pronunció el nombre en voz alta.
Madame Zilensky se detuvo en el umbral. Tenía un semblante incierto y agotado.
—¿Cómo está usted? Yo pasé una noche magnífica —dijo ella.
—Le ruego el favor de que tome asiento —dijo el señor Brook—, quisiera un par de palabras con usted.
Madame Zilensky puso a un lado su portafolio y se recostó con aire rendido en el sillón de enfrente.
—Usted dirá.
—Ayer cuando yo cruzaba por el campus usted tuvo una conversación conmigo —dijo él lentamente—. Y si no estoy mal, creo que mencionó algo sobre una pastelería y el rey de Finlandia. ¿Es correcto?
Madame Zilensky volteó la cabeza hacia un lado y fijó la mirada con aire retrospectivo sobre el poyo de la ventana.
—Algo sobre una pastelería —repitió él.
La cara de ella se iluminó:
—Pero claro —dijo ansiosa—. Le conté sobre aquella vez en que yo estaba frente a una tienda y el rey de Finlandia...
—¡Madame Zilensky! —exclamó el señor Brook— el rey de Finlandia no existe.
Madame Zilensky tenía la mirada absolutamente vacía. Entonces, pasado un instante, empezó de nuevo:
—Yo estaba frente a la pâtisserie Bjarne cuando al darme la vuelta y dejar de mirar los pasteles, de repente vi al rey de Finlandia.
—Madame Zilensky, le acabo de decir que el rey de Finlandia no existe.
—En Helsingfors —continuó ella con desesperación, y de nuevo él la dejó llegar hasta el Rey, y ahí la detuvo en seco.
—Finlandia es una democracia —dijo—. No es posible que usted haya visto al rey de Finlandia. De modo que lo que acaba de decir es una mentira. Una pura mentira.
Nunca había de olvidar el señor Brook la cara que puso madame Zilensky en aquel momento. En sus ojos había asombro, desmayo, y una suerte de horror acorralado. Parecía la mirada de alguien que observa cómo todo su mundo interior se hace pedazos y se desintegra.
—Es una lástima —dijo él, sintiéndolo de veras.
Pero madame Zilensky hizo un esfuerzo. Alzó la barbilla y dijo con frialdad:
—Yo soy finlandesa.
—Eso no lo pongo en duda —respondió el señor Brook. Claro que pensándolo bien, a lo mejor habría que ponerlo en
duda.
—Nací en Finlandia y soy ciudadana finlandesa.
—Podrá ser —dijo el señor Brook alzando la voz.
—Durante la guerra —continuó ella con pasión— conduje una motocicleta y fui mensajera.
—Su patriotismo no tiene nada que ver con esto.
—Sólo porque estoy sacando mis papeles preliminares...
—¡Madame Zilensky! —dijo el señor Brook. Sus manos se aferraron al borde del escritorio—. Eso es irrelevante. El punto está en que usted afirmó y testificó que vio, que vio... —No pudo terminar, la cara de ella se lo impidió. Tenía una palidez de muerte y sombras alrededor de la boca. Había abierto los ojos de par en par, los ojos condenados, y llenos de orgullo. Y el señor Brook se sintió de repente como un asesino. Una gran conmoción de sentimientos —comprensión, remordimiento, y un amor irrazonable— hicieron que se tapara la cara con las manos. No fue capaz de hablar hasta que no se aplacó la agitación en su interior, y entonces dijo con una voz imperceptible:
—Sí. Por supuesto. El rey de Finlandia. ¿Y parecía simpático?
Una hora más tarde el señor Brook estaba sentado en su despacho, mirando hacia afuera por la ventana. Los árboles de la calle Westbridge estaban casi desnudos, y los edificios grises de la universidad ofrecían una apariencia tranquila, triste. Al tiempo que contemplaba la conocida escena, notó que el viejo terrier de los Drake pasaba por la calle con su caminado de pato. Era algo que había visto cientos de veces antes, de modo que ¿qué fue lo que le pareció tan extraño esta vez? Entonces se percató con fría sorpresa de que el viejo perro caminaba en reversa. El señor Brook observó al terrier hasta que lo perdió de vista, y en seguida retomó su trabajo sobre el arrume de papel pautado que le habían entregado sus alumnos de contrapunto.
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