lunes, 19 de mayo de 2014

II..


  Los primeros siglos vivieron en los desiertos del Sinaí. Entonces, una mañana se cayó un clavo de una pared en Constantinopla y con él cayeron todos los clavos de las paredes a lo largo y ancho del imperio bizantino. El clavo que movió todos los demás movió también a los monjes del Sinaí y los desterró a otro lugar. La migración se efectuó de la siguiente manera: Cuando el príncipe romano Pedro se quitó para siempre su yelmo, lo llenó de vino y bebió de él, decidió llevar una vida de asceta. Se puso a buscar un lugar donde nadie le encontrara, donde nadie supiera su nombre. No hay en todo el imperio un lugar así, le decían. Entonces se le apareció en sueños una mujer calzada con su propio cabello, con guantes tejidos con ese mismo pelo (pero no cortado) y le dijo: —Te salvará uno de tus dedos si cambias de nombre.

   El general sólo tenía tres dedos y durante largo rato se rompió la cabeza tratando de interpretar el sueño. Finalmente dedujo que tenía que cambiar su nombre, Pedro (que significa piedra), por otro que significara algo totalmente opuesto a la piedra. De modo que optó por el agua y subió a bordo de un barco dejando que su nuevo nombre —agua— le llevara a donde quisiera. El barco pasó cerca de la isla de Tassos, chocó contra unos arrecifes submarinos y él fue arrojado por el agua sobre una playa desierta. Sin saber dónde estaba, empezó a vivir en esa soledad absoluta que hace que las uñas se pelen y las cejas encanezcan. Dividió los sonidos de su boca en masculinos y femeninos, y en las festividades de la Virgen pronunciaba sólo las vocales de sus oraciones y en las otras festividades sólo las consonantes. Probablemente nunca supo que vivía y que moriría en uno de los tres dedos de la península Cálcidica: en el cabo vuelto hacia alta mar que en la antigüedad se llamaba Akte. En Grecia se oyó hablar de su vida de asceta. Dicen que le delataron los pájaros a los que había enseñado a hablar. Iban llegando uno a uno a Constantinopla, se posaban en los mástiles de los barcos, llevando las hembras en sus trinos las vocales y los machos las consonantes de las oraciones. Cada domingo se podía oír cómo los pájaros, posados en los mástiles de la flota del puerto, deletreaban el padrenuestro y el avemaria.

   Sorprendidos y asustados, los marineros siguieron a los pájaros hasta la península de Akte, donde Pedro vivía como ermitaño, y la llamaron Monte Athos. Pero otros monjes no habrían seguido su ejemplo si no hubiera ocurrido una gran desgracia, una de esas que hacen olvidar el pan en la boca y provocan que un pelo se vuelva blanco cada vez que se pestañea.

   Una mañana, en las iglesias de la capital los iconos amanecieron una lanza más altos que la noche anterior. Se rumoreaba que lo había ordenado el basileus para que la muchedumbre de fieles no pudiera profanar las santas mejillas. Pero la desgracia también avanza a pasos, un pie tras otro, de modo que después del izquierdo avanzó el derecho. En el muelle de Constantinopla atracó un barco cargado de monjes desterrados del Sinaí. Todos eran pintores de iconos y todos pertenecían a la orden de los solitarios. Cumpliendo el mandato del emperador, al barco que transportaba a los pintores sólo se le dio pintura para beber y madera de iconos para comer, le quitaron las velas y fue abandonado a merced de las olas. Los funcionarios imperiales los despidieron burlándose de ellos: —El que vea el más verde de todos los colores verdes será capaz de llevar el barco a puerto y salvar a los pasajeros...

   Pero ningún pintor encontró el verde más verde, aunque sea el color que da la buena suerte, igual que pocos han muerto por haber hallado el más amarillo de todos los colores amarillos del mundo, color que provoca la muerte. De manera que el barco se hizo a la mar y llevado por las corrientes submarinas naufragó en los arrecifes del Monte Athos, donde una parte de los pintores se ahogó y la otra, con la barba entre los dientes, llegó a nado a la costa. 


   Entonces comenzaron por todo el imperio terribles persecuciones contra los adoradores de iconos. El primer icono que retiraron los soldados fue el de la entrada de la ciudad, el de Vlaherna, luego los de la iglesia de las iglesias, y por fin, los de todos los templos de Constantinopla y del vasto imperio. Hasta el último, que representaba a Satanás. Los clavos rodaban por las calles y era imposible caminar sin lastimarse los pies. La corte empezó a confiscar los bienes de los monasterios y de las personas que se negaban a obedecer y guardaban, clandestinamente, los iconos, aunque vueltos de cara a la pared. Por lo general se trataba de monasterios idiorrítmicos, consagrados a la Madre de Dios, y los monjes eran solitarios, porque es en solitario donde más a menudo se practica la pintura, y no es casualidad que el primer pintor de iconos, san Lucas, antes que nada pintara a la Virgen. Sin embargo, los otros monasterios, que se regían según los principios de una vida comunitaria, no se tomaron muy a pecho la destrucción de los iconos y la persecución de los adoradores de iconos. Miraban cómo los fugitivos y condenados, sus hermanos de la orden de los solitarios, procedentes del Sinaí, de Capadocia, de Constantinopla y de otros lugares, eran embarcados en galeras sin timón y sin velas e, igual que aquel primer barco, abandonados a merced de las olas y los elementos. Las corrientes les arrastraban hacia el norte, siempre por la misma ruta (incluso hoy en día, en algunos lugares, este itinerario es llamado la ruta de los pintores) a través del mar Egeo hasta que los remolinos les arrojaban al Monte Athos, donde los arrecifes submarinos les hacían naufragar, del mismo modo que antaño naufragó la armada de Jerjes en ese afilado cabo de la última península de la Calcidia. Así, los solitarios que sobrevivieron a los naufragios formaron una gran colonia de monjes en ese lugar, y el centro de la vida monacal se trasladó del Sinaí al Monte Athos.
   Pero también aquí planeaba sobre ellos la mano imperial, con el ojo vigilante puesto en el látigo. A los solitarios recién llegados, desterrados al Monte Athos y a otros lugares, les estaba prohibido renovar su orden, sólo les estaba permitido entrar en los monasterios de vida comunitaria, y si fundaban nuevos monasterios, éstos tenían que estar consagrados a la Santísima Trinidad y regirse según los principios de la vida comunitaria. Porque los monjes solidarios estaban más a salvo de las persecuciones que los solitarios. Ellos nunca habían estado especialmente ligados ni a los iconos ni al arte de la pintura, encendían a la Virgen la cuarta vela, la de las mujeres, cuando ya estaban encendidas las velas masculinas consagradas a la gran trinidad de la iglesia cristiana, por lo que los iconoclastas eran tolerantes con ellos. Cuando se les castigaba a bofetadas, sólo una de cada tres bofetadas recaía sobre los solidarios. Pero esto duró tan sólo un centenar de años. El tiempo que necesita el alma para esconderse tras las cejas.


II. II
Mucho tiempo ha, cuando en Grecia aún se enseñaba en la escuela las formas de mentir, el Monte Athos estaba gobernado por un tal Karamustafá bey, malvado y tirano que solía afirmar que un día de la semana era de Dios y los seis restantes eran suyos. Tenía un caballo del que se decía que los domingos rezaba frente a la iglesia, y en su estufa un fuego siempre encendido al que llamaba Sofía, con el que amenazaba con quemar, y lo hacía, lo que quisiera y cuando quisiera para hacerlos entrar en razón. De vez en cuando enviaba un mensaje al Monte Athos anunciando que iba a quemar Hilandar, uno de los monasterios más grandes de la península Atos, que por lo demás le resultaba más accesible vendo por tierra. En vísperas de las expediciones y pillajes, los galgos blancos del bey eran lavados con azulete; el bey podía golpear con la vaina como si fuera el sable y estrangular a un hombre con su larga trenza grasienta en vez de con la mano. Era sabido que desde hacía tiempo se había convertido en una bestia a cuya sombra ni siquiera el viento soplaba, que en alguna parte de África había visto uno de esos monos que se ven solamente una vez en la vida y que por épocas se van al otro mundo. Le tendió la mano al mono, dejó que se la mordiera y desde entonces todas las mañanas exigía que el hodja le leyera la inscripción que la mordedura del mono había dejado en su carne.

   —Vivimos en un tiempo prestado —decía Karamustafá; por las noches escuchaba a sus galgos reír en sueños y lloraba a menudo royendo su sable, atormentado porque no tenía descendencia. Un día llegaron unos monjes del Monte Athos, de Hilandar, para pagar el tributo, y él les preguntó si era cierto que en su monasterio crecía una vid que databa de la época de los zares serbios y que sus uvas, del tamaño de un ojo de buey, ayudaban a las mujeres estériles. Habiendo recibido una respuesta afirmativa, el bey envió con pilos a su perra para que la alimentaran con aquellas uvas, pues ni siquiera sus perros procreaban...

   Los monjes partieron llevando a la perra, pero la dejaron en una barca porque nada que no tenga barba puede pisar el Monte Athos. La devolvieron al cabo de noventa días y ella parió siete cachorros. El bey se asustó y lo interpretó como una señal, vistió el hábito de penitente y se fue hasta la frontera del Monte Athos con el sable clavado en un tronco y los dientes untados de negro. Le seguía a caballo, debajo de una pequeña tienda, su esposa con una cuna vacía. Los monjes les esperaron y les instalaron en los límites de las tierras de Hilandar, que también eran la frontera norte del Monte Athos. Todas las mañanas llevaban a la esposa del bey uvas de la vid que crecía bajo la tumba de Nemania, junto a la pared del templo de Vavedenia, donde los enormes granos pintan de azul las losas de piedra.

   —Si tengo un hijo —prometió entonces el bey a los monjes—, os traerá en la boca fuego del mar para encender una vela, y os lo entregaré para que sirva durante toda su vida en el monasterio.

   Cuando su deseo se convirtió en realidad y las entrañas de la caduna se desataron, el bey tuvo no un hijo, sino dos a la vez. Ahora sí que había que saltar muy alto. No uno, sino dos hijos les debía a los monjes. Entretanto, las aguas corrían llevando nueces y manzanas al mar, el bey tuvo muchos hijos y volvió a ser aquel tirano sanguinario que contaba sus pasos con el sable.

   Sus primogénitos crecían y se decía que iban a llegar muy lejos. Pero tras su desmesurada audacia, que pronto se convirtió en leyenda, se escondía una enfermedad. Uno de los muchachos había notado, siendo aún niño, que era insensible al dolor y que un latigazo le atraía más por el chasquido que por el daño que producía. Su hermano descubrió de otra forma esta particularidad. Debía de tener unos quince años cuando en una calle de Tesalónica se tropezó con una muchacha que le lanzó una mirada furtiva a través de su espejito. Al cruzarse con él, los largos cabellos negros de la joven le azotaron y le hicieron un corte en la mejilla. Pero a él no le dolió. Tan sólo advirtió un poco de su sangre que había quedado en el pelo de la chica. Los dos hermanos comprendieron entonces qué era lo que les sucedía. Estaban privados del beneficio del dolor. En el futuro, lo único que debían temer era perder la vida en una contienda sin percatarse de ello. En la primera batalla a la que Karamustafá les llevó hicieron tal carnicería que tuvieron que cambiar tres veces de caballo. Después del combate, se encerraron en su tienda de campaña, rodeados por las ovaciones de la tropa, y se examinaron el cuerpo el uno al otro buscándose las heridas que no eran capaces de localizar, ya que no sentían dolor y tenían que meter el dedo en la llaga para cerciorarse. En ese espacio sordo entre el ataque y la busca de heridas se enfurecían y llegaron a ser peores que su padre. A nadie se le había ocurrido pensar que, al cabo de diecisiete años, cuando sus hijos alcanzaron la mayoría de edad, Karamustafá iba a presentarse a la puerta del monasterio llevando a sus dos primogénitos para ofrecerlos a los monjes, tal y como había prometido.

   —¿Quién habría obligado al bey a hacer ese gesto? —se preguntaban en los campamentos militares.

   —¿Quién se atrevería a dejar entrar en el monasterio a los dos hijos del bey? —se preguntaban, a su vez, los monjes en su celda—. Abres la puerta y los dejas entrar, pero ¡fíjate en las huellas de lince que dejan!

   —Es muy simple —dijo entonces uno de los superiores del monasterio—. Hay que proceder de la siguiente manera: »Entrégale a uno la llave y el dinero, al otro la cruz y el libro. Nombra al primero administrador, que se haga cargo del comercio, que tenga poder sobre los bienes del monasterio, vele por la bolsa, disponga del ganado, de la tierra y del agua. Pero no le pongas la cruz en la mano y no le concedas honores ni alabanzas, que ocupe su lugar al final de la mesa, que su nombre esté bajo su gorra y su lengua contra sus dientes, manténle bajo la palma de tu mano para poder trasladarle si fuera necesario...

   »En cuanto al otro, colócale a la cabecera de la mesa, con la cruz y el libro, dale un nombre conocido, un nombre de los más célebres entre los intérpretes de las Sagradas Escrituras, señálalo con el índice ante los demás como un ejemplo, como el que tiene los pensamientos más puros... Pero no le pongas la llave y la bolsa en la mano, no le des ningún tipo de poder, y ten tú todas sus pertenencias. Y que entre él y su hermano sea como entre las aguas que correrían si tuvieran cauce y el cauce que sería río si tuviera agua. Y mientras sean rivales, podremos estar tranquilos. Pero si se ponen de acuerdo, si llegan a casar la cruz con la llave, si se dan cuenta de que tienen el mismo nombre, entonces no tendremos más remedio que atar las mulas a los barcos para que no nos falte carne salada en alta mar, porque aquí no podremos quedarnos...

   Este fue el consejo del anciano, pero cuando el día indicado los dos hijos del bey, con las riendas al cuello y el fuego del mar en la boca, se presentaron a las puertas del monasterio, todos titubearon. Los jóvenes entraron en el monasterio solemnemente, seguidos por dos criados que llevaban en una bandeja de plata las trenzas de sus señores enlazadas en una sola. Entonces el superior cambió de opinión. Se dirigió a su huésped con una propuesta que satisfizo tanto a Dios como al bey: —Nosotros no te dimos a tus hijos —dijo el monje a Karamustafá—, así que tampoco te los podemos arrebatar. Que te los quite el que te los dio, es decir, el Altísimo...

   Los muchachos mordieron las puntas de las velas recién encendidas, se llevaron el fuego en la boca de vuelta al mar y no ingresaron en el monasterio...

   Se cuenta que perecieron en el río Pruta, siendo enemigos a muerte, hasta el último aliento. Uno de ellos era haznadar —tesorero— del ejército turco, y el otro, un derviche, del que dicen que sabía interpretar el Corán mejor que nadie.

Fragmento de Paisaje Pintado con Té


M. P.

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