Máximas generales
Para entenderse sin malgastar palabras, conviene de inmediato
adoptar un vocablo con el que nombrar, con matemática exactitud, a ese
personaje singularmente agraciado por la naturaleza, y perfeccionado por la ciencia y la práctica
social, que se propone vivir alegremente la vida a costa del crédito público y
privado.
Mi propio apellido podría servir a tal fin. El hombre que
pretende vivir gracias a la deuda, el hombre que se siente llamado a esta
sublime misión de regenerar la humanidad mediante el sistema de los impuestos
involuntarios, cabe llamarle, por lo tanto, pufista. Confiriendo el nombre de
pufista a esta gran y noble especialidad de la raza humana −que dentro de nada
dejará de ser una especialidad para convertirse en una práctica generalizada−,
sé estar postulándome a una fama imperecedera.
Acabo de enunciar, casi sin percatarme, un grandioso
concepto que exige pronta explicación para que también puedan comprenderlo los
intelectos menos avispados. He dicho que el pufista está llamado a regenerar la
humanidad gracias al sistema de los impuestos involuntarios.
No es preciso que les haga notar cuan horrible, absurda, contraria
a las intenciones de la naturaleza resulta esa ley que obliga al hombre a pagar
el derecho a la existencia con los más viles metales, con el oro, con la plata,
con el cobre acuñado.
¡El hombre!... ese rey de la creación, esa noble
personificación de la inteligencia, hecho a imagen y semejanza del creador, ese
dueño de toda la naturaleza animada e inanimada, ese dios de la tierra y del
océano, reducido, por mor de falsas y reiteradas teorías, a tener que renunciar
a todas las cosas necesarias, a la existencia misma, a tener que morir de frío
e inanición, por no disponer de unas pocas monedas. La sociedad está organizada
de tal guisa que al libre morador de la tierra ya no se le permite coger una
manzana de un árbol, cortar una espiga de trigo, sorber un racimo de uvas si
antes no ha encontrado algo de calderilla en el fondo de su bolsillo. ¡Tan bajo
hemos caído, pobre raza humana!, que en los lugares más poblados del mundo, en
Londres, en París, ahí donde llegan todos los productos del universo, ahí donde
los escaparates muestran las exquisiteces y glotonerías de la sapiencia
culinaria, un hombre, un rey de la creación, que no disponga de alguna moneda
en el bolsillo de su chaleco, habrá de morirse de hambre... o arriesgar la
cárcel, robando.
¡Morir o robar! Este es el terrible dilema que la odiosa
política de la sociedad impone inexorablemente a este animal, hecho a imagen y
semejanza de Dios, ¡si llega a faltarle una menuda moneda!
¡Morir o robar! ¡No, por Dios! Hemos gritado. ¡Por Dios!, me
responderán ustedes con el temblor de una conciencia indignada: ¡ni morir, ni
robar!. Algún remedio ha de haber, y si no lo hay, habrá de encontrarse, ya
que, de no existir modo de eludir el tremendo dilema, mejor haríamos en invocar
el diluvio universal o la lluvia de piedras que cayó sobre Sodoma y Gomorra.
¡Descuiden! ¡Respire aliviada la humanidad desolada!... ¡No provoquemos
la cólera de Dios con las maledicencias de la desesperación! El remedio existe
−existe desde hace siglos− y esta providencial invención se la debemos a... los
pufistas.
"No quiero morir; no quiero robar", dijo el primer
pufista. "Tengo derecho a vivir, y las leyes no pueden condenarme por ejercer
ese derecho. ¿Por tanto? Por tanto... viviré de las deudas, o del crédito, que
es lo mismo."
"Pero se equivocaron los pufistas −dirá alguno−, ya que todos sabemos que las
leyes condenan a los deudores, al igual que condenan a los ladrones, y que la
deuda, aunque pueda alimentar durante un tiempo la impunidad, no consigue
librarnos completamente de los inhumanos rigores de la ley."
Esta observación no podría hacerla −no cabe duda− sino un pufista
de tercera, un pufista neófito, un pufista que aún no estudió el gran arte. El
verdadero pufista os responderá que esas penas del Código llamado civil vienen a ser como un espantapájaros:
representan un peligro más imaginario que real y tan sólo para los pececillos
de agua dulce. Nosotros, los grandes peces de alta mar, nosotros, desafiamos la
grácil red urdida con remiendos, nosotros desgarramos las mallas y las atravesamos...
¡pufando!
No olviden esta máxima: a la cárcel por deudas, sólo van unos
pocos imbéciles que iniciaron su carrera desconociendo los rudimentos del arte.
Más adelante, trataré de esos rudimentos, y no faltarán entonces, para ilustrar
nuestras teorías, ejemplos muy notables.
De las disposiciones naturales del pufista
No es poeta quien quiere, y tampoco puede ser pufista quien no
disponga de aptitudes naturales adecuadas a su alta misión.
No pretendo, con estas palabras, desanimar a los menos favorecidos
por la naturaleza. Cuando se habla de poeta o de pufista, estamos refiriéndonos
a los tipos más ejemplares de una categoría y se sabe que, con estudio y
ejercicio, muchos individuos dotados de un talento mediocre logran hacer algún verso
decente o, también, alguna deuda respetable.
Pero para llegar a ser pufista de primera categoría, pufista
de alta sociedad, pufista mundial se precisa de unas aptitudes poco comunes,
que pasamos a señalar brevemente...
Roboamo P.
Milán 1881
Texto completo en PDF aquí.
Roboamo P.
Milán 1881
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