Con el corazón lleno de furiosas
fantasías
De las que soy el amo,
Con una lanza ardiente y un caballo de
aire,
Errando voy por el desierto.
La canción de Tomás el loco.
Según las
últimas noticias de Rotterdam, parece que esta ciudad se halla en un singular
estado de efervescencia filosófica. A decir verdad, se han producido fenómenos
de un género tan inesperado, tan nuevo y tan absolutamente en contradicción con
todas las opiniones admitidas, que sin duda alguna pronto se hallará
trastornada toda Europa, y la física en fermentación. La razón y la astronomía
se agarraron entonces de los cabellos.
Parece que
el... del mes dé... (no recuerdo a punto fijo la fecha) se había reunido una
inmensa multitud, con un objeto que no se especifica, en la gran plaza de la
Bolsa, de la agradable ciudad de Rotterdam. El día era muy caluroso para la
estación; apenas soplaba la brisa, y a la multitud no le desagradaba que de vez
en cuando la regase, durante algunos minutos, un chaparrón benéfico, producido
por las masas de blancas nubes diseminadas en la celeste bóveda del firmamento.
Sin
embargo, hacia mediodía se manifestó en la multitud una ligera aunque notable
agitación, seguida del clamoreo de diez mil lenguas; diez mil cabezas se levantaron
para fijar la vista en el cielo; otras tantas pipas se retiraron simultáneamente
de las bocas, y un grito prolongado, inmenso, atronador, sólo comparable con el
mugido del Niágara, resonó a través de toda la ciudad y de los alrededores de
Rotterdam.
El origen
de aquel tumulto fue muy pronto evidente; se vio desembocar en un espacio de la
extensión azulada, saliendo de una de aquellas grandes masas de nubes de
contornos vagamente definidos, un ser extraño, heterogéneo, de aspecto sólido,
de tan singular configuración y tan fantásticamente organizado, que la multitud
de aquellos robustos ciudadanos, que lo miraban desde abajo con la boca
abierta, no podían de ningún modo comprender lo que era ni cansarse de mirarlo.
¿Qué
podría ser aquello? Por todos los diablos de Rotterdam, ¿qué presagiaría
semejante aparición? Nadie lo sabía; a nadie le era posible adivinarlo; ni aun
el burgomaestre Mynheer Superbus Von Underduk poseía el más ligero dato para
aclarar aquel misterio; de modo que los buenos ciudadanos, no teniendo cosa
mejor que hacer, volvieron a colocar sus pipas en la boca, y con la vista
siempre fija en el fenómeno, lanzaron bocanadas de humo, hicieron una pausa, se
contonearon de derecha a izquierda, murmurando significativamente, guardaron
silencio otra vez, y después de gruñir de nuevo, siguieron fumando tranquilamente.
Sin
embargo, se veía bajar, acercándose cada vez más a la beata ciudad, el objeto
de tan general curiosidad, causa de aquella considerable humareda; de modo que
a los pocos minutos el objeto estuvo lo bastante cerca para que se lo pudiera
distinguir con claridad. Parecía ser, y lo "era" indudablemente, una especie
de globo; pero hasta entonces, Rotterdam no había visto otro semejante, pues
¿quién ha oído hablar nunca de un globo fabricado tan sólo con diarios grasientos?
Seguramente nadie en Holanda; y sin embargo, allí, sobre las narices del
pueblo, o más bien a cierta distancia, veíase el objeto en cuestión, construido
—lo sé de buena fuente— con dicho material, en el que nadie había pensado hasta
entonces para semejante objeto. Aquello era un escandaloso insulto al buen sentido
de los ciudadanos de Rotterdam.
En cuanto
a la forma del fenómeno, era más reprensible aún: afectaba la figura de un
gigantesco gorro de loco, invertido; y esta semejanza no se desvaneció en modo
alguno cuando al mirarlo más de cerca la multitud pudo ver una enorme bellota
pendiente de la punta, y alrededor del borde superior o de la base del cono una
serie de pequeños instrumentos semejantes a las campanillas de las ovejas, que
resonaban continuamente.
Pero había
otra cosa más extraordinaria aún: suspendido de unas cintas azules en la
extremidad de la fantástica máquina, se balanceaba, a manera de barquilla, un
inmenso sombrero de castor gris americano, de alas en extremo anchas, de copa
hemisférica, con una cinta negra y una hebilla de plata. Cosa singular: algunos
ciudadanos de Rotterdam hubieran jurado que conocían ya aquel sombrero, y a
decir verdad, la multitud pareció casi familiarizada con él; mientras que la
matrona Grettet Pfaall profirió una exclamación de alegría al verlo, declarando
que era positivamente el sombrero de su querido esposo.
Ahora
bien: esta circunstancia parecía tanto más importante cuanto que Pfaall había
desaparecido de Rotterdam con tres compañeros hacía unos cinco años, de una
manera tan repentina como inexplicable, y hasta el momento en que comienza este
relato, todos los esfuerzos para obtener noticia de los ausentes fueron
completamente inútiles. Cierto que se habían descubierto últimamente, en un
punto retirado de la ciudad, algunas osamentas que se creyeron humanas, mezcladas
con restos de extraño aspecto, llegando a suponer algunos que en aquel lugar se
había cometido un horrible asesinato, y que Hans Pfaall y sus compañeros habían
sido probablemente las víctimas.
El globo,
pues en efecto lo era, hallábase entonces a cien pies del suelo, y la multitud
podía ver claramente al personaje que lo ocupaba. Era, por cierto, un ser extraño;
sólo medía dos pies de estatura, pero su pequeñez no lo habría librado de
perder el equilibrio y caer de su diminuta barquilla, a no haber tenido ésta un
reborde circular que llegaba hasta el pecho del singular individuo, estando sujeto
por las cuerdas del globo.
El cuerpo
del hombrecillo era desproporcionadamente voluminoso y comunicaba
al conjunto de su persona un aspecto de redondez extravagante; sus pies, como
era natural, no se podían ver; tenía las manos monstruosas; el cabello gris,
sujeto por detrás en forma de coleta; la nariz prodigiosamente larga, ganchuda y
de color rojizo; los ojos grandes y de penetrante mirada; y la barba y las
mejillas, aunque llenas de arrugas, parecían infladas. Lo más singular en aquel conjunto
era que en los dos lados de la cabeza no se veía la menor señal de orejas.
El
hombrecillo vestía una especie de sobretodo suelto, de seda azul celeste, calzón
ceñido del mismo color, sujeto en las rodillas con hebillas de plata; su chaleco de
una tela brillante amarilla, una especie de bonete blanco, puesto de medio
lado; y, como complemento de este equipo, un pañuelo de seda carmesí alrededor
del cuello, con un nudo enorme y las puntas pendientes sobre el pecho delicadamente.
Al llegar
a cien pies del suelo, como ya he dicho, el hombrecillo pareció preso
repentinamente de una agitación nerviosa, y se hubiera dicho que no deseaba
acercarse más a la "tierra firme". Arrojó cierta cantidad de arena, tomándola
de un saco de lona, que a duras penas levantó, y se mantuvo estacionario
durante un momento; después sacó del bolsillo de su sobretodo, con cierta
precipitación, una cartera de cuero, la pesó en la mano con aire receloso, la examinó
detenidamente, sorprendido al parecer, la abrió al fin, sacó una enorme
carta sellada con lacre encarnado, muy bien sujeta con cintas del mismo color, y
la dejó caer a los pies del burgomaestre Superbus Von Underduk.
Su
Excelencia se inclinó para recogerla; pero el aeronauta, siempre muy inquieto,
y no teniendo aparentemente nada que hacer en Rotterdam, comenzaba a
prepararse ya para subir de nuevo, y como le era preciso descargar una parte de su
lastre a fin de elevarse, media docena de sacos, arrojados uno después de otro sin tomarse
la molestia de vaciarlos, cayeron sobre la espalda del infeliz burgomaestre
y lo hicieron rodar varias veces por tierra a la vista de todo Rotterdam.
No se ha
de suponer, sin embargo, que el gran Underduk dejó pasar impunemente
aquella impertinencia de parte del hombrecillo; se dice que en cada una
de sus caídas arrojó furiosamente seis bocanadas de humo de su querida
pipa, la cual sujetaba entre tanto con toda su fuerza, como lo hará siempre,
si Dios lo permite, hasta el último día de su vida. Sin embargo,
el globo se elevaba como una golondrina, y cerniéndose sobre la ciudad,
desapareció tranquilamente detrás de una nube semejante a aquella de la que
había salido de un modo tan singular, perdiéndose de vista para los buenos
ciudadanos de Rotterdam, atónitos ante aquel espectáculo.
Toda la
atención se fijó entonces en la carta, cuya entrega, con los accidentes que la
siguieron, había estado a punto de ser tan fatales a la persona y a la dignidad
de su Excelencia Von Underduk. Este 'funcionario, sin embargo, no se olvidó,
durante sus movimientos giratorios, de poner en seguridad el objeto importante,
la carta, que según el sobre, había caído en manos legítimas, puesto que iba
dirigida a su Excelencia, primeramente, y al profesor Rudabub, en su calidad respectiva
de presidente y vicepresidente del colegio astronómico de Rotterdam.
En consecuencia, estos dignatarios la abrieron al punto y hallaron la siguiente
comunicación, muy extraordinaria, y a la verdad en extremo grave:
"A sus Excelencias Von Underduk y a Rudabub, presidente y
vicepresidente del
Colegio Nacional Astronómico de la ciudad de Rotterdam.
Vuestras
Excelencias se acordarán sin duda de un humilde artesano,
componedor
de fuelles, que desapareció de Rotterdam hará unos cinco años, con
otros tres
individuos y de una manera que debió considerarse inexplicable: yo
soy el
mismo Hans Pfaall, si Vuestras Excelencias no lo llevan a mal, y el mismo
que firma
esta comunicación. Es notorio entre la mayor parte de mis
conciudadanos
que he ocupado por espacio de cuatro años la casita de ladrillo
situada en
la callejuela conocida con el nombre de Sauerkraut, donde aún
habitaba
en el momento de mi desaparición. Mis abuelos residieron siempre allí
desde
tiempo inmemorial ejerciendo invariablemente, como yo, el muy
respetable
y muy lucrativo oficio de componedores de fuelles, pues a decir
verdad,
hasta estos últimos años, en que todos se entregan con pasión a la
política,
jamás se ejerció más fructuosa industria por un honrado ciudadano de
Rotterdam,
y nadie fue más digno que yo.
El crédito
era excelente, los parroquianos numerosos, y por lo tanto no
faltaba
dinero ni buena voluntad; pero como ya he dicho, muy pronto nos
resentimos
de los efectos de la independencia, de los grandes discursos, del
radicalismo
y de todas las drogas de esa especie.
Aquellos
que hasta entonces habían sido los mejores clientes del mundo, ya
no
tuvieron un momento para pensar en nosotros; todo lo necesitaban para
aprender
la historia de las revoluciones, vigilando en su marcha la inteligencia y
la idea
del siglo; si necesitaban soplar el fuego, construían un fuelle con algún
diario; a
medida que el gobierno se debilitaba, yo adquiría la convicción de que
el cuero y
el hierro eran cada vez más indestructibles; y muy pronto, no hubo en
todo
Rotterdam un solo fuelle que necesitase compostura. Semejante estado dé
cosas era
insostenible; muy pronto quedé más pobre que una rata, y como tenía
mujer e
hijos, mis gastos llegaron a ser insoportables; de modo que empleaba
todo mi
tiempo en reflexionar sobre la manera más conveniente de poner fin a
mis días.
Sin
embargo, mis acreedores me dejaban pocos ratos para entregarme a la
meditación;
sitiaban materialmente mi domicilio desde la mañana hasta la noche,
y tres de
ellos, en particular, me atormentaban de manera indecible, vigilaban de
continuo
mi puerta y me amenazaban a cada momento con la ley.
Juré
vengarme cruelmente de aquellos tres individuos, si llegara a tener la
suerte de
atraparlos entre mis uñas; y creo que esa dulce esperanza fue la única
cosa que
me impidió realizar mi proyecto de suicidio, que era levantarme la tapa
de los
sesos de un pistoletazo. No obstante, juzgué que sería mejor disimular mi
rabia,
prodigando promesas y buenas palabras hasta que, por un feliz capricho
de la
suerte, se me presentó ocasión de vengarme.
Cierto día
que conseguí esquivarlos y hallándome más abatido que nunca,
estuve
vagando largo tiempo, sin objeto, por las calles más oscuras, hasta que al
fin, al
doblar una esquina, me encontré junto al local de un librero de viejo, vi a
mano un
sillón destinado a los clientes, me dejé caer en él de muy mal humor, y
sin saber
por qué, abrí el primer volumen que estuvo a mi alcance.
Resultó
ser un folleto sobre la astronomía especulativa, escrito por el
profesor
Encke, de Berlín, o por un francés cuyo nombre se asemejaba mucho al
suyo; y
como yo tenía un ligero conocimiento de esta ciencia, me absorbí pronto
de tal
manera en la lectura del folleto, que lo leí dos veces de cabo a rabo sin
saber lo
que pasaba alrededor.
No
obstante, como se acercaba la noche, tomé el camino de mi casa;
pero la
lectura de aquel tratado, coincidiendo con un descubrimiento
neumático
que me había revelado hacía poco un primo en Nantes, como
secreto de
gran importancia, acababa de producir en mi ánimo una impresión
indeleble.
Vagando a través de las oscuras calles, repasé minuciosamente
en mi
memoria los extraños razonamientos del escritor, a veces
ininteligibles.
Algunos pasajes me habían afectado de una manera extraordinaria,
y cuanto
más pensaba en ellos, más me interesaba el asunto.
Mi
educación, muy limitada, y mi completa ignorancia de los asuntos
relativos
a la filosofía natural, lejos de hacerme desconfiar de mi aptitud para
comprender
lo que había leído, o de inducirme a poner en cuarentena las
nociones
vagas y confusas que surgieran naturalmente de mi lectura, se
convirtieron
en aguijón más poderoso para mi espíritu, y fui lo bastante vano, o tal
vez
razonable, para preguntarme si las ideas descabelladas que surgen
desordenadamente
de los espíritus no pueden contener a menudo toda la fuerza,
toda la
realidad y las demás propiedades inherentes al instinto y a la intuición.
Era ya
tarde cuando llegué a casa, y al punto me acosté; pero estaba tan
preocupado
que no pude dormir, y pasé toda la noche sumido en profundas
meditaciones.
Por la mañana, a primera hora, corrí al negocio del librero y gasté
el poco
dinero que me quedaba para comprar algunos volúmenes de mecánica y
de
astronomía prácticas. Los llevé a mi casa como un tesoro, y comencé a leerlos
con
detenimiento, aprovechando cuantas horas me quedaban libres. Así pude
adelantar
lo bastante en mis nuevos estudios para poner en ejecución cierto
proyecto,
inspirado por el diablo, o por algún genio protector.
Durante
aquel tiempo hice los esfuerzos posibles para contentar a los tres
acreedores
que tanto me martirizaban, y por último lo conseguí, vendiendo una
buena
parte de mi mobiliario para satisfacer hasta cierto punto sus
reclamaciones,
y ofreciendo saldar la diferencia apenas realizase un plan que
había
concebido, para el cual reclamaba sus servicios. Gracias a esos medios,
pues mis
acreedores eran muy ignorantes, no me costó mucho inducirlos a
secundar
mis miras.
Arregladas
así las cosas, con el auxilio de mi esposa, y adoptando las
mayores
precauciones para guardar el secreto, dispuse de lo poco que me
quedaba, y
pedí a préstamo una regular cantidad, sin cuidarme, con vergüenza lo
confieso,
de los medios de reembolsar la suma.
Gracias a
este aumento de recursos, pude comprar varias piezas de batista
muy buena,
de doce varas cada una, soga, barnices, un cesto de mimbre, y otros
artículos
necesarios para construir un globo de extraordinarias dimensiones.
Encargué a
mi mujer que lo confeccionara lo más pronto posible, y le di todas las
instrucciones
necesarias para proceder convenientemente en su trabajo.
Al mismo
tiempo construí con la batista una red de suficientes dimensiones a
la cual
adapté un aro y varias cuerdas, y compré numerosos instrumentos y las
cosas
necesarias para practicar experiencias en las más altas regiones de la
atmósfera.
Cierta noche transporté prudentemente a un sitio retirado de
Rotterdam
cinco barricas con aros de hierro, de cincuenta litros de cabida cada
una, otra
más grande, seis tubos de hojalata de seis pulgadas de diámetro por
cuatro
pies de longitud, una regular cantidad de "cierta sustancia metálica o
metaloide"
que no quiero nombrar, y media docena de frascos llenos de un ácido
muy común.
El gas que debía resultar de esta combinación no se ha fabricado
hasta
ahora sino por mí, o por lo menos no se aplicó nunca a semejante fin; sólo
puedo
decir aquí que es una de las "sustancias constituyentes del ázoe",
que tanto
tiempo se
ha considerado como irreductible, creyéndose que su densidad es menor
que la del
hidrógeno en unas treinta y siete veces o poco más; carece de
sabor,
pero no de olor; arde cuando está puro, produciendo una llama verdosa,
que ataca
instantáneamente la vida animal. No tengo inconveniente en revelar
todo el
secreto, si bien pertenece de derecho, según he indicado ya, a un
ciudadano
de Nantes, en Francia, quien me lo comunicó condicionalmente.
El mismo
individuo tuvo a bien confiarme, sin conocer en modo alguno mis
intenciones,
un procedimiento para fabricar los globos con cierto tejido animal,
que hace
casi imposible el escape de gas; pero me pareció demasiado costoso, y
por otra
parte era muy posible que la batista revestida de caucho produjese el
mismo
efecto. Sólo cito esta circunstancia porque creo probable que el individuo
de que se
trata intente uno de estos días alguna ascensión con el nuevo gas y la
materia de
que hablo, y porque no quiero robarle la gloria de un invento muy
original.
En el
espacio que debía ocupar cada una de las barricas practiqué secretamente un
agujero, de modo que todas formaron un círculo de veinticinco
pies de
diámetro, en cuyo centro, que era el sitio destinado al barril más grande,
abrí un
hoyo profundo.
En cada
uno de los cinco agujeros deposité una caja de hojalata que contenía
veinte
kilos de pólvora de cañón, y en el hoyo un barril que encerraba noventa.
Entre ese
barril y las cinco cajas formé unos regueros de pólvora, y después de
introducir
en una la extremidad de una mecha de cuatro pies, llené el hoyo y
coloqué el
barril encima, dejando que sobresaliera de éste un poco la otra punta
de
aquélla, aunque casi imperceptiblemente.
Además de
los artículos enumerados, transporté a mi depósito general y
oculté
allí uno de los aparatos perfeccionados de Grimm para la condensación
del aire
atmosférico, aunque reconocí que esta máquina necesitaba singulares
modificaciones
para llenar el objeto a que yo la destinaba. Sin embargo, gracias
a un
continuo trabajo y a una incesante perseverancia, obtuve excelentes
resultados
en todos mis preparativos, y el globo quedó terminado muy pronto.
Podía
contener más de cuarenta mil pies cúbicos de gas, y elevarme
fácilmente
con todos mis aparatos, y ciento setenta y cinco libras de lastre,
según
calculé, si gobernaba bien. Le había aplicado tres capas de barniz, y
observé
que la batista haría muy bien las veces de la seda; era tan sólida como
esta
última y mucho más barata.
Cuando
todo estuvo dispuesto, exigí a mi mujer que me guardara el secreto
de todos
mis actos desde el día en que visité el local del librero, y prometí por
mi parte
volver tan pronto como las circunstancias me lo permitiesen; le di el
poco
dinero que me quedaba y nos despedimos. A decir verdad, no me
inquietaba
por ella, pues era una mujer de las que llaman vividoras, y podía
arreglar
sus asuntos sin mi auxilio.
Hasta
creo, hablando con franqueza, que siempre me había tenido por un
gandul,
por un simple complemento de peso, una especie de hombre bueno
para hacer
castillos en el aire, y nada más, por lo cual no le disgustaría verse
libre de
mí. Era ya muy entrada la noche cuando nos despedimos, y ayudado por
los tres
acreedores que tanto me habían perseguido, trasladé el globo, con su
barquilla
y demás accesorios, por una senda retirada hasta el sitio donde
guardaba
todos los demás objetos: los encontré intactos; y di principio a mi
tarea.
Era el
primero de abril y la noche estaba tan oscura, como ya he dicho, que
no se veía
ni una sola estrella; una espesa niebla nos molestaba mucho, pero lo
que más me
inquietaba era el globo, que, a pesar del barniz que lo protegía,
comenzaba
a cargarse de humedad, sin contar que la pólvora podía averiarse
también.
Hice
trabajar mucho a mis tres acreedores, ocupándolos en amontonar hielo
alrededor
de la barrica central y agitar el ácido en las otras; pero a cada
momento me
importunaban con sus preguntas para saber qué proyectaba con
todo aquel
aparato, manifestando su descontento por la ruda tarea que les
imponía.
Me dijeron que no les era posible comprender lo que podría resultar
de bueno
con eso de mojarse sólo para ser cómplices de tan abominable
hechicería.
Ya
comenzaba a inquietarme un poco y hacía los mayores esfuerzos para
adelantar
el trabajo, pues pensé que aquellos tontos habrían creído que yo
tendría
algún pacto con el diablo, y que todas mis operaciones no eran nada
tranquilizadoras.
Temiendo que me dejasen plantado, me esforcé por calmarlos,
prometiendo
pagarles cuanto se les debía tan pronto como hubiese llevado a
buen fin
el trabajo en que me ocupaba. Naturalmente, interpretaron mis palabras
como
quisieron, imaginándose sin duda que trataba de obtener una inmensa
cantidad
de dinero contante; la cuestión para ellos era que les satisficiese mi
deuda, y
con tal que lo hiciese así, dándoles además una gratificación por sus
servicios,
estoy seguro de que poco les importaba que mi alma y mi cuerpo se
perdiesen.
Al cabo de
cuatro horas y media, el globo me pareció bastante lleno, colgué
la
barquilla y puse en ella todo mi equipo, un telescopio, un barómetro, un
electrómetro,
el compás, la brújula, el reloj, la campana, una bocina, etcétera,
etcétera,
así como un globo de cristal, cerrado herméticamente, después de
hacer el
vacío, el condensador, cal viva, una barra de lacre, y abundante
provisión
de agua y víveres, tales como el pemmican,
que contiene mucha
materia
nutritiva en relación con su escaso volumen. También puse en mi
barquilla
un par de palomas y una gata.
Iba a
rayar el día, y pensé que era la mejor hora para emprender la ascensión.
Dejé caer
un cigarro en el suelo como por casualidad, y al bajarme para
recogerlo,
prendí fuego disimuladamente a la mecha, cuya extremidad, como ya
he dicho,
sobresalía un poco del borde inferior de uno de los pequeños toneles. .
Practiqué
esta maniobra sin ser visto por ninguno de mis tres verdugos; salté
a la
barquilla, corté en seguida la única cuerda que me retenía en tierra, y
comprobé
con la mayor satisfacción que subía con inconcebible rapidez; el globo
llevaba
sin dificultad sus noventa kilos de lastre de plomo, y habría podido
soportar
doble cantidad. Cuando abandoné la tierra, el barómetro marcaba
treinta
pulgadas y el termómetro centígrado diecinueve grados.
Sin
embargo, apenas me hallé a la altura de cincuenta varas, llegó a mis
oídos un
estruendo espantoso, y vi elevarse tan espesa tromba de fuego, de
grava, de
madera y de metal inflamado, con miembros humanos que mi corazón
desfalleció
y me arrojé al fondo de mi barquilla, estremecido de horror.
Entonces
comprendí que había cargado la mina espantosamente, y que debía
sufrir las
principales consecuencias de la sacudida. En efecto, en menos de un
segundo
sentí toda mi sangre afluir hacia las sienes, y de improviso se produjo a
través de
las tinieblas una agitación que no olvidaré jamás, pues parecía que el
firmamento
se desgarraba.
Más tarde,
cuando tuve tiempo de reflexionar, no dejé de atribuir la
extremada
violencia de la explosión, relativamente a mí, a su verdadera causa, es
decir, a
mi posición directamente sobre la mina y en la línea de su acción más
poderosa;
pero en aquel momento sólo pensé en salvar mi vida. El globo bajó
primero,
después se dilató violentamente, luego comenzó a girar con una
velocidad
vertiginosa, y por último, vacilante y rodando como un hombre ebrio,
me hizo
saltar de la barquilla, y me dejó enganchado, a espantosa altura, cabeza
abajo, en
la extremidad de una cuerda muy delgada, de tres pies de longitud,
que por
casualidad se cruzaba cerca del fondo de la barquilla; en esta cuerda se
enredó mi
pie izquierdo providencialmente en medio de la caída. Es imposible
formarse
una idea exacta de mi horrible situación; abrí convulsivamente la boca
para
respirar; un estremecimiento semejante a un acceso de fiebre sacudió todos
los
nervios y los músculos de mi ser; me parecía que los ojos saltaban de sus
órbitas;
me atacaron unas náuseas horribles; y por último perdí el conocimiento.
No podría
decir cuánto tiempo estuve en aquella posición; pero
transcurrieron
algunas horas, pues cuando recobré en parte el uso de mis
sentidos
observé que amanecía; el globo se hallaba a prodigiosa altura sobre la
inmensidad
del océano, y en los límites de aquel vasto horizonte, en todo el
espacio
que mi vista alcanzaba, no veía señales de tierra.
Sin
embargo, mis sensaciones al recobrar el sentido no eran tan dolorosas
como podía
esperarlo; pero a decir verdad, había mucho de locura en la
contemplación
plácida con que examiné al principio mi situación. Apliqué las
manos a
los ojos una después de otra, y me pregunté con asombro qué accidente
podría
haber dilatado mis venas, ennegreciendo tan horriblemente mis uñas;
después me
palpé la cabeza, la moví varias veces y al fin me aseguré de que no
era, como
lo pensé un instante con espanto, más voluminosa que mi globo.
Después,
al tocar los bolsillos de mi pantalón, noté que había perdido el libro de
memorias y
el mondadientes, lo cual me produjo honda pena. Entonces sentí un
vivo dolor
en el tobillo del pie izquierdo, y comencé a darme cuenta de mi
situación.
Pero,
¡cosa extraña!, no experimenté asombro ni horror, sino una especie de
satisfacción
al pensar en la destreza que debería desplegar para librarme de
aquella
extraña alternativa, y no dudé un momento de mi salvación. Por espacio
de algunos
minutos me entregué a profundas reflexiones, y recuerdo muy bien
que a
menudo oprimí los labios, apliqué mi índice a un lado de la nariz, e hice los
ademanes
propios de las personas que, cómodamente sentadas en un sillón,
meditan
sobre asuntos intrincados o importantes.
Cuando
hube coordinado lo bastante mis ideas, acerqué con precaución mis
manos a la
espalda y desprendí la hebilla de hierro de la pretina del pantalón;
tenía tres
púas un poco enmohecidas y giraban difícilmente; pero con mucha
paciencia
las coloqué en ángulo recto con el cuerpo de la hebilla y vi con la
mayor
satisfacción que se mantenían firmes. Sujetando entre los dientes esta
especie de
instrumento, comencé a desatar el nudo de mi corbata; pero antes de
llevar a
cabo esta maniobra, tuve que reposar algunas veces. En una de las puntas
de la
corbata sujeté la hebilla, y para mayor seguridad até la otra alrededor de mi
muñeca. Después,
elevando el cuerpo, por un prodigioso esfuerzo muscular,
conseguí
lanzar la hebilla sobre la barquilla y engancharla en el reborde circular.
Mi cuerpo
formaba entonces con la pared de aquélla un ángulo de cuarenta y
cinco
grados; pero no se ha de entender que yo estuviese a cuarenta y cinco
grados
bajo la perpendicular; muy lejos de ello, me hallaba siempre en un plano
casi
paralelo al nivel del horizonte y mi posición era por lo tanto de las más
peligrosas.
Si se
supone que al principio, cuando fui lanzado de la barquilla, hubiese
caído de
cara al globo, en vez de dar la vuelta por el lado opuesto, o en segundo
lugar, que
la cuerda en la que me enganché hubiera estado pendiente por
casualidad
del reborde superior, en vez de pasar por una abertura del fondo, se
comprenderá
muy bien que en estas dos hipótesis me hubiera sido imposible
efectuar
semejante milagro, perdiéndose así para la posteridad mis presentes
relaciones.
Tenía,
pues, muchos motivos para bendecir mi suerte; pero hallándome tan
aturdido,
que no podía hacer nada, permanecí colgado durante un cuarto de
hora, sin
atreverme a intentar ningún esfuerzo y en un estado semejante al
idiotismo.
Sin embargo, esta disposición de mi ser fue sustituida muy pronto por
un
sentimiento de horror, de espanto y de desesperación. La sangre, tan largo
tiempo
acumulada en los vasos de la cabeza y del cuello, y que hasta entonces
había
producido un saludable delirio, comenzaba ahora a refluir y recobrar su
nivel; y
entonces comprendí el peligro, lo cual no me sirvió más que para perder
la sangre
fría y el valor necesarios.
Afortunadamente
para mí, esta debilidad no duró largo tiempo; la energía de
la
desesperación me infundió ánimos; profiriendo gritos y haciendo frenéticos
esfuerzos,
me lancé convulsivamente por una sacudida general, y al fin,
tomándome
del borde tan deseado, con grandes esfuerzos, contraje mi cuerpo y
fui a caer
de cabeza en el fondo de la barquilla casi sin aliento.
Transcurrió
un buen rato antes de que me serenase lo suficiente para
ocuparme
de mi globo; y al examinarlo con atención tuve el gusto de verificar
que no
había sufrido percance alguno. Todos mis instrumentos estaban intactos, y
por
fortuna no había perdido tampoco ni lastres ni provisiones. Miré mi reloj, que
marcaba
las seis; seguí subiendo rápidamente, y el barómetro marcó entonces la
altura de
tres millas y tres cuartos.
Debajo de
mí se veía en el océano un pequeño objeto negro, de forma
ligeramente
prolongada, poco más o menos de la dimensión de una ficha de
dominó, y
que no parecía otra cosa. Apunté mi telescopio y vi claramente que era
un buque
inglés de noventa y cuatro cañones, que avanzaba pesadamente,
siguiendo
la dirección del oeste sudoeste: fuera de ese buque, sólo se divisaba
agua y
cielo.
Ya es hora
de explicar a Vuestras Excelencias el objeto de mi viaje.
Recordaréis
que mi deplorable situación en Rotterdam me había impulsado a
proyectar
el suicidio, no porque estuviese cansado de la vida, sino porque era
intolerable
la miseria en que me hallaba. En esa disposición de ánimo, deseando
vivir aún,
aunque la existencia me aburría, el folleto que leí en el negocio del
librero y
la oportuna revelación de mi primo de Nantes, despertaron en mí el
deseo de
apelar a un nuevo recurso y tomé un partido decisivo. Resolví
marcharme,
pero vivir; abandonar el mundo sin renunciar a la existencia; y en
una
palabra, suprimiendo los enigmas, determiné abrirme paso "hasta la
Luna",
sin
cuidarme de todo lo demás.
Y ahora,
para que no se me crea más loco de lo que soy, voy a exponer
detalladamente,
lo mejor que me sea posible, las consideraciones que me
indujeron
a creer que una empresa de este género, aunque difícil y llena de
peligros,
no estaba del todo fuera de los límites de lo posible para un espíritu
audaz.
Lo primero
que se debía tener en cuenta era la distancia positiva de la Luna a
la Tierra.
Esta distancia media o aproximativa, entre los centros de ambos
planetas,
es cincuenta y nueve veces, más una fracción, el radio ecuatorial de la
Tierra, o
sea unas 237.000 millas. Digo la distancia media o aproximativa porque
es fácil
comprender que la forma de la órbita lunar, siendo una elipse de una
excentricidad
que no baja de 0,05484 de su semieje mayor, y ocupando el centro
de la
Tierra el foco de esa elipse, si consiguiera de un modo u otro encontrar la
Luna en su
perigeo, la distancia indicada disminuiría sensiblemente.
No
obstante, dejando a un lado estas hipótesis era positivo que en todo caso
debía
deducir de las 237.000 millas el radio de la Tierra, o sea 4.000, y el de la
Luna que
son 1.080, o un total de 5.080; de modo que sólo debería franquear una
distancia
aproximativa de 231.920 millas. Pensé que este espacio no era
verdaderamente
extraordinario, pues repetidas veces se han hecho en tierra
viajes de
una celeridad de 60 millas por hora, y verdaderamente hay motivos
para creer
que se alcanzará mayor rapidez; pero aun contentándome con la de
que hablo,
no se necesitarían más de ciento sesenta y un días para llegar a la
superficie
de la Luna.
Sin
embargo, numerosas circunstancias me inducían a creer que la velocidad
aproximativa
de mi viaje excedería en mucho a la de sesenta millas por hora; y
como estas
consideraciones produjeron en mí una impresión profunda, las
explicaré
ampliamente por lo que sigue.
El segundo
punto que se debía examinar tenía distinta importancia. Según las
indicaciones
del barómetro, sabido es que cuando nos elevamos sobre la
superficie
de la Tierra a una altura de 1.000 pies, se deja debajo una trigésima
parte,
poco más o menos, de la masa atmosférica; que a 10.600 pies llegamos a
una
tercera parte, con corta diferencia; y que a 18.000, que es casi la elevación
del
Cotopaxi, se pasa de la mitad de la masa fluida, o en todo caso, la mitad de la
parte
ponderable del aire que rodea nuestro globo.
Se ha
calculado también que a una altura que no excede de la centésima
parte del
diámetro terrestre, es decir, 80 millas, la rarefacción aumenta de tal
modo, que
la vida animal no es posible, y además, que los medios que tenemos a
nuestro
alcance para reconocer la presencia de la atmósfera, llegan a ser del todo
insuficientes.
Sin
embargo, no dejé de observar que estos últimos cálculos se basaban
únicamente
en nuestro conocimiento experimental de las propiedades del aire y
de las
leyes mecánicas que rigen su dilatación y compresión en lo que se puede
llamar,
comparativamente hablando, la proximidad de la Tierra. Al mismo
tiempo, se
considera como cosa positiva que a cualquier distancia dada de su
superficie,
pero inaccesible, la vida animal no sufre ni debe sufrir modificación
alguna.
Ahora bien: todo razonamiento de este género y según semejantes datos,
ha de ser
por necesidad puramente analógico. La mayor altura a que el hombre
ha llegado
es de 25.000 pies, y al decir esto me refiero a la expedición
aeronáutica
de Gay-Lussac y Biot: es una elevación bastante regular aunque se
compare
con las 80 millas en cuestión, y yo no podía menos de pensar que el
asunto
daba lugar a la duda y mucha latitud a las conjeturas.
En fin,
suponiendo una ascensión efectuada a cualquier altura, la cantidad de
aire
ponderable atravesada en todo período ulterior del viaje, no está de manera
alguna en
proporción con la altura adicional adquirida, y es evidente que,
elevándonos
todo lo posible, no podemos, en rigor, llegar a un límite más allá del
cual la
atmósfera deja de existir en absoluto. Deduje, en conclusión, que "debe
existir",
aunque "puede ser" en un estado de rarefacción infinita.
Por otra
parte, yo sabía que no faltaban argumentos para demostrar que hay
un límite
verdadero y determinado de la atmósfera; pero se ha omitido una
circunstancia
por los que sostienen la existencia de ese límite, que parecía
expuesta,
pero que viene a ser un punto digno de la más seria investigación.
Comparemos
los intervalos entre las vueltas sucesivas del corneta de Encke
en su
perihelio, teniendo en cuenta todas las perturbaciones debidas a la
atracción
planetaria, y veremos que los períodos disminuyen gradualmente, es
decir, que
el eje de la elipse del corneta se acorta siempre, en proporción lenta,
pero muy
singular.
Ahora
bien: esto es precisamente lo que debe suceder, si suponemos que el
cometa
halla una resistencia por haber penetrado en las regiones de su órbita "un
medio
etéreo excesivamente raro", porque es evidente que este medio,
retardando
la velocidad de aquél, debe aumentar su fuerza centrípeta y debilitar
la
centrífuga. En otros términos, la atracción del Sol llegaría a ser cada vez más
poderosa,
y el cometa se aproximaría más en cada revolución. Verdaderamente
no hay
otro medio para explicarse el cambio de que se trata.
Hay otro
hecho: se observa que el diámetro verdadero de la parte nebulosa
de ese
mismo corneta se contrae rápidamente a medida que se
acerca al
Sol, dilatándose muy pronto cuando continúa su marcha hacia su
afelio.
¿No tenía yo alguna razón para suponer, con el señor Valz, que esa
aparente
condensación de volumen tenía su origen en la compresión del medio
citado, y
cuya densidad está en proporción de la proximidad del Sol?
El
fenómeno que afecta la forma lenticular, y que llaman luz zodiacal,
era
también un punto digno de atención: esta luz, tan visible en los trópicos, y
que
no es
posible tomar por una luz meteórica cualquiera, se eleva
oblicuamente
desde el horizonte y sigue por lo regular la línea ecuatorial
del Sol: a
mí me pareció dimanada evidentemente de una atmósfera especial que
se
extendía desde el astro hasta más allá de la órbita de Venus, y
en mi
opinión a mucho mayor distancia. No podía suponer que aquel
medio
estuviese limitado por la línea del trayecto del corneta, o se hallara
confinado
en la inmediación próxima al Sol; era sencillo imaginar, por el
contrario,
que invadía todas las regiones de nuestro sistema planetario,
condensado
alrededor de los planetas en lo que llamamos atmósfera, y
modificado
tal vez en algunas por circunstancias puramente geológicas, es decir,
modificado
o variado en sus proporciones o en su naturaleza esencial por las
materias
volatilizadas que emanan de sus globos respectivos.
Tomada la
cuestión desde este punto de vista, ya no podía vacilar apenas:
suponiendo
que a mi paso hallara una atmósfera "esencialmente" análoga a la que
rodea la superficie
de la Tierra, pensé que por medio del muy ingenioso aparato
de M.
Gromm podría condensarla fácilmente en suficiente cantidad para las
necesidades
de la respiración. Esto era lo que oponía el principal obstáculo a un
viaje a la
Luna; yo había empleado algún dinero y mucho trabajo para adaptar el
aparato al
objeto que me proponía, y confiaba del todo en su aplicación, con tal
que
pudiese llevar a cabo el viaje en muy corto tiempo. Esto me conduce a la
cuestión
de la velocidad posible.
Todo el
mundo sabe que los globos se elevan en el primer período de su
ascensión
con una rapidez comparativamente moderada. Ahora bien: la fuerza de
extensión
consiste tan sólo en la gravedad del aire ambiente con respecto al gas
del globo;
y a primera vista no parece nada probable ni verosímil que a medida
que éste
vaya llegando sucesivamente a las capas atmosféricas de menor
densidad,
pueda aumentar su rapidez y velocidad primeras. Por otra parte, no
recordaba
que en ningún informe sobre un experimento anterior se hubiese
demostrado
jamás una disminución aparente en la celeridad absoluta de la
ascensión,
aunque tal pudo suceder a causa del escape de gas por un globo mal
confeccionado,
muchas veces falto de barniz, o defectuoso por cualquier otro
motivo. Me
parecía, pues, que sólo el efecto de esta pérdida podría equilibrar la
rapidez
adquirida por el globo a medida que se alejase del centro de gravitación.
Consideré
también que, si en mi travesía hallara el "medio" que yo había
imaginado,
y era de la misma esencia de lo que llamamos aire atmosférico,
importaba
relativamente poco que lo encontrase en tal o cual grado de rarefacción,
es decir,
respecto de mi fuerza ascensional, pues no sólo el gas del
globo
estaría sometido a la misma rarefacción (en cuyo caso me bastaría soltar
una
cantidad proporcional de gas suficiente para evitar una explosión), sino que
Comment:
La luz
zodiacal es
probablemente
lo que los
antiguos
llamaban Trabes,
Emicant
Trabes quos docos
vocant,
Plinio,
lib. 2, pág. 26.
por la
naturaleza de sus partes integrantes, debía en todo caso ser siempre
específicamente
más ligero que un compuesto cualquiera de ázoe puro y de
oxígeno.
Había, pues, una probabilidad, y hasta muy grande, "para que en
ningún
período de mi ascensión pudiese llegar a un punto donde las diversas
gravedades
reunidas de mi inmenso globo, del gas inconcebiblemente raro que
encerraba,
de la barquilla y de su contenido, igualasen a la gravedad de la masa
de
atmósfera ambiente desalojada"; y se concibe sin dificultad que ésta era
la
única
condición que pudiera detener mi fuga ascensional.
Si llegara
alguna vez a ese punto imaginario, me quedaría el recurso de
servirme
de mi lastre y de otros pesos, que representaban un total de 300 libras,
poco más o
menos. Al mismo tiempo, la fuerza centrípeta debía de crecer
siempre en
razón del cuadrado de las distancias, y por lo tanto, llevando una
ascensión
prodigiosamente acelerada, llegaría sin duda al fin a esas lejanas
regiones
donde la fuerza de tracción de la Luna se sustituía por la de la Tierra.
Había otra
dificultad que no dejaba de inquietarme. Se ha observado que en
las
ascensiones a considerable altura, además de la dificultad para respirar, se
experimenta
en la cabeza y en todo el cuerpo un malestar indecible, acompañado
a menudo
de hemorragia nasal y otros síntomas alarmantes, malestar que se hace
cada vez
más insoportable a medida que el globo se eleva.
Ésta era
una consideración bastante temible. ¿No podía suceder muy bien
que esos
síntomas aumentasen hasta terminar por la muerte misma? Después de
madura
reflexión, deduje que no.
Era
preciso buscar el origen en la desaparición progresiva de la presión
atmosférica
a que está acostumbrada la superficie de nuestro cuerpo, y en la
distensión
inevitable de los vasos sanguíneos superficiales, no en una
desorganización
positiva del sistema animal, como en el caso de la dificultad de
respirar,
por ser la densidad atmosférica químicamente insuficiente para la
renovación
regular de la sangre en un ventrículo del corazón. Excepto en el caso
de faltar
esta renovación, no veía motivo para que la vida no se conservase, aun
en el
vacío, pues la expansión y compresión del pecho, que se llama comúnmente
respiración,
es un acto puramente muscular; es la causa y no el efecto de aquélla.
En una
palabra, yo concebía que si el cuerpo se acostumbrara a la falta de
presión
atmosférica, estas sensaciones dolorosas deberían disminuir
gradualmente;
y para soportarlas mientras durasen, tenía gran confianza en mi
constitución
de hierro.
He
expuesto algunas de las consideraciones, no todas seguramente, que me
indujeron
a formar el proyecto de un viaje a la Luna. Ahora, con permis fo de
Vuestras
Excelencias, voy a manifestar el resultado de una tentativa cuya
concepción
parece tan audaz, y que en todo caso no tiene igual en los anales de
la
humanidad.
Habiendo
llegado a la altura que ya he dicho, es decir, a tres millas tres
cuartos,
arrojé algunas plumas al aire y reconocí que subía siempre con
suficiente
rapidez; de modo que no era preciso gastar lastre, de lo cual me
alegré
mucho, pues deseaba guardar tanto como fuera posible, por la sencilla
razón de
que no tenía ningún dato positivo sobre la fuerza de atracción y la
densidad
atmosférica de la Luna.
Hasta entonces
no me aquejaba ningún malestar físico, respiraba libremente
y no tenía
dolor de cabeza. La gata estaba echada muy tranquila sobre mi
Comment
:
Desde que
Hans Pfaall publicó
su primer
trabajo, he sabido
que M.
Green, el célebre aeronauta
del globo Nassau,
y otros
experimentadores
combaten
los
asertos de M. de Humboldt,
hablando,
por el contrario, de
un
malestar siempre
decreciente,
lo
cual concuerda
con la
teoría presentada aquí.
chaqueta,
de la que me había despojado, y miraba las palomas con aire
indiferente;
yo había atado las patas de estas últimas para impedirles volar, y en
aquel
momento picaban afanosas algunos granos de arroz diseminados en el
fondo de
la barquilla.
A las seis
y veinte minutos el barómetro marcó una elevación de 26.400 pies,
o sea
cinco millas, con diferencia de una fracción. La perspectiva parecía no
tener
límites; pero nada es más fácil que calcular, con el auxilio de la
trigonometría
esférica, la extensión de superficie terrestre que abarcaba con la
vista en
aquel instante.
La
superficie convexa de un segmento de esfera es a toda la superficie de
esta
esfera como el grueso del segmento al diámetro de ésta. En mi caso, el
espesor
debajo de mí era poco más o menos igual a mi elevación, o a la altura
del punto
de vista sobre la superficie.
La
proporción de 5 a 8 millas expresaría, pues, la extensión de la superficie
que yo
abrazaba, es decir, que veía la decimasexta parte de la superficie total
del globo.
El mar
aparecía liso como un espejo, aunque con ayuda del telescopio pude
observar
que se hallaba en un estado de violenta agitación; el buque no era
visible,
sin duda, por haber derivado hacia al este. Desde aquel momento
comencé a
sentir a intervalos un fuerte dolor de cabeza, aunque seguía
respirando
con libertad; la gata y las palomas no experimentaban al parecer
molestia
alguna.
A las
siete menos veinte, el globo penetró en la región de una grande y
espesa
nube que me entorpeció mucho; mi aparato condensador se deterioró, y
quedé
calado hasta los huesos. Semejante encuentro no dejaba de ser muy
singular,
pues yo no podía suponer que una nube de tal naturaleza fuera capaz de
sostenerse
a tan considerable altura. Pensé remediar el mal arrojando dos
pedazos de
lastre de cinco libras cada uno, quedándome aún ciento sesenta y
cinco
libras; y gracias a esta operación atravesé muy pronto el obstáculo,
observando
en seguida que mi rapidez había aumentado prodigiosamente.
A los
pocos segundos de haber salido de la nube, un relámpago deslumbrador
la cruzó
de una extremidad a otra, incendiándola completamente, de
tal modo
que le comunicó el aspecto de una masa de carbón en ignición:
recuérdese
que esto sucedió en pleno día.
No se
podría expresar con palabras la sublimidad de semejante fenómeno
cuando se
produce en las tinieblas de la noche. Eso es solamente comparable con
el
infierno. Y tal como lo vi, aquel espectáculo me erizó los cabellos. Sin
embargo,
paseaba a lo lejos mis miradas en la inmensidad, explorando
mentalmente
las singulares y vastas bóvedas, los abismos rojizos y siniestros de
un fuego
espantoso e insondable.
De buena
había escapado; si el globo hubiese permanecido un minuto más
en la
nube, es decir, si la molestia que me aquejó no me hubiese aconsejado
arrojar
lastre, el resultado habría sido muy probablemente mi muerte.
Semejantes
peligros, por más que se fije poco la atención en ellos, son los
mayores
que se pueden presentar cuando se va en globo. Entre tanto, había
alcanzado
una altura bastante considerable para no tener ya la menor inquietud
por este
concepto.
Desde
aquel momento me elevé muy rápidamente, y a las siete, el barómetro
marcaba
una altura de nueve millas y media por lo menos. Entonces comencé a
experimentar
mucha dificultad para respirar; la cabeza me dolía mucho; y como
sentía
hacía tiempo cierta humedad en las mejillas, reconocí al fin que era sangre
que
brotaba continuamente de mis oídos...
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