Era la forma en que estaban respirando, pensó ella con desesperación y disgusto, lo que hacía que su mente funcionara así. La respiración era abierta en la oscuridad, conscientemente silenciosa, aunque su intensidad se encontraba fuera de su control. Era silenciosa debido a los delgados muros de ese horrible lugar, silenciosa para ocultar lo que debió ser abierto y gozoso. E igual que surgió la compulsión ciega de ser manifiesta y gozosa, aumentó la necesidad de más control, más silencio. Y entonces fue imposible dejar a su mente descansar y flotar, introducir esa rara explosión extática de sol. Las paredes se hacían con seguridad más y más delgadas..., y afuera se apiñaba la gente, escuchando. Más y más gente, le dijo su mente locamente. Personas con más y más oídos, hasta que ella y Karl estaban intentando permanecer silenciosos y callados en el centro de una esfera hueca de grandes orejas atentas, un mosaico de lóbulos, pabellones y orificios oscuros, todos unidos como escamas de peces...
Después, la contención del aliento de él, la sensación de bienvenida, de gratitud..., una gratitud y un alivio sin razón, pues se basaban nada más en el hecho que ya todo había concluido pero, ¡oh!, silencio.
Luego la pesadez, la inmovilidad..., silencio. Auténtico silencio y no pretensión. Ella aguardó.
La cólera aleteó en ella. Bastante es suficiente. Este peso, esta inmovilidad...
Demasiado peso. Demasiada inmovilidad...
—Karl —ella se movió—. ¡Karl!
Luchó, pero en silencio.
Entonces supo por qué estaba tan silencioso y tan inmóvil. Miró aturdida ese simple hecho y por un largo momento no respiró más que él y eso fue no respirar en absoluto, pues él había muerto. Y luego el horror. Y después la humillación.
Su impulso de gritar murió tan abruptamente como él, pero el puro espasmo muscular de eso la apartó de él, hacia la habitación. Permaneció encogida contra el frío; el resplandor rítmico de un letrero luminoso en alguna parte, afuera, y otra vez abrió su garganta para que su anhelante respiración fuera silenciosa.
Tenía que escapar y toda célula viviente en ella gritó por una fuga, chillando. Pero no; de algún modo tenía que vestirse. Tenía que salir de alguna manera, viajar por corredores donde la más leve sospecha de su presencia causaría una alarma. Había luces y una gran extensión de vestíbulo que cruzar...
Y en alguna forma hizo todas estas cosas y escapó a las benditas, ruidosas, indiferentes calles de la ciudad.
Killilea estaba en otra cantina más, con otra ginebra con agua más en la mano, preguntándose si ésta iba a ser otra de esas noches.
Probablemente. Cuando uno está buscando a alguien y no recurre a la policía y uno sabe que es inútil publicar un anuncio en los periódicos, porque ella nunca los lee y no se conoce a nadie que pueda saber dónde está, pero uno sabe que si ella está bastante trastornada, es bastante infeliz, bebe en bares..., ¡oh!, entonces uno visita bares. Uno va a cantinas buenas y a bares sucios, a tabernas vacías y brillantes y a otras polvorientas y oscuras, noche tras noche, sin saber si ella está destrozándose en la cantina adonde uno fue la noche anterior, o si estará en ese bar mañana, cuando uno esté en otra parte.
Alguien estornudó explosivamente y Killilea, cuyos nervios siempre habían sido buenos y quien, además, estaba tan aislado de sus alrededores inmediatos como puede estarlo un hombre, se asombró al saltar del banquillo del mostrador. Su bebida saltó y disparó hacia arriba una lengua de ginebra, para lamer el lado de su cuello fríamente. Maldijo, se limpió con el dorso de su mano y se dio vuelta para ver la fuente de esa monstruosa explosión humana.
Vio a un joven alto, con grandes orejas de color rojo brillante, y lo que sin duda había sido un pañuelo de exhibición, con el que estaba frotando la manga de pelo de camello de una muchacha, en el gabinete de enfrente. Las aletas de la nariz de Killilea se distendieron en leve desagrado, mientras sus labios se extendían con una sonrisa no menos ligera. Una cosa así podría ocurrirle a cualquiera, pensó, pero, Dios mío, ese tipo debía sentirse como un patán. Y miren al que está en el gabinete con la muchacha. No sabe qué decir. ¿Y qué diría uno? ¿No escupa a mi novia? Demasiado tarde. ¿Voy a golpearlo en la boca? Eso no arreglaría nada. Pero si no se hace algo, no es de esperar que su amiga esté dichosa.
Killilea ordenó otra bebida y volvió a mirar hacia el gabinete. El joven alto retrocedía en una verdadera nube de disculpas; la muchacha estaba limpiando su manga con una servilleta de papel y su amigo todavía continuaba sin hablar. Sacó su pañuelo y después volvió a guardarlo. Se inclinó hacia adelante para hablar, no dijo nada y volvió a erguirse, con expresión desdichada.
—Resultaste ser un magnífico sir Galahad —comentó ella.
—No creo que Galahad se haya encarado jamás a esta situación —respondió su acompañante razonablemente—. Lo siento.
—Lo sientes —remedó la muchacha—. Eso ayuda mucho, ¿verdad?
—Lo siento —repitió el hombre. Después agregó, un poco enfadado—: ¿Qué quieres que haga? ¿Que estornude contra él?
Ella frunció los labios.
—Eso sería mejor que no hacer nada. Nada, eso eres tú..., nada.
—Mira —protestó él, levantándose a medias.
—¿Vas a algún lado? —preguntó la muchacha agriamente—. Hazlo. Puedo arreglármelas sola. Ándate.
—Te llevaré a casa —sugirió él.
—No lo harás.
—Muy bien —dijo el hombre. Salió del gabinete, humedeciéndose los labios, desdichado—. Entonces está bien —repitió.
Dejó caer un billete de a dólar sobre la mesa y caminó hacia la puerta. Ella lo siguió con la mirada, con el labio inferior saliente, húmedo y malhumorado.
—Gracias por la película en el cine del barrio —le gritó con voz que llenó la cantina.
Él se encogió de hombros con embarazo. Tomó sus solapas y dio a su chaqueta un pequeño tirón hacia abajo, patético, furioso, y salió sin volver la mirada.
Killilea se volvió otra vez hacia la barra y halló que podía ver el gabinete reflejado en el espejo.
—Gran cosa —observó la muchacha, hablando al estuche de su colorete como si fuera un teléfono.
El joven alto que había estornudado se aproximó con cautela.
—Señorita.
Ella lo miró calculadoramente.
—Señorita, no pude evitar oír y en realidad fue culpa mía.
—No lo fue —replicó la muchacha—. ¡Olvídelo! De cualquier modo, él no significaba nada para mí.
—De cualquier manera, usted es muy comprensiva al respecto —insistió el joven—. Quisiera poder nacer algo.
Ella miró su cara, su ropa.
—Siéntese —dijo.
—¡Mozo! —llamó él, y se sentó.
Killilea miró entonces su bebida y sonrió. Las sonrisas no venían fácilmente a él en esos días y les daba la bienvenida. Pensó en la pareja que estaba detrás de él. Tal vez tuvieran un gran idilio. Quizá contrajeran matrimonio y vivieran por años y años hasta que fuesen ancianos y se tomaran las manos en sus bodas de oro y pensaran en esta noche, este encuentro: «La primera ocasión que me viste, me escupiste...» La primera vez que él vio a Prue, ella tropezó contra él en un excusado para hombres. Descabellado, son descabelladas las cosas que pasan.
—La forma en que ocurren las cosas —comentó una voz—. Es descabellada.
—¿Qué? —demandó Killilea, sobresaltado.
Se volvió a mirar al hombre sentado junto a él. Era un hombrecillo con cejas belicosas y ojos suaves, que se preocupó y se intimidó ante el tono áspero de Killilea. Señaló con un dedo pulgar por arriba de su hombro y explicó en forma apaciguadora:
—Ellos.
—Sí —aceptó Killilea—. Estaba pensando lo mismo.
Los ojos suaves parecieron confortados. El hombre repitió.
—Descabellado:
La puerta se abrió. Entró alguien. No era Prue. Killilea se volvió otra vez hacia el bar.
—¿Espera a alguien? —preguntó su vecino.
—Sí —respondió Killilea.
—Me iré si llega su compañía —ofreció el hombre con los ojos suaves. Inhaló profundamente, como si estuviera a punto de hacer algo valeroso—. ¿Puedo conversar con usted mientras tanto?
—¡Oh, diablos, sí! —contestó Killilea.
—El hombre necesita a alguien con quien hablar —observó su vecino. Hubo un silencio tenso, mientras ambos se esforzaban por encontrar un tema de conversación, después que habían cumplido con las formalidades—. Hartog —dijo el hombre repentinamente.
—¿Qué? —inquirió Killilea—. ¡Oh!, Killilea —se estrecharon las manos con gravedad. Killilea gruñó y bajó la mirada a su mano. Estaba sangrando de una pequeña cortada en la palma—. ¿Cómo diablos me hice esto?
—Permítame ver —pidió el hombre apellidado Hartog—. ¡Oh...! No sé qué... Creo que fue culpa mía —mostró su dedo derecho, en cuyo dedo medio llevaba una sortija enorme, diseñada ostentosamente, con el dorado cayéndose en las aristas de la montadura. La piedra había desaparecido y una de las garras de la montadura apuntaba hacia arriba, aguda y brillante—. Perdí la piedra ayer —explicó—. No debí ponérmelo. Lo di vuelta hacia el interior de mi mano, como siempre que vengo a un sitio como éste. Pero, ¿qué puedo hacer? —pareció como si estuviera a punto de llorar. Luchó con el anillo hasta que pudo quitárselo y lo dejó caer en su bolsillo—. ¡No sé qué decir!
—¡Eh!, no me cortó el brazo —replicó Killilea condescendientemente—. No diga nada. A mí no —señaló al cantinero—. Dígale a él lo que está bebiendo.
Bebieron en compañía mientras, detrás de ellos, la pareja reía y murmuraba, y el fonógrafo mecánico expresaba sentimientos idénticos en tonos variados.
—Yo arreglo heladeras —informó Hartog.
—Soy químico —dijo Killilea.
—No me diga. ¿Prepara recetas y todo eso?
—Ésos son los farmacéuticos —rectificó Killilea. Iba a decir más, pero decidió no hacerlo. Iba a decir que era un químico biólogo especializado en la síntesis parcial y que había desarrollado una que quisiera poder olvidar y que era tan fascinante que Prue lo abandonó y que eso lo obligó a abandonar la química para buscarla. Pero hubiera sido tedioso explicar todo y no estaba acostumbrado a descargar sus aflicciones en la gente. Todavía así, como había dicho Hartog, un hombre necesita a alguien con quién hablar. «Necesito a Prue para hablar con ella —pensó—. Necesito a Prue, ¡oh, Dios, sí!» Dijo de pronto—: Usted es inglés.
—Lo fui —admitió Hartog—. ¿Cómo lo sabe?
—Ellos llaman químicos a los farmacéuticos.
—Lo había olvidado —dijo Hartog; y en este caso, en forma extraña, pareció estar reprendiéndose.
—Está bien —dijo Killilea, sin comprender.
—Me pregunto si me aceptaría una muchacha si la escupiera —comentó Hartog.
—Eso lo hace interesante —observó Killilea.
—De todas formas —repitió Hartog y movió la cabeza sabiamente—. Todas desean la misma cosa. Cada una quiere obtenerla de manera diferente. Es una cosa endemoniada saber lo que desea una y no saber cómo lo quiere.
—Eso lo hace interesante —observó Killilea.
Hartog sacó un cigarrillo, sin extraer el paquete de su bolsillo.
—Una ha estado frecuentando el establecimiento de Roby, donde estaba yo hace un momento. Uno lo sabe respecto a ella, por la forma en que mira a todos, por la manera en que observa. —Killilea le dio fósforos. Hartog utilizó uno, lo apagó con humo exhalado por la nariz y miró por largo tiempo el extremo chamuscado—. Una cosita rara. Flaca. Todo mal puesto..., huesuda aquí, plana acá y tiene nariz grande. Parece hambrienta —lanzó una mirada a Killilea, como si éste pudiera estar riéndose de él. Killilea no estaba riendo—. Uno siente hambre, pero no de alimentos, ¿comprende?
Killilea movió la cabeza afirmativamente.
—No pude lograr nada con ella —dijo Hartog—. Todo marcha bien, hasta que uno hace tanto así —extendió los dedos índice y pulgar, separados alrededor de dos milímetros—, de una insinuación. Entonces ella se atemoriza.
—Simula.
—No —rectificó Hartog. Cerró los ojos contra algo que había dentro de ellos y movió la cabeza positivamente—. Se asusta..., en realidad. Enséñele una víbora, dispare una pistola; no la atemorizaría así —se encogió de hombros. Tomó su vaso, lo vio vacío y volvió a dejarlo sobre el mostrador. Killilea pensó que le tocaba invitar a Hartog. Entonces notó cuán cuidadosamente desviaba la mirada del vaso de Killilea, que también estaba vacío, y recordó el modo en que había salido el cigarrillo. Llamó al cantinero y Hartog le dio las gracias—. Organicé un desfile —siguió Hartog—. Tipos con sistemas para abordar a una mujer. Los mandé de uno en uno a esta cosita de la que estoy hablándole. Uno empleó palabras dulces. Otro utilizó pulseras. Otro le habló de sus preocupaciones para ganar su simpatía. Otro mostró simpatía por sus dificultades. Otro tenía un Cadillac aerodinámico y una gema de cuatro quilates. Otro tenía el pecho velludo. Todo lo que han conseguido esos especialistas es atemorizarla y no llegar a ninguna parte en absoluto.
—Entonces no los quiere.
—No diría eso si la viera —replicó Hartog, moviendo la cabeza—. Debe haber alguna forma, un modo. Tengo una teoría respecto a que hay una manera de conseguir cualquier cosa, con sólo hallar esa manera.
Killilea agitó su bebida. Las cantinas están llenas de filósofos. Pero él no estaba coleccionando filósofos ni lo pretendía.
—¿Está vendiendo algo? —inquirió con mala intención.
—Mi negocio es la reparación de refrigeradores —le contestó Hartog, al parecer sin entender el insulto. La ceniza de su cigarrillo cayó sobre su chaqueta, después de lo cual lo sacudió inútilmente contra la orilla de un cenicero—. Y no sé por qué estoy hablando de ella. Es flaca, como dije. Su nariz es grande.
—Muy bien, no está vendiendo —aceptó Killilea en tono contrito.
—Le falta el lóbulo de una oreja —comentó Hartog—. Lo vi cuando se echó los cabellos hacia atrás para rascarse el cuello. ¿Qué es lo que ocurre, señor Killdeer?
—Killilea —rectificó Killilea roncamente—. ¿Cuál oreja?
Hartog cerró los ojos.
—La derecha.
—¿La derecha tiene lóbulo o no lo tiene?
—Tomada por partes —observó Hartog—, es una mujer verdaderamente común. En conjunto, no sé por qué hace que un hombre se sienta así, pero que me cuelguen si...
«¿Debo explicar a este sabio incoherente —pensó Killilea—, que el día en que conocí a Prue en el excusado para hombres, salió corriendo, se golpeó la cara con la puerta de vidrio esmerilado y perdió el lóbulo de una oreja? ¿Y que, por tanto, me agradaría mucho saber si ésta...? ¿Qué había dicho el idiota? ¿Venía del establecimiento de Roark...? ¿Rory? ¡Roby!»
Killilea se volvió y salió corriendo.
El cantinero parpadeó al abrirse la puerta y después su mirada fría y profesional se volvió a Hartog. Avanzó. Hartog bebió, se lamió los labios, bebió otra vez y dejó sobre la barra el vaso vacío. Se encaró con la mirada del cantinero.
—¿Su amigo olvidó algo?
Hartog sacó del bolsillo un rollo de billetes de banco, apartó uno de a veinte dólares y lo dejó caer sobre el mostrador.
—Nada. Sírvame otra. Tome una usted y guárdese el cambio —se inclinó de pronto hacia adelante y por primera ocasión habló con un pronunciado acento de Oxford—. Usted sabe, viejo, estoy extraordinariamente complacido.
Ella no lo vio cuando entró al establecimiento de Roby, lo cual no fue sorprendente. Recordó cómo se acercaba para ver su expresión, cuando se tomaban de las manos. La única razón por la que había entrado al excusado para hombres el día que se conocieron (¿fue hacía cuatro años? ¿Cinco?) consistió en que DAMAS es una palabra más corta que CABALLEROS, pero ahí las puertas decían HOMBRE y MUJERES y se encaminó a la primera. Tenía buenos anteojos, pero no los usaba sin bajar antes las persianas.
Llegó hasta una mesa a cinco metros de ella y tomó asiento. Estaba vuelta hacia él casi directamente, con la expresión vieja, impenetrable, introvertida que tenía su cara rodeada de niebla. Él había visto esa expresión en la felicidad y en el temor, en meditación tranquila y en momentos de confusión; sólo debía interpretarse en su contenido. Así que miró las manos que conocía tan bien y vio que la izquierda estaba plana sobre la mesa y la palma derecha sobre ella, oprimiéndola de la muñeca a los nudillos, una y otra vez en un movimiento deslizante enérgico que dejaría el dorso de la mano caliente, roja y dolorida.
«Eso es todo lo que necesito saber», se dijo y se levantó y fue hasta ella. Puso suavemente su mano sobre las de ella y aseguró:
—Todo estará bien, Prue.
Aproximó una silla a ella y le palmeó un hombro en silencio, mientras ella lloraba. Cuando se acercó un mozo, lo rechazó con un ademán. Después de un tiempo, pidió:
—Vamos a casa, Prue.
Su extraña cara se levantó repentinamente cerca de la de él. Estaba maltratada, desollada, marcada con las cicatrices de puro terror. Killilea le tenía tomadas las manos y las oprimió con fuerza cuando ella comenzó a levantarse. Volvió a dejarse caer, sin fuerza, y tuvo otra vez la expresión aislada por la niebla.
—¡Oh, no Killy! No. Jamás. ¿Me oyes, Killy? Nunca.
Sólo había una cosa que preguntar. ¿Por qué? Y como sabía que si no hablaba, ella debería responder a esa pregunta, calló, aguardando.
—Prue, Prue... —parafraseó en su mente la extraña fantasía de Hartog, el advenedizo a quien conoció esa noche: Organiza un desfile. Pregunta a los especialistas, uno a uno: «¿Qué piensas de una muchacha como Prue? (Corrección: ¿qué piensas de Prue? No había muchachas como ella). Envía a una secretaria permanente de las Damas Auxiliares: ¡Snif! Manda a una trabajadora social: ¡Tch! A un hombre de Broadway: Hmmm... A un hombre poco juicioso... ¡Ah...!» La definición para Prue, como para la belleza, únicamente podía encontrarse en los ojos de quien la miraba. Killilea tenía una muy buena. Pues Killilea, tal vez porque era un químico especialista en esteroides y estaba familiarizado con cuestiones complejas y sutiles, veía las cosas desde alturas y en direcciones que no eran comunes. Prue vivía en formas que, en conjunto, son llamadas refinamiento; pero Killilea había aprendido que el único refinamiento auténtico reside en el comportamiento ejemplar y ortodoxo. Se necesita una postura prudente, cuidadosa e instruida profundamente, para medir los patrones complicados y cambiantes del comportamiento civilizado. Se requiere una hipocresía ligera y veloz para pasar del conflicto a la paradoja entre las reglas de la decencia. Un código moral es en realidad un anagrama obstinado. «Así que Prue —pensaba Killilea— es una inocente.»
—¿Y no volver a estar jamás con él? ¿Nunca? ¿Por qué?
—Eso te mataría —explicó ella al fin.
Él rió repentinamente.
—Nos comprendemos más que eso, Prue. ¿Qué cosa horrible me ha ocurrido entonces? ¿O qué cosa maravillosa te ha sucedido?
Entonces ella le habló de Karl. Le confesó todo.
—Ese hotel ridículo —terminó—. Pareció una especie de... cosa distinta. Conspiramos..., y fue divertido.
—La salida de allí no fue divertida —conjeturó él.
—No —admitió Prue.
—Pobre Prue. Lo leí en los periódicos.
—¿Qué? ¿Los periódicos?
—Respecto a la muerte de Karl, señorita Brumosa. ¡No respecto a ti...! Tú sabes, él era un hombre muy importante.
—¿Sí?
Killilea había dejado de impresionarse hacía mucho tiempo, con la incapacidad total de Prue para asombrarse con las cosas que impresionaban a todos.
—Era una especie de columnista. Más bien un ensayista. La mayoría de las personas lo leían por sus comentarios políticos. Algunos pensaban que era un poeta. No debió morir. Necesitamos gente como él.
—Le gustaba El Principito y el condimento de ajíes, y prefería ver los pingüinos a ver conejitos —dijo Prue, estableciendo sus calificativos—. Yo lo maté, ¿no entiendes?
—Prue, eso es ridículo. Le hicieron la necropsia y todo. Fue un ataque cardíaco.
La muchacha puso la mano izquierda plana sobre la mesa y la oprimió con la derecha, deslizándola cruelmente.
—Prue —dijo él, y ella dejó de hacerlo.
—Yo lo hice, Killy. Sé que lo hice.
—¿Cómo sabes que lo hiciste?
El terror pasó otra vez por su cara.
—Puedes decírmelo, Prue.
—Porque... —levantó la mirada hacia su cara, inclinándose hacia adelante de ese modo rápido, atractivo, miope. «Tan raras veces quería ver realmente alguna cosa», pensó Killilea. «Las cosas que sabe..., la manera en que piensa..., no necesita ver»—. Killy no podría soportar que murieras. Y morirías.
Él resopló. Después le preguntó en tono suave.
—No te fuiste por eso, ¿verdad?
—No —respondió ella sin titubear—. Pero por eso permanecí alejada.
Killilea hizo una pausa para digerir eso.
—¿Por qué te fuiste?
—Tú ya no eras tú.
—¿Quién era yo?
—Alguien que no veía la nieve antes que tuviera huellas de pisadas, alguien que leía documentos muy importantes todo el tiempo, mientras comía los crepés Suzettes, alguien que no alimentaba a los peces dorados —respondió pensativa y agregó—: Alguien que no me necesitaba.
—Prue —comenzó él y buscó palabras. Deseó devotamente que pudiera hablarle en términos de ketoprogesterona y del onceno oxígeno en una síntesis de cuatro anillos—. Prue, tropecé con algo muy importante. Algo que..., ¿conoces esas antiguas historias de horror, escritas sobre la tesis que hay ciertos misterios que no debería saber el hombre? Siempre me burlé de ellas. Ya no lo hago. Estaba interesado, después fascinado y luego asustado, Prue.
—Lo sé, Killy —dijo ella. Había una comprensión profunda en su voz. Parecía estar intentando encontrar palabras tanto como él—. Era importante.
La forma en que utilizó el término sugirió «serio» y «obras del mundo» e incluso «pomposo».
—¿No entiendes, Killy —inquirió seriamente—, que puedes tener algo importante o tenerme a mí? Pero no puedes tener ambas cosas.
Había una protesta galante que hacer respecto a eso y él sabía que no debía hacerla. Si le dijera lo importante que era ella, la miraría asombrada..., no porque no pudiera entender su importancia para él, sino porque él habría empleado tan mal el término. La comprendía por completo. Había en su vida sitio para Prue y para su trabajo, cuando él construía sobre sus núcleos esteroides del modo en que Bach construía sobre un tema, con seguridad y gozo. Pero cuando el trabajo se hizo «importante», excluyó a Prue y a los crepes Suzettes, y al dedo del pie mordido con amor: música de un crepúsculo, en vez de un crepúsculo gozado a través de la música; el escozor especial a través de la vista, por el llanto de felicidad y todas las otras frágiles riquezas que ceden cuando lo que es «importante» llega a ser más grande para un hombre que lo que es vital. Y ella estaba perfectamente acertada al decir que entonces no la había necesitado.
—Ya lo he abandonado —dijo con humildad—. Todo. No más fraccionamientos. No más benzoquinonas retenidas. No más laboratorios, no más química. Algunas veces —siguió en el extraño idioma de ellas— se abre una puerta a un tramo de escaleras que descienden a un prolongado pasadizo y hay magia en todas partes adonde miras. Y bajas y das vuelta y prosigues, hasta que hallas adónde conduce todo eso y es un lugar tan malo como puede serlo un lugar. Es tan malo, que no quieres volver nunca. Es tan malo que no quieres el corredor, ni los escalones. Es tan malo, que jamás entras otra vez por esa puerta. La cierras, le echas llave y jamás vuelves a acercarte a ella.
—No debías dejar la química por mí —dijo ella.
—No, no debía. No lo hice. Prue, estoy intentando decirte que cerré la puerta hace dieciocho meses. No por ti. Por mí.
—¡Oh, Killy! ¡No! Pero, ¿qué has estado haciendo entonces?
Estaba profundamente, afectada.
—Buscándote.
—¡Oh, querido! —murmuró ella.
—Está bien. Todas esas becas, los premios... Ya no necesito ni siquiera trabajar. Prue, ven conmigo. Ven a casa.
Ella cerró los ojos tan apretadamente, que sus pómulos parecieron ascender hacia ellos. Movió la cabeza dos veces con mucha lentitud y una lágrima escurrió entre los párpados.
—No puedo, Killy. No me lo pidas, jamás.
El pensamiento inconcebible lo asaltó y el hecho que éste fuera inconcebible era lo más elocuente que podía decirse respecto a Prue y a Killilea.
—¿No quieres? —preguntó dolorosamente.
—¿Quiero? No sabes, no puedes saber. ¡Oh, lo deseo tanto! —hizo un gesto vago, rápido, que lo hizo callar—. No puedo, Killy. Morirías.
Pensó en Karl y en la cosa horrible que le había ocurrido a ella. Llamar traumática a esa experiencia sería una subestimación fabulosa. Pero, ¿qué distorsión peculiar la hacía insistir en que él podría padecer un daño?
—¿Por qué estás tan segura? —vio su cara y pidió—: Tienes que decírmelo, Prue. Preguntaré y preguntaré hasta que me lo digas.
Ella se acercó para ver sus ojos. Miró en uno y en el otro. Le tocó los cabellos, un roce como el soplo de viento tibio.
—Karl no fue el primero. Yo... maté a Landey, a Roger Landey. Los ojos de Killilea se desorbitaron. Landey, un profesor extraordinario, cuyos cursos de filosofía estaban repletos con dos años de anticipación, cuya profunda sabiduría y tacto ligero habían formado leyendas antes que tuviera treinta años..., cuya muerte, cuatro meses antes, hizo que el Evening Graphic publicara una edición con margen luctuoso.
—No puedo creer realmente que tú...
—Y también a alguien más. Su nombre..., me dijeron su nombre en una fiesta —frunció el ceño y lo distendió con impaciencia—. Yo tenía para él un nombre que era mucho mejor. Era un hombrecillo rollizo. Daban ganas de tomarlo en brazos y estrecharlo. Yo lo llamaba «Koala». Lo veía en el parque. Una vez le di hojas, así fue como lo conocí.
—¿Hojas?
—Los koalas parecen osos de felpa y todo lo que comen es hojas de eucalipto —explicó ella—. Lo veía todos los días en el parque y empecé a preguntarme si en alguna ocasión habría comido hojas de eucalipto; me recordaba tanto a un koala, que supongo que pensé que él era uno. Recogí algunas hojas, me aproximé a él y se las di. Entendió inmediatamente y rió como..., reía como tú, Killy.
Killilea rió a medias en su congoja, imaginando la escena; Prue, tan grave y silenciosa, tendiendo en silencio las hojas al hombre que parecía un koala...
—Prue —exhaló—. ¡Oh, Prue!...
—También lo maté. En la misma forma que a los otros, igual. Mira —dijo repentinamente—. Me dio esto.
Y sacó de su portamonedas un pequeño cubo y lo dejó caer en la mano de él. Parecía vidrio azul, hasta que Killilea descubrió que no era un cubo, sino un cristal monoclínico.
—¿Qué es?
—Es lindo —fue su contestación típica—. Tómalo en tus manos ahuecadas, hace oscuridad y observa.
Él unió las manos con el cristal adentro y las llevó a sus ojos. El cristal fosforeció..., no, comprendió excitado, estaba fluorescente con un bello resplandor azul oscuro que tenía el raro «halo negro» característico del ultravioleta. Pero los luminiscentes no fluorescen sin una fuente de energía de alguna especie. A menos que...
—¿Qué es?
—¿Quieres decir, de qué está hecho? No lo sé. ¿No es hermoso?
—¿Quién..., quién era este koala? —inquirió débilmente.
—Alguien muy bueno —respondió ella. Después agregó, en un murmullo—: A quien maté.
—No vuelvas a decir eso jamás, Prue —dijo él ásperamente.
—Está bien. Pero es cierto, no importa lo que diga.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Killilea con desesperación—. ¿Cómo es posible hacerte comprender que en esas coincidencias descabelladas no tuviste ninguna influencia?
—Hazme entender que no podría matarte también en la misma forma. ¿Puedes hacerlo?
—Acepta mi palabra.
—No.
—Confía en mí. Antes confiabas en mí, Prue.
—Me decías las cosas como eran. Me decías cosas que resultaban ciertas. Pero si hubieras comenzado a decir que esta mesa no es una mesa, que esa alondra no está cantando, sino es ruido que hace una vaca..., entonces nunca habría confiado en ti absolutamente.
—Pero...
—Pruébamelo, Killy, encuentra una forma, quiero decir, un modo verdadero, no palabras, no nada más que ideas hábiles ensartadas como un collar de brillantes, todo deslumbrante y en un círculo cerrado. Pruébalo de una manera real, como las cosas que hacías en química. Constrúyelo y enséñamelo. No puedes demostrarme que no maté a esos otros, porque lo hice. Pero muéstrame que no puedo matarte e iré..., volveré a casa.
La miró por largo tiempo. Luego dijo:
—Te lo probaré.
—¿No me pedirás que vaya contigo hasta que lo pruebes?
—No te lo pediré —contestó él pesadamente.
—¡Oh, bueno, bueno! —dijo ella, agradecida—. Porque si me prometes eso, podré verte. Podré verte y hablarte, Killy, te he echado tanto de menos.
Estuvieron juntos por un tiempo más. Permitieron que el mozo los sirviera. Intercambiaron direcciones, salieron y se despidieron afuera.
Killilea pensó: «Tenía mi trabajo para mantenerme ocupado y luego tuve que buscar a Prue. Y pensaba que si no podía hallarla, pasaría el resto de mi vida buscándola. Si podía encontrarla, pasaría el resto de mi vida con ella. Nunca pensé qué haría si la hallaba y ella no venía a casa conmigo.
»Y eso fue lo que sucedió. Pero en vez de buscar en el vacío, tengo algo que realizar.
»Una vez que empiece. Pero, ¿dónde empiezo?»
En su casa pensó mucho en eso, mientras fumaba y se paseaba. Parte del tiempo pensaba: «Esto no es un trabajo para mí. Es para un sicopatólogo. —Y parte del tiempo pensó—: ¿Qué puedo hacer? Sé que me es posible hacerlo, si descubro lo que debo hacer. Pero no puedo.» —Y todo ese tiempo se sintió muy mal. Después, al fin pensó en la parte del problema que era posible tomar en la mano, mirarla, hacerse preguntas y descubrir algo... El cristal.
Saltó hacia el teléfono, buscó en su cuaderno de números y marcó uno rápidamente. El teléfono sonó y sonó al otro extremo, y Killilea estaba a punto de renunciar cuando una voz soñolienta dijo «Hola», sin interrogación.
—Hola. ¿Egg?
La voz despertó con un rugido:
—¿No es Killilea?
—Sí.
—Bueno, Dios todopoderoso. ¿Dónde estuviste? ¿Qué estuviste haciendo durante un año? Diablos, fue más de un año.
—Investigación —replicó Killilea, mientras oía un bostezo por el audífono—. Dios, Egmont, acabo de recordar la hora que es. ¿Te desperté?
—¡Oh, está bien! ¡Como dice el hombre, en cualquier forma tenía que levantarme a contestar el teléfono! ¿No te has acostado o te levantaste temprano?
—Egg, estoy destrozándome los sesos. Algo que leí en algún lado, un cristal con una fuente interna de energía fluorescente.
—No existe eso —afirmó Egmont.
—Azul. Cerca del ultravioleta —insistió Killilea.
—¿Sabes algo concerniente a la disposición fisionable?
—No. Es monoclínico.
—Hmm. Nop..., ¡eh!..., ¡espera! Eso existe, pero nadie llega a verlo jamás.
—¿No?
—Cuando menos por un tiempo. ¿Azul de alto nivel, dices? Creo que estás hablando del estilbeno, cristalizado después de una infusión de tritio.
—¡Tritio!
—Como dije. No los encontrarás en las jugueterías esta Navidad. Ni la próxima, ahora que Pretorio entregó el equipo.
—¡Oh! ¿Ése era uno de sus juegos? —preguntó Killilea.
—Su gran jugada —respondió Egmont—. Estableció de esa manera toda una línea de fuentes de luz constante. Afirmaba que haría por la cristalografía lo que hicieron los moldes por el taller. Sin embargo, todavía hay mucho que hacer y Pretorio era quien podía hacerlo. ¿Por qué, Killy? ¿Qué ocurre?
—Sólo comencé a preocuparme respecto adónde lo leí. Egg, ¿conociste a Pretorio en persona?
—Comí con él en una ocasión. Estaba treinta y ocho sillas al norte de mí. Un banquete de una convención. A propósito de banquetes y de Pretorio, Killy, ¿recuerdas mi ofrecimiento de llevarte a la cena de la Junta de Ciencia Ética uno de estos años?
—¡Dios, sí! Eso sería...
—No será —lo interrumpió Egmont—. No iré.
—Pensé que estabas...
—¿Todo entusiasmado? Sí. Aún lo estoy, respecto a la idea principal. Pero el organismo está casi muerto.
—No lo sabía.
—¿Qué esperabas? —ladró Egmont—. Era la mejor idea del siglo, ¿ves?..., establecer una verdadera ética para la ciencia en todas sus categorías; estudiar los resultados finales sobre la Humanidad, de cualquier progreso en cualquier ciencia. Tenían a Pretorio para impulsarla, a Landey, el filósofo, para guiarla, y a Karl Monck para correlacionarla con la política. Y todos han muerto. Así que, ¿adónde vas, cuando tu coche pierde repentinamente el motor, el sistema de dirección y el chofer? Te digo, Killy, si una mente maestra hubiera decidido hundir la primera posibilidad genuina que ha tenido alguna vez este mundo descabellado de hallarse a sí mismo, no podría haberlo hecho más eficientemente.
—Pero, ¿no podría algún otro...?
Los cables zumbaron.
—¡Algún otro! —exclamó Egmont como si fuera una blasfemia—. Esos tres eran únicos, pero no es tanto como el hecho que todos eran contemporáneos. ¿En qué otra parte vamos a hallar hombres de ciencia que puedan dominar la tendencia a la anticiencia?
—¿Eh?
—¡Sí, anticiencia! Incluso los políticos están diciendo que tenemos que volvernos hacia realizaciones espirituales más elevadas, a causa de lo que ha creado la ciencia. Pero su modo de hacerlo será impedir que la ciencia cree algo. Es un poco como culpar al armero cada vez que alguien es herido por un arma, pero eso es lo que está sucediendo. Diablos, cuatro quintas partes de las historias de las revistas de ciencia-ficción son anticientíficas. —Egmont se interrumpió para respirar al fin y prosiguió en tonos menos intensos—: Mírame a mí. Montado en una afición salida de un sueño profundo. Lo siento, Killy. Estoy sermoneando.
—Dios, no —respondió Killilea—. El hombre tiene algo importante para excitarse y se excita. Egg...
—¿Hmm?
—¿Qué aspecto tenía Pretorio?
—¿Pretorio? Un hombrecillo afable. Rollizo —hubo una pausa, mientras Egmont estudiaba un retrato mental—. Parecía uno de esos pequeños osos de Australia que trepan a los árboles, ¿sabes cuáles?
—Un koala.
—¿Ocurre algo, Killy?
—Dios, sí. No, Egg... mira, vuelve a la cama. Encantado de haber vuelto a hablar contigo. Te llamaré para comer, o beber una cerveza o algo, alguno de estos días.
—Muy bien —contestó Egmont—. Llámame. Pronto, ¿eh? Buenas noches.
Killilea cortó la comunicación lentamente y fue a sentarse sobre el borde de su lecho. «Renuncié a la química porque estaba a punto de aislar la sustancia más horrible que ha conocido jamás la Tierra y no deseaba que fuera aislada —pensó—. Pero creo que alguien ha concluido mi trabajo...»
Killilea, como podría atestiguar cualquiera que lo conociera, no era un hombre común. La forma en que era extraordinario no incluía lugares comunes novelísticos como la familiaridad natural con teléfonos, taxis y métodos policíacos de un detective privado, y la abundancia de recursos violentos de un héroe de aventuras. Era un hombre de ciencia, o más bien un ex hombre de ciencia, bastante más seguro de las cosas en las que no creía, que de las cosas en que creía. Sus costumbres personales tendían hacia las de un ermitaño, aunque no reconocía horizontes intelectuales. Estaba en seria desventaja con otras personas, debido a una convicción profunda respecto a que la gente era buena. Y aunque había hallado que en su mayoría eran buenos, los pocos que no lo eran lo sorprendían invariablemente desprevenido. Su trabajo en bioquímica fue esotérico en extremo y lo hacía solo. Pero aun cuando sus esfuerzos hubieran sido más generales, no habría trabajado con otro con comodidad.
Así que ahora se hallaba muy solo; sin aliados ni confidentes. Y, no obstante, siempre trabajó así en el laboratorio; uno encuentra un ladrillo que se adapte a un ladrillo y ve qué puede construir con ellos. O sabe qué hacer y halla los ladrillos que servirán para la obra.
Llamó a Prue a la mañana siguiente y no estaba en casa. Así que volvió al restaurante donde la había encontrado, no esperando verla, sino simplemente porque sintió que podía pensar mejor ahí.
La mesa que ocuparon la noche anterior se hallaba desocupada. Tomó asiento y ordenó comida y una botella de cerveza y miró la silla que había usado ella. «En algún sitio —pensó— hay un mínimo común denominador en todo esto. Las muertes de tres grandes científicos liberales en brazos de Prue y el trabajo que he estado haciendo están relacionados en alguna parte. Porque lo que casi tenía era una cosa que haría que los hombres murieran en esa forma. Y como funcionaría en los hombres y no sobre las mujeres, entonces Prue no es el mínimo denominador común.»
Un hombre se detuvo bajo el arco que separaba el comedor de la taberna y jadeó fuertemente. Killy levantó la mirada a la cara asombrada del hombre y luego se volvió para saber qué lo sorprendió. Una pared, algunas mesas..., nada más. Killilea se volvió otra vez y entonces tuvo tiempo de reconocer al hombre: el advenedizo filósofo Hartog.
—Hola.
Hartog avanzó con timidez.
—¡Oh¡ Señor..., eh...
—Killilea. ¿Se siente bien?
Hartog vaciló, con la mano sobre una silla.
—Yo..., padezco un dolor en ocasiones —dijo—. No deseo imponerme.
—Siéntese —invitó Killilea.
Hartog parecía muy alterado.
—Bueno —aceptó y tomó asiento.
Killilea llamó al mozo.
—¿Ya comió?
Hartog movió la cabeza negativamente. Killilea ordenó un bife.
—¿Está bien? —y cuando Hartog afirmó, agradecido, despidió al mozo.
—¿Está bien su mano? —preguntó Hartog—. Lo sentí mucho.
Killilea notó que se había quitado el anillo.
—Le dije anoche que lo olvidara. Eh..., mientras la gente está disculpándose recordé que anoche salí de ese bar repentinamente. ¿Pagó o no?
—Sí, todo está bien —respondió el otro. Sus cejas espesas se fruncieron—. Tuve la idea que vino usted en busca de esa muchacha extraña de la que estaba hablando.
—¿Sí?
—Bueno, no quiero entrometerme —comentó Hartog en tono suave—. Nada más me preguntaba cómo resultó, eso es todo.
Killilea dejó el tema sin contestar hasta que pasó. Terminó su cerveza y levantó la botella para enseñarla al mozo.
—Las mujeres significan dificultades —dijo Hartog.
—Eso he oído —replicó Killilea.
—Me agrada saber dónde estoy —dijo Hartog reflexivamente—. Por ejemplo, si tengo una muchacha, me gusta saber si es mía o no.
—Cuando dice su muchacha —preguntó Killilea—, ¿qué significa eso?
—Bueno, usted sabe. Que no anda por ahí.
—¿Habla de mujeres todo el tiempo? —preguntó Killilea con cierta irritación.
Hartog replicó suavemente, sin parecer ofendido:
—Creo que sí. ¿Le enfurece que su muchacha lo traicione? Quiero decir —añadió al momento, en tono de disculpa—, que tiene una muchacha que anda por ahí.
—Eso no sucedería —contestó Killilea abruptamente—. A mí no.
—¿Es decir, si cualquier mujer se lo hace, la echaría?
—No es eso lo que quiero decir —respondió Killilea.
Se echó hacia atrás un poco y permitió que el mozo pusiera sobre la mesa el bife y las cervezas.
—Fidelidad —prosiguió Hartog—. ¿Qué dice de la fidelidad? ¿No piensa que es una buena cosa?
—Creo que es una cosa mala —replicó Killilea.
—¡Oh! —exclamó Hartog.
—¿Qué ocurre?
Hartog la emprendió con su bife. Observó con la boca llena:
—Había imaginado que usted sería fiel a una mujer.
—Imaginó bien.
—Pero dijo antes...
—Mire —explicó Killilea—, no sé qué se suponía que significaba la palabra «fidelidad» cuando comenzó a emplearla la gente, pero ha llegado a significar el ser fiel no a una persona, sino a una serie de convencionalismos. Es una especie de obediencia. Una mujer que ostenta fidelidad a su esposo, o un hombre que está hinchado porque es fiel a su esposa..., estas personas están haciendo lo que hacen una o dos cebras, unas pocas pulgas y millones de perros..., obedecer. El punto es que tienen que ser entrenados para hacerlo. Deben desarrollar un conjunto especial de músculos para permanecer obedientes. Es una..., una tarea. Creo que es una cosa mala.
—Sí, pero usted...
—Yo —lo interrumpió Killilea—. Si lo que tengo con alguien no necesita un conjunto adicional de músculos..., si no deseo ni podría desear a nadie más..., entonces continúo con eso. No porque sea obediente, sino porque no podría hacer otra cosa. Debería tener el conjunto especial de músculos para infringirlo.
—Sí —aceptó Hartog, pero suponga que su muchacha no siente lo mismo.
—Entonces no tendríamos nada. ¿Ve a lo que quiero llegar? Si se tiene que trabajar en eso, no vale la pena.
—Así que cuando no tiene esa clase de vida con alguien, ¿qué hace?..., supongo que divertirse, ¿eh?
—No —respondió Killilea—. Tengo esa clase de vida o ninguna en absoluto.
—Me parece una actitud indolente —comentó Hartog y la timidez de su mirada borró la ofensa de su afirmación.
Killilea sonrió otra vez.
—Dije que no trabajaría en eso —explicó suavemente—. No dije que no trabajaría por eso.
—Así que espera a una mujer con quien pueda vivir así —observó Hartog— y, si no la encuentra, renuncia a todas las otras, y si la halla, hace lo mismo. ¿Sí?
—Sí.
—Esos convencionalismos de los que habló —sugirió Hartog—, ¿no exigen esa clase de vida?
—Supongo que sí.
—¿Cuál es entonces la diferencia?
—Creo que está en lo que siente uno cuando lo hace porque quiere y no porque se le dice que lo haga —replicó Killilea.
—¡Oh!
—Parece decepcionado.
Hartog se enfrentó a sus ojos.
—¿Sí? Bueno, quizá..., tenía a una amiga a quien pensé que quizá debía conocer. Está solo, ¿verdad?
—Sí —contestó Killilea y pensó en Prue con dolor. Luego entrecerró los ojos—. Anoche también estaba hablando así. ¿Está seguro que usted se dedica al negocio de los refrigeradores?
—¡Oh! No sea impertinente —dijo Hartog—. Es que odio ver solitario a alguien, cuando no necesita estarlo.
—Es muy bondadoso —respondió Killilea, agriamente—. Quisiera que no se hubiera tomado ese trabajo.
—Caramba. Está furioso. No debía enojarse. Sólo deseaba hacer lo que pudiera, no me pareció que estaba equivocado al hacerlo.
Killilea rió, cediendo.
—Killy...
Se levantó de un salto. Prue había entrado tan silenciosamente, que no la vio. Pero ella siempre se movía así.
—Hola —saludó Hartog.
—Volveré más tarde —dijo Prue a Killilea.
Al oír eso, Hartog se metió a la boca un trozo de bife tan grande como sus dos dedos pulgares juntos y se levantó.
—De cualquier modo, tengo que retirarme —explicó.
Miró a Killilea y llevó una mano a su bolsillo.
—Olvídelo —replicó Hartog—. Muchas gracias. Hasta la vista.
—Adiós —contestó Killilea.
—Adiós —se despidió Hartog de Prue.
La muchacha se volvió hacia Killilea.
—No había esperado verte tan temprano hoy.
Hartog titubeó apenado, y después se alejó.
—¿Qué ocurre, Prue?
—No me gusta —respondió ella en voz baja.
Killilea recordó tardíamente el relato de Hartog, de sus esfuerzos infructuosos por conseguir algo de la muchacha rara con un lóbulo. Experimentó un instante de cólera y lo moldeó al momento en risa, mediante la aplicación de cierta objetividad.
—Es inofensivo —dijo—. Olvídalo, Prue. Siéntate. ¿Ya comiste?
—Quiero una manzana —contestó ella—. Y también tostadas.
Las ordenó profundamente complacido en alguna forma extraña, porque fue innecesario sugerirle algo más a la muchacha. Era bueno conocerla tan bien. Suave y extraña y tan segura..., Prue..., sintió una oleada de deseo que casi lo cegó y estuvo a punto de abrazarla con ansia. Pero con el impulso acudió el pensamiento: «Sé muy bien que una manzana y tostadas es su comida, la única comida que desea: y sé también que no estaba menos segura cuando dijo que no vendría a casa».
Tomó sus manos y acercó su cara a la de ella, para que pudiera ver su seriedad.
—Prue, necesito ayuda. Tú me vas ayudar, ¿verdad, Prue?
—¡Oh, sí...!
—Tengo que hablar de «cosas importantes».
—No sé si puedo ayudarte en eso.
Sonrió a medias.
—Debo hablar de química.
—No comprenderé.
—Tendré que hablar de «Koala» y de los otros...
—¡Oh...!
—Me ayudarás, ¿verdad?
—Lo intentaré, Killy.
—Gracias, Prue.
—¿Por qué nunca me llamas «querida» y «mi vida»?
—Porque «Prue» significa todas esas cosas y las expresa mejor.
Prue movió la cabeza gravemente ante su explicación, ni halagada ni divertida, habiendo pedido y recibido información. Esperó.
—Tengo muchas piezas, pero no suficientes —empezó él—. Puedo unir algunas pero no bastantes. Tienen algún sentido, pero no el suficiente.
Levantó su vaso y estudió el fino encaje de espuma que colgaba de la superficie interna. Limpió con un dedo un pequeño semicírculo de ella y luego otro, hasta que halló las palabras que necesitaba.
—La química es un país extraño, donde a veces el todo es mayor que la suma de sus partes, si pones las apropiadas encima. Cuando una reacción termina con azul y otra en caliente y unes los productos finales y el resultado es más azul y más caliente que el azul y el caliente anteriores, eso es sinergia.
—Sinergia —repitió Prue obedientemente.
—Lo que me obligó a dejar la química era algo tan fascinante que lo seguí demasiado lejos, y tan complicado que me llevaría la mayor parte del día explicarlo a alguien que conociera mi ramo tan bien como yo. Es por una amplia carretera y un viraje abrupto, por un pequeño camino que nadie sabe que está allí, y luego a través de un sitio fangoso hasta un sendero y después sales adonde nadie ha estado antes.
»Eso es una analogía y también lo es lo que estaba haciendo. Trataba de entender lo que sucede químicamente a través de todo el proceso sexual. Tú sabes, es una orquestación con más piezas en su música de las que empleó nunca algún director. Hay partes sutiles y minúsculas para ser interpretadas por sustancias químicas hechas con finura y medidas exquisitamente; tanto de las cuerdas, tanto de los metales. Y hay indicaciones que seguir, en tal forma que las flautas están silenciosas hasta que pueden atacar el tema que les dan los cornos.
»Y ésa es una analogía de una analogía, la música que llega a su culminación y está escrita del principio al fin. Pero existen incluso motivos químicos que no están escritos, pues ocurren antes de la música y después de ella, en silencio. En la cabeza de un hombre, anidada profundamente abajo y entre las mitades de su cerebro, yace una pequeña espiga que tiene un poder extraño y maravilloso, pues puede captar un pensamiento a la simple sombra de un pensamiento y con él suena un «la» capaz de poner a toda la orquesta a murmurar y temblar, afinando. Y hay trabajadores químicos que dejan caer el telón, envían a los músicos a otro trabajo (todos son muy talentosos y pueden hacer muchas cosas) y empacan las sillas y los atriles.
»En mi analogía química, hice un modelo funcional de ese proceso; si la cosa auténtica era música, la mía era poesía que anhelaba crear los mismos sentimientos; si lo genuino era el vuelo de una golondrina en cacería, lo mío era la trayectoria de un halcón hambriento.
»Lo hice y funcionó y debí dejarlo en paz. Porque a través de eso, encontré una sustancia que hacía a la música lo que hace uno al apagar el amplificador. Esta sustancia mataba y lo hacía en ese gran crescendo final. La aislé porque hizo fallar el experimento y tenía que separarse. Entonces el experimento tuvo éxito..., pero ya había encontrado esta sustancia terrible..., abandoné la química.
Sus manos entrelazadas crujieron repentinamente. Ella las tocó para calmarlas.
—Killy, sin embargo ésa fue nada más que una analogía. No obraría en una persona.
Él levantó la mirada de sus manos a la cara de Prue.
—La analogía era demasiado clara, demasiado cercana. Cualquiera que la entendiera, pudo concluirla y aplicarla. No necesitas un proyecto Manhattan, excepto para hacer la primera bomba. Después de eso, todo lo necesario es un fábrica. No necesitas hombres de ciencia..., basta con ingenieros. Y cuando han terminado, todo lo que se requiere son mecánicos.
»Prue, Prue..., es sinergia, ¿ves? Todos los productos de todas las glándulas de secreción interna, afinadas y medidas para producir la culminación y luego el disparo y la reacción sinérgica inundando la médula, donde vive un ser maravilloso diciendo al corazón cuándo latir y a los pulmones que se llenen de aire, aun enseñando a los dos dedos microscópicos de los cilios que impulsan a los nutrientes a través de metros de trayecto digestivo. La médula simplemente se detiene y todo se detiene. Sí, sí, paro cardíaco —casi sollozó.
—Pero Killy..., ¡tú no hiciste nada de eso!
—No, no lo hice. Pero hallé cómo hacerlo y no quiero nada de eso.
—Un sueño —dijo ella—. Un horror. Pero..., es algo que está en un museo. No puede salir. Veneno en un gabinete cerrado..., una guillotina en un libro de ilustraciones..., no pueden salir a hacer daño.
—Tú eres mi fiel Prue, porque nunca podrías ver, en mil años, cómo pudo salir esto y hacer daño a la gente —replicó él pastosamente—. Porque tienes tu mundo y vives en él a tu modo y no tocas este otro, donde pululan y hacen planes y fermentan el mal otros tres mil millones. Entonces permíteme decirte la cosa horrible —se humedeció los labios—. ¿Sabes lo que sucedería con esta sustancia, en un mundo donde los hombres pueden proyectar serenamente el uso de una cosa como una bomba H? Te lo diré. Sería robada. Sería sintetizada por cubos, por tanques de miles de litros. Sería rociada como una niebla sobre seres humanos y sus ciudades y sus campos. Y entonces, la cosa horrible que ya te ha ocurrido tres veces le sucedería a miles, a millones de mujeres. Liebestod..., muerte de amor.
La cara de Prue estaba pálida como la tiza.
—Entonces fui yo. Me fue hecho...
—¡No! —rugió. Las cabezas de todos los presentes en el restaurante se volvieron y eso fue una bendición, porque lo devolvió al presente, donde tenía que recordar las apariencias, las costumbres y los modales y, al hacerlo, aliviar la terrible presión de lo que estaba diciendo—. Esta sinergia es puramente un complejo de funciones masculinas. El factor sinérgico sería absorbido sin dolor y sin aviso a través de los pulmones, a través de cualquier pequeña abertura en la piel. Después aguardaría hasta que lo liberara el impulso adecuado de la mezcla apropiada de hormonas y enzimas y sus fracciones. Y eso es...
—Liebestod —murmuró ella.
—Todavía no comprendes qué infernal es. Siendo tú, no puedes entenderlo. Tú sabes, haría más que matar hombres y hacer pasar a sus mujeres por el infierno que ya conoces. Arrojaría a una ciudad, a toda una nación, a una cultura, a una locura impensable. Tú conoces el número de enfermedades dolorosas que proceden de la frustración. ¿Quién se atrevería a aliviar la frustración con un asesino fantasmal como ése suelto en la Tierra? ¿Y los conflictos dentro de cada hombre, una vez que le fuera definida la cosa? (¡Y debería ser definida, porque el pueblo tendría que ser advertido!) ¿Por qué otra cosa temería un hombre estar solo, leer, dormir y estar con otros? En una semana habría suicidios y mutilaciones; en dos, comenzarían a asesinar a sus mujeres para no verlas. Y todo el tiempo, ningún hombre sabría realmente si el demonio durmiente yacía en su interior o no. Lo sentiría agitarse y murmurar, estuviera allí o no.
»Y sus mujeres observarían eso y lo comprenderían poco a poco. Y los niños lo verían y jamás lo entenderían y tal vez eso sea lo peor.
»Y ésta es mi obra.
No podía decirse entonces nada, absolutamente nada. Pero ella pudo estar con él. Le fue posible permanecer sentada ahí y permitirle saber que estaba cerca, mientras él se perdía por un momento prolongado en las imágenes terribles que destellaban y quemaban a través de la superficie interna de sus párpados cerrados...
Al fin pudo ver otra vez. Trató de sonreír, la clase de esfuerzo torturado que una mujer recuerda toda su vida.
—Así que puedes venir a casa conmigo —dijo con voz temblorosa.
—No, Killy.
Todo lo que hizo fue volver a cerrar los ojos.
—No, Killy, por favor, no —lloró ella—. Escúchame. Entiéndeme. No hiciste el factor..., pero alguien lo ha hecho. Dices que no hay modo de saber si está dentro de uno o no. Bueno, estaba en los tres hombres que murieron y puede estar en ti.
—Y puede no estar —replicó Killilea roncamente—. Si no está..., bueno. Y si está..., ¿piensas que he querido vivir este año y medio pasado?
—¡No importa lo que quieras! —exclamó Prue—. Piensa en mí. Piensa en mí, en ti muriendo de esa manera, conmigo..., y cada ocasión podría ser la última y todo sería un infierno donde cada palabra de amor sería una amenaza... ¡No, Killy!
—¿Entonces qué? ¿Qué otra cosa?
—Tienes que detenerlo. Debe haber una forma de impedirlo. Tienes una pista...: Landey, Kart y «Koala». ¡Piensa, Killy! ¿Qué tenían en común?
—A ti —contestó él cruelmente.
Cualquier otra mujer sobre la Tierra lo hubiera matado por eso. Pero Prue no. Ni siquiera lo notó, excepto como parte del tema discutido.
—Sí —admitió ella con ansiedad—. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué yo?
—No lo sé —casi a pesar de sí mismo, su cerebro empezó a investigar, a unir, a descartar y a readaptar—. Todos eran hombres de ciencia. Bueno, Karl Monck. No lo sé..., tal vez era una especie de científico del pensamiento. Un ingeniero humano.
—Todos eran... buenos —sugirió ella—. Bondadosos y considerados. Les interesaba verdaderamente la gente.
—Todos eran miembros de la Junta de Ciencia Ética. Pretorio la fundó. Además, va a morir sin ellos.
—¿Qué se suponía que debía hacer?
—Sintetizar. Hacer que la gente comprendiera la ciencia..., no lo qué es, sino para qué es. Que los hombres de ciencia de un ramo entendieran a los de otro..., a mantenerlos trabajando con los mismos fines, con el mismo sentido de responsabilidad. Algo maravilloso, pero no queda nadie que tenga tanta ciencia como ética al grado que la junta pueda ser otra cosa que un club social.
Los ojos de Prue brillaron. Eso era lo que podía comprender en realidad.
—Killy, ¿no desearía alguien oponerse a una obra así?
—Sólo un loco. ¡Oh!, si una junta así podría...
—Creo que sé lo que haría. ¿Qué clase de loco, Killy?
Lo pensó.
—Quizá como los antiguos «barones ladrones»..., el fabricante internacional de municiones, si todavía existieran, pero ya no existen, ya que los gobiernos se hicieron cargo de la industria de las municiones.
—¿O alguien que pudiera intentar vender al mayor postor?
—No lo creo, Prue. Un hombre puede hacerse terriblemente tortuoso, pero no creo que una mente capaz de razonar una serie de reacciones tan complejas como éstas, no pudiera ver las consecuencias. Y una consecuencia muy probable es el fin de un medio donde significa algo la riqueza.
—Toda senda tiene un gran anuncio que dice «No» —murmuró ella.
—Con eso he estado viviendo —dijo él con amargura.
Hubo silencio, hasta que Prue observó:
—Todos eran como tú.
—¿Qué? ¡Oh...!, esos tres..., ¿qué quieres decir, Prue? Karl, con sus profundos conocimientos sociopolíticos; yo, sin nada excepto desorientación en el mundo cotidiano; Landey, esa filosofía suya..., ¡oh, Prue! Era un erudito y un humorista; ¡yo no soy eso! Y Pretorio, tu koala..., ¡él y su cerebro EINAC! No, no puedes estar más equivocada.
—Tengo razón —insistió ella—. Eran como tú. No podría haber estado con ellos, si no hubieran sido así.
—Gracias —dijo Killilea con ardor—. Pero, ¿cómo?
—Ninguno de ellos era... bello —contestó con lentitud Prue—. Todos ellos respetaban al homo sapiens y a ellos mismos por ser miembros de la especie, pues todos le temían. Todos le temían como un buen marino teme un huracán; le temían competentemente. Todos reían como tú desde el fondo. Y todos aun sabían maravillarse como niños.
—No sé en absoluto qué decir a eso.
—Puedes creerme. Puedes creerme, Killy.
—Entonces te creo; pero eso no ayuda —volvió a zambullirse en sus pensamientos, buscando, moviendo, probando—. Hasta ahora solamente hay una hipótesis. Es descabellada. Pero..., ahí va. Alguien estaba en contra de ellos tres, quizá por la Junta de Ciencia Ética. Descubrió mis fraccionamientos y síntesis, de una manera independiente, quizá no. Quizá no —repitió y archivó el caso en su expediente mental de «pendientes»—. En cualquier forma, triunfa..., no sé cómo inyecta el factor en esos tres hombres, sin que lo sepan; adivina que los tres te hallarían profundamente atractiva; se encarga que cada uno te conozca por turno. Debió mantener una vigilancia bastante estrecha de las cosas todo el tiempo... —Prue se estremeció—, y así los mata.
—Puedes ampliar eso —dijo Prue con voz muerta. Tomó su mano—. No estaba detrás de tres hombres, sino de cuatro, y quiere que me lleves a casa. Si eso no funciona, intentará otra cosa. ¡Killy, ten cuidado, sé cuidadoso!
—¿Por qué? —preguntó él e hizo crujir sus nudillos contra un lado de su cabeza—. ¿Por qué? ¿Qué ganaría con eso?
—Tú mismo lo dijiste. Eso inutilizaría la junta, quizá la mataría. ¡Ah, y otra cosa! Si conoce el factor, cómo hacerlo, cómo utilizarlo, probablemente también sabe que tú lo conoces. No deseará eso, ¿ves? No desearía que alguien como tú estuviera aquí alerta, aguardando alguna señal de esa cosa infernal, dispuesto a informar respecto a eso a las autoridades, al gobierno, a la junta. Desearía que el secreto continuara hasta que fuese demasiado tarde para detenerlo.
—Tendrás que encontrarlo y matarlo.
—No soy un asesino —respondió él.
—No hay alternativa. Te ayudaré.
—Siempre hay otros medios.
Estaba perturbado.
—Maldito sea... Eres tan... maravilloso —dijo ella de pronto.
Otra vez se perturbó. Era la primera ocasión en que la oía decir «maldito sea».
—Tuve una idea —anunció, abstraída.
La frase emocionó la parte de él que siempre tenía nervios vivos hacia ella; tantos ricos momentos habían comenzado con su repentino «Killy, tuve una idea...»
—A ver tu idea —pidió.
—Fue después que me fui —explicó—, y me encontraba sola y tuve el pensamiento y tú no estabas allí. Hice una promesa especial de guardarla para ti. Ésta es la idea: Hay una diferencia entre moral y ética, y sé qué es.
—A ver tu idea —repitió él.
—Un acto puede ser moral y ético. Pero bajo algunas circunstancias, un acto moral puede estar en contra de la ética y una acción ética puede ser inmoral.
—Hasta aquí, te sigo —dijo él.
—Tanto la moral como la ética son apremios de supervivencia. Pero mira: un individuo debe sobrevivir dentro de su grupo. Las normas de supervivencia dentro del grupo es la moral.
—Entiendo. ¿Y la ética?
—Bueno, el mismo grupo debe sobrevivir como unidad. La conducta de un individuo dentro del grupo, con el fin de la supervivencia del mismo grupo, es la ética.
—Será mejor que lo amplíes —pidió Killilea cautelosamente.
—Lo verás en un minuto. Ahora, la moral puede dictar a un hombre una norma tal que le permita sobrevivir dentro del grupo, pero el grupo mismo puede no tener valor de supervivencia. Por ejemplo, en algunas sociedades es inmoral no comer carne humana. Pero reprimirse de hacerlo sería ético, ya que eso estaría en favor de la supervivencia del grupo. ¿Entiendes el enunciado?
—¡Eh! —los ojos de Killilea resplandecieron—. Tú eres maravillosa. Vamos a ver. Bajo Hitler, era «moral» matar judíos, pero no era ético, en términos de supervivencia de la Humanidad.
—Estaba incluso en contra de la supervivencia de Alemania.
La miró con asombro afectuoso.
—¿Hablaste de todo esto por lo que dije... «No soy un asesino?»
—Parcialmente —contestó Prue—. Aunque admitiera que matar a ese hipotético demonio nuestro es inmoral, lo cual no acepto, ¿qué dices de la ética de eso?
Killilea sonrió.
—Jaque, coma; mate. Lo mataré —la sonrisa se desvaneció—. Dijiste «parcialmente». ¿Qué otra cosa aprenderé de este estudio de pragmatismo?
—Te lo diré cuando te hayas desenredado un poco. Es decir, si no lo piensas tú mismo antes. Ahora: ¿cómo lo encontramos?
—Podemos esperar hasta que me ataque.
—¡Ni siquiera pienses así! —exclamó ella, palideciendo.
—Hablo en serio. Si es la única forma, lo haremos. Pero admito que preferiría hallar otra manera. Dios, Prue, tiene una identidad. Ha estado cerca, observando..., debió estar cerca. Es alguien a quien conocemos.
—Comienza con los fraccionamientos. ¿Llevaste notas que pueda haber visto alguien?
—No, después que empecé a sospechar a lo que estaba llegando y eso fue comparativamente pronto. Hasta entonces, fue bastante rutinario. Te dije qué pasé a un camino secundario del que nadie sabía.
—¿Pudo haber estudiado alguien tu aparato..., lo que quedó en los alambiques y esas cosas?
—Los alambiques y esas cosas eran limpiados bastante y desmantelados lo suficiente para desorientar a cualquiera, todos los días, cuando terminaba con ellos —aseguró positivamente Killilea—. Uno hace tantos trabajos clasificados y secretos, y adquiere esas costumbres. Por supuesto, parte de ese aparato no... —dijo y movió la cabeza—; no indicaría nada a nadie, a menos que supieran el orden exacto en que eran ensambladas las cosas.
—Tú no eras miembro de la junta, en absoluto —musitó Prue.
—¿Yo? Era un ermitaño..., ¿te acuerdas? ¡Oh!, seguro, sabía que ingresaría tarde o temprano. De hecho, tenía una cita para su banquete del mes próximo, que fue cancelada. El amigo que iba a llevarme va a abandonarla debido a esas muertes. Dice que la junta está agonizando o ya está muerta. —Ella parecía estar esperando algo, así que preguntó—: ¿Por qué?
Le pareció descubrir un leve encogimiento de contrariedad en los hombros de la muchacha.
—¿Pudo haber sido algo que estaba a punto de hacer la junta, que fuera indeseable o peligroso para alguien?
—No puedo saberlo —se rascó la oreja—. No obstante, creo que es posible investigarlo. Espera. No te vayas —se levantó de un salto, se detuvo y se volvió—. Prue —dijo suavemente—, no te irás, ¿verdad?
—Ahora no —replicó ella, con los ojos brillantes.
Fue hasta el teléfono, puso una moneda en la ranura y marcó el número de Egmont.
—Hola..., ¿Egg? Hola. Habla Killy.
—¿Qué quieres, Killilea?
Ya había comenzado a hablar cuando notó lo formal y fría que era la voz de Egmont. Frunció el ceño, pero siguió:
—Mira, tú participabas mucho en los actos de la Junta de Ciencia Ética hasta hace poco, ¿no es verdad?
Hubo una pausa y luego:
—¿Y si así fuera?
—Basta de bromas, Egg —pidió Killilea—. Esto es serio. Lo que quiero saber es, ¿sabes si Pretorio, o Monck, o Landey, aisladamente o en combinación, tenían preparado algo antes de morir? ¿Alguna bomba o anuncio muy importante, que estaban a punto de hacer en una reunión?
—Cualquier cosa que sepa, Killilea, con seguridad no voy a informarte. Deseo que lo entiendas con claridad absoluta.
Killilea abrió la boca. Como la mayoría de los hombres que sienten un agrado genuino por la gente, era vulnerable en grado extraordinario a esas cosas.
—¡Egg! —jadeó y después inquirió, casi tímidamente—. ¿Hablo con Egmont..., Richard Egmont?
—Soy Egmont y no tengo información para ti, ni ahora ni nunca.
«¡Clic!»
Killilea regresó caminando con lentitud a la mesa, frotándose la oreja, que todavía estaba ardiéndole. Prue levantó la mirada y se sorprendió.
—¡Killy! ¿Qué ocurrió?
Se lo explicó:
—Egg —dijo—. Diablos, lo he conocido durante..., ¿qué supones que...? ¡Oh, jamás...!
Prue le palmeó el brazo.
—Aborrezco que alguien te haga daño. ¿Por qué no le preguntaste qué sucedía?
—No tuve tiempo —contestó Killilea tristemente—. ¡Eh! —ladró—. Alguien ha estado influyéndolo. Si puedo encontrar quién...
—Eso es, eso es —aprobó Prue—. ¡Llámalo de nuevo!
De regreso en el gabinete, Killilea apretó la mandíbula y aguardó el primer sonido de la voz de Egmont. El haber sido sorprendido fue una cosa: el buscar algo que quería urgentemente era diferente.
—¿Hola?
—Escucha —gruñó Killilea—, corta la comunicación e iré a tu oficina, amordazaré a tu secretaria y tiraré la puerta a patadas. La única forma en que puedes deshacerte de mí, es por teléfono.
Pudo oír la respiración furiosa de Egmont. Finalmente dijo:
—No me importa lo que hagas, no obtendrás de mí ninguna información concerniente a la junta.
—¡Espera! —exclamó Killilea al sentir que bajaba el otro receptor.
—¿Bueno, qué? —dijo Egmont.
—Todo lo que deseo saber es qué se te metió en la cabeza desde anoche. Hablas como si le hubiera pegado a tu abuela y ni siquiera la conozco.
—Eres un miserable alcahuete —gruñó Egmont.
Killilea cerró los ojos con fuerza y contuvo la cólera que había empezado a agitarse en su interior.
—Egmont —dijo sombríamente—, fuimos amigos por mucho tiempo. Si hicieras algo que no me gustara podría rechazarte, pero, diablos, primero te diría por qué. Cuando menos me debes eso. Vamos..., ¿qué te sucede? No lo sé, por Dios.
—Muy bien —aceptó Egmont con voz temblorosa—. Tú lo pediste. Voy a decirte una o dos cosas que no sabes de tu amigo.
—¿Amigo? ¿Cuál amigo?
—Nada más cállate y escucha —siseó Egmont—. Me haces enfurecer más cada vez que abres la boca. Jules Croy, ese amigo. Tú y tus preguntas alegres y brillantes respecto a la junta. Ése es el tipo que está apoderándose de lo que resta de la junta y haciendo de eso una sociedad servil..., un chacal, un come-mierda.
—Pero yo no...
—Tiene más dinero del que sabe qué hacer con él y nada en qué invertir su tiempo, sino empollar lo que queda de la maldita... —farfulló y luego gruñó—: Y tú. Espiando, viendo lo que puedes recoger. También eres apropiado para eso, el ermitaño con un gran nombre en la ciencia, nuevamente en circulación, atando los cabos sueltos. Bueno, cualquiera con el que pueda comunicarme, no tendrá nada que darte. ¡Miserable!
—Espera —estalló Killilea—. Eso es demasiado, Egmont. He oído hablar de ese Croy..., ¿quién no? Pero no lo reconocería si estuviera en este teléfono conmigo. ¡No he cambiado una sola palabra con él!
La voz de Egmont fue de pronto puro asombro desdeñoso.
—Si no supiera ya que eres una rata, esto lo ratificaría. ¿Con quién comiste hoy?
—¿Hoy? ¡Oh...!, un tipo. Lo conocí anoche. Se apellida Hartog. ¿Qué relación tiene eso con...?
—Mientes hasta el fin, ¿eh? Bueno, te asombrará saber que hoy a la una y media fui a la cantina del establecimiento de Roby para comer y te vi con mis propios ojos.
—Será mejor que te examines la vista —gruñó Killilea—. ¿Por qué no te tomaste el trabajo de acercarte y asegurarte?
—Si en alguna ocasión me acerco a Jules Croy lo suficiente para hablarle, le arrancaré la cabeza. Y desde ahora te digo lo mismo respecto a ti. Y si vuelvo a oír por este teléfono una sílaba, colgaré tan fuerte que saldrá hasta el otro lado.
Esta vez Killilea estaba preparado y con el audífono lejos de su oído cuando se produjo el golpe.
—Parece que fui visto comiendo con un siniestro personaje que me manchó —explicó a Prue cansadamente—. No comí con otro que no fuera el hombre a quien viste. Hartog.
—No me agrada —comentó Prue por segunda ocasión en ese día—. ¿Quién fue el villano?
—Su nombre es Croy. Jules Croy —informó Killilea. Prue movió la cabeza vagamente—. Oí hablar de él. Es uno de esos pulpos de los negocios, un dedo en esto, cincuenta mil acciones en aquello. Siempre comprando a educadores e investigadores con donativos. Egmont dice que está intentando hacer de lo que resta de la Junta de Ciencia Ética una especie de Asociación de Padres y Profesores de lujo. Egg siempre ha sido un verdadero apasionado de la Junta y para él fue como perder un brazo cuando se cerró. Creo que necesitaba algo para enfurecerse con ello, y la creencia respecto a que yo espiara en beneficio de ese Croy, se lo proporcionó.
—¿Qué hay de ese hombre con el que comiste, ese Hartog?
—¡Oh!, es inofensivo. En ocasiones es interesante, como uno de esos museos médicos que presentan réplicas de enfermedades de la piel en modelos de cera de tamaño real. ¿Te hizo pasar malos momentos?
—¿Quién..., ese hombrecillo?
—Deduzco que te hizo algunas insinuaciones...
—¡Oh! —dijo ella—. Eso nunca me molesta, Killy. Tú lo sabes.
Lo sabía. Cuando alguien la irritaba o la aburría, podía salir del cuarto sin moverse de su silla. Su disposición nublada era absolutamente impenetrable.
—¡Oh! Pensé..., pero dijiste que te desagradaba —le recordó él.
—No. Dije que no me agradaba. Él... fue quien me presentó a Landey. Y «Koala»..., el doctor Pretorio, también lo conocía. «Koala» y yo fuimos una vez a una fiesta donde estaba él. Comparado con ellos, Hartog es un imbécil.
—Conocía a Pretorio..., hmm. Prue, ¿también conocía a Karl Monck?
—No lo sé. No lo creo. Killy, ¿qué sucede?
—Déjame pensar... Déjame pensar —bajó de pronto su mano con fuerza sobre la mesa—. ¡Prue! Hartog fue quien te halló para mí. Se presentó conmigo en una taberna..., déjame ver si puedo recordar exactamente cómo..., recuerdo que me interrogó en ese modo extraño suyo. Se aseguró de mi nombre..., sí y...
Bajó la mirada a la palma de su mano derecha.
—¿Qué es? —inquirió Prue, con terror en la voz ante la expresión en la cara de Killilea.
—Cuando nos estrechamos la mano —informó en tono inexpresivo—, me arañó. Mira. Con una sortija que llevaba. Un gran anillo barato; no tenía piedra, pero la montadura tenía un filo.
La cólera y el terror se mezclaron y crecieron en la mirada que intercambiaron.
—Tenía razón —murmuró ella—. ¿Ya ves?, si hubiera ido a casa anoche... ¡Oh, Killy!
Él miró su palma. Sintió como si hubiera sido pateado en el estómago.
—¿Hay un..., un antídoto?
Killilea movió la cabeza negativamente.
—No es la clase de cosas que tienen un antídoto. Quiero decir, un veneno ácido puede ser contrarrestado por una base química de igual fuerza y acción opuesta. Pero las cosas como ésta..., las hormonas, por ejemplo. La progesterona y la testosterona tienen efectos finales opuestos, pero una forma muy semejante de producirlos. Tú sabes, nunca hice nada de esta sustancia. No puedo decir exactamente cómo actúa o cuánto dura, a menos que la haga. Con seguridad tiene un período activo y después es absorbida y excretada como cualquier hormona. No sé en realidad en cuánto tiempo ocurrirá. Debo desarrollar una prueba para eso. Otra prueba —dijo con una sonrisa dolorosa.
—Bueno, por lo menos lo sabernos. Ahora..., ese desagradable Hartog. ¿Supones que Egmont tiene razón? ¿Podría ser realmente Jules Croy?
—Creo que sí. Estoy intentando recordar lo que ocurrió hoy, mientras comíamos. Entró..., sí, eso, me vio y se detuvo de pronto, y jamás vi un hombre más asombrado.
—Él te envió a mí anoche, ¿no? Debió saber que estabas buscándome. Te cortó con su anillo, te dijo dónde estaba yo y debió estar seguro que..., ¡no es extraño que se haya asombrado! ¡No debiste estar vivo hoy! Bueno..., ¿qué dijo?
Fue una especie de conversación filosófica enredada. Como es habitual en él, se refirió a las mujeres —se quedó pensativo—. Fue como un intento por extraerme información relativa a ti y, cuando no pudo, a un esfuerzo por encontrar alguna otra mujer para mí y luego algunos sondeos respecto a por qué no estaba interesado en absoluto. Todo coincide —comentó asombrado—. El pequeño inadaptado rico, tortuoso, intentando abrirse paso con dinero a los altos niveles de la ciencia, tratando de apoderarse del control de la Junta de Ciencia Ética, eliminando a los hombres que no aceptan a los de su clase. La dominará, Prue..., todavía atrae a todo auténtico hombre de ciencia que tenga más humanidad que una máquina..., y liquidará a los hombres a quienes no pueda dominar. Tiene mi factor como arma y si eso no funciona alguna vez, puede pensar en otros medios, ciertamente.
—El factor..., ¿cómo lo obtuvo?
—Eso es lo que no puedo entender —replicó Killilea—. Se lo preguntaremos —miró su reloj—. Ven. Tenemos cosas que hacer. Necesito un laboratorio.
La primera parte fue fácil.
Sucedió dos noches más tarde. Prue estaba sentada sola, pálida y con aspecto infeliz ante una mesa en el establecimiento de Roby. Un cigarrillo ardió en un cenicero, hasta producir una ceniza larga. Una bebida permanecía calentándose frente a ella intacta, cuando llegó.
—Hola —saludó Hartog.
—¡Oh!
Prue le obsequió una sonrisa fugaz. Él tomó asiento, con rapidez oportunista.
—¿Espera a alguien?
—No, contestó ella.
—¡Oh! —exclamó Hartog en su forma feroz y tímida—. ¿Ya cenó?
—Aún no —respondió Prue. Sacó un cigarrillo y esperó. Él buscó en sus bolsillos y ella miró el encendedor de plata que estaba junto a sus cigarrillos. Hartog murmuró una disculpa, lo tomó y lo empleó. Cuando lo dejó, miró su dedo pulgar, intrigado—. Me alegra que haya venido —dijo ella.
Él se sorprendió y lo mostró.
—Creo que yo también me alegro.
Rodeó su dedo pulgar con su otra mano y podría haberlo presionado, pero ella tomó impulsivamente una de sus manos en las suyas.
—En realidad nunca ha hablado conmigo —dijo con voz suave—. Jamás me ha dado una verdadera oportunidad de conocerlo.
Entonces Hartog habló y cuando su conversación bordeaba su preocupación, la encontraba imperturbable. Cenaron. Después, ella dijo que se sentía extraña. Informó que tenía un pequeño departamento cerca.
Tal vez él estaría más cómodo allí...
Lo llevó a su casa.
Tomó su sombrero y su abrigo, le preparó una bebida, le pidió permiso para cambiarse de ropa y se metió en la alcoba. Hartog se sentó y bebió su bebida y cuando oyó un sonido detrás, dijo:
—Ven y siéntate a mi lado.
—Está bien —respondió Killilea.
Hartog se levantó del diván como impulsado por un resorte. Killilea dio vuelta al diván y lo empujó por el pecho. Hartog volvió a sentarse.
—¿Qué es esto? ¿Extorsión?
—Es un juego mucho mejor que ése, Croy.
—¿Croy?
—No va a negarlo —dijo Killilea secamente—. ¿Puede usar una lupa de joyero?
—¿Usar qué? ¿De qué está hablando? ¿Qué es todo esto?
—Aquí hay una —continuó Killilea. Hartog tomó la lupa, titubeando—. Quiero enseñarle algo —levantó el encendedor de plata de la mesa y tomó asiento, cerca de Hartog. Quitó la tapa y lo acercó a la cara de Hartog—. Mire a través de la lupa. Mire aquí, en el eslabón.
Hartog lo miró y después fijó la lupa en su ojo. Killilea tomó un lapicero y señaló con él.
—Mire aquí —con la yema del dedo a un lado, no en la orilla, hizo girar la rueda—. ¿Lo ve, Croy?
—No. Sí, lo veo. Un pequeño cabello.
—No es un cabello. Una aguja.
—Funcionó bien, Killy —comentó Prue desde la puerta de la alcoba. No se había cambiado—. Escasamente lo sintió.
—Un poco más refinado que cortar a alguien con una sortija —observó Killilea.
—¿Qué me hicieron? ¡Déjenme salir de aquí!
—¿Qué le hizo a él? —preguntó Prue con voz fría a Hartog, señalando a Killilea.
—¿Es una broma? Le dije que sentía haberlo cortado. ¿Que clase de...?
—Cállese, Croy —lo interrumpió Killilea cansadamente—. Sé quién es y lo que intenta.
—No sé lo que quiere decir. ¿Por qué me llama Croy? ¿Qué quiere de mí?
—Nada. Nada en el mundo —Killilea fue hasta la puerta y le echó llave—. Nada más que permanezca sentado ahí y que lo tome con calma.
—Usted sabe bioquímica —comentó Prue—. Va a tener un paro cardíaco, pobre hombre.
Hartog miró su pulgar.
—¿Quiere decir que..., que esto va a...? ¡Idiota, eso no funcionará, a menos que yo...! —se interrumpió.
Killilea sonrió fríamente.
—¿A menos de qué? —cuando Hartog no contestó, añadió—: Después de todo, la hospitalidad tiene sus límites. Por mucho que gozáramos de su compañía... —la burla desapareció de su voz—. Va a morir, Croy. En alrededor de media hora. No tengo tiempo ni el aparato para preparar el factor que empleó en mí. Recibió una dosis de un simple e indetectable veneno hormonal.
—¡No! —jadeó Hartog—. ¡No puede! ¡No debe! Está en un error, Killilea. ¡Lo juro! No soy lo que piensa que soy...
—Sí, lo es —replicó Killilea ceñudamente—. Pienso que es un megalomaníaco llamado Jules Croy. Pienso que descubrió mis investigaciones en las analogías de los complejos hormonales. Pienso que las empleó para hacer uno de los extractos más letales, más infernales que han aparecido jamás en esta Tierra. Estoy seguro que además de mí, únicamente usted sabe respecto a él y que, dentro de una hora, nada más lo tendré yo. Estará a salvo conmigo.
—¿Qué va a hacer con él? —preguntó Hartog con voz débil.
—Olvidarlo. Pretender que nunca existió..., veo que ya no está negando nada.
—Soy Croy —aceptó el hombre con los ojos cerrados—. Está haciendo lo adecuado con el factor. Pero está equivocado respecto a mí. Créame, está en un error. Y está equivocado respecto a que nadie más lo sabe.
Killilea contuvo el aliento.
—¿Quién más lo sabe? —demandó.
—No puedo decírselo.
—Está mintiendo —dijo Killilea—. Croy, tenemos alrededor de treinta minutos y ya no hay nada que pueda salvarlo. ¿Por qué morir lleno de mentiras? ¿Por qué no dice la verdad?
—No hay nada que podría hacer usted si yo..., es demasiado tarde. Soy el único que podía ayudar —los miró lastimeramente—. ¿Voy a morir? ¿En realidad voy a morir?
Killilea afirmó con movimientos de cabeza.
—Es difícil acostumbrarse a la idea —comentó Croy, como para sí mismo.
—Es duro —admitió Killilea. Se enjugó la frente—. Si cree que estamos disfrutando de esto, está equivocado.
—Lo sé —declaró Croy sorprendentemente.
—Está tomando esto mejor de lo que creí.
—¿Sí? Aborrezco la idea de morir... No, es la idea de estar muerto la que odio.
—Continúa siendo el filósofo de cantina —se burló Killilea.
—No —rogó Prue—. No tenemos que lastimarlo, Killy. Sólo queremos que muera.
—Gracias —dijo Croy. Miró a Killilea—. Voy a revelarle todo. No espero que lo crea. No obstante lo creerá. Eso no me ayudará, por supuesto; para entonces tendré varias semanas de haber muerto. Pero como dice, tengo varios minutos...
Se echó hacia atrás. La transpiración brilló en su labio superior.
—Me concede demasiado crédito. No soy un hombre de ciencia. No distinguiría un ketosteroide del aceite de ricino. Sólo soy un tipo con una gran cuenta bancaria. Supongo que todos tienen sus poses. Mi analista me informó una vez que tenía un patrón de Harun-al-Rachid. Vestir con ropa barato y simular que soy algo menos importante. Dar en secreto sumas de dinero a éste y a aquél, no para ayudarlos solamente para afectar a las personas. Intrigas, secretos..., el aliento de vida para mí. Aliento vital..., siento horrible. ¿Eso es sintomático o psicosomático?
—Sintomático —replicó Killilea—. Continúe. Si es que quiere.
—Fue Pretorio quien descubrió lo que estaba haciendo usted. Uno de los científicos más completos de este siglo. Con una habilidad inmensa para extrapolar. Vio la dirección en que lo llevaban sus investigaciones y se alarmó cuando dejó de informar de progresos, pero siguió trabajando.
—Pero, ¿cómo lo supo?
—Por medio mío. Yo soy el propietario de Zwing & Rockwood.
Killilea se llevó una mano a su cabeza.
—¡Nunca pensé en eso!
—¿Qué, Killy? ¿Qué es Zwing & Rockwood?
—¡Fabricantes de vidrio soplado! El trabajo como el mío requiere aparatos muy especiales... Y paso a paso, a medida que los ordenaba...
—Eso es —Croy afirmó con movimientos de cabeza—. Para Pretorio no fue demasiado difícil. Estaba trabajando igual que usted todo el tiempo. En ocasiones estuvo más adelantado que usted. A veces llamaba y me decía con exactitud qué pieza de vidrio ordenaría usted después.
—Pensé que me daban un servicio fantásticamente bueno.
—Y así era.
—¿Qué buscaba Pretorio? ¿Por qué no acudió a mí? ¿Cómo ocurrió que usted estaba trabajando con él?
—¿Qué buscaba? Lo que me explicó, fue que temía que usted no reconociera las posibilidades de lo que hacía. Lo temía tanto, que no quiso advertirlo, preguntándole. Después de todo, usted sabe, él era un gran extrapolador. En cuanto a mí, me sentía halagado. Me tenía hechizado por completo. Usted no sabe qué hombre tan tremendo era..., y qué aureola de genio tenía.
—Yo lo sé —dijo Prue.
—Hice en absoluto todo lo que me ordenó. Había algo que no podía comprender pero confiaba en él completamente.
—Y entonces, murió.
—Creo que después de eso enloquecí. No sabía qué hacer conmigo mismo. Fue bastante malo. Entonces, un día, recibí una llamada telefónica de un hombre con voz ronca. Dijo que Pretorio le había dejado instrucciones. Al principio no le creí, pero cuando comenzó a darme detalles que nadie, excepto Pretorio pudo haber dicho, le creí.
—¿Quién era?
—Jamás me lo dijo. Nunca lo vi. Dijo que debía ser así, porque no tenía la gran reputación de Pretorio. Pero la obra de Pretorio tenía que continuar. Bueno, obedecí órdenes. Usted sabe lo que le ocurrió a Landey y después a Monck. Creo que yo estaba loco, que fui un estúpido. Tendrá que creerme que los inyecté a ambos y se los presenté a ella... —señaló a Prue con un movimiento de mentón—, sin saber por qué murieron. Pensé que había sido un paro cardíaco, igual que todos. Ni siquiera sabía que ella se encontraba con ellos cuando murieron.
—¿Y respecto a Pretorio? Usted lo infectó, ¿no?
—¡No, maldición, no lo hice! —gritó Croy, con voz furiosa por primera vez desde que principió su narración—. Eso debió ser un accidente..., un accidente descabellado que coincidió con las cosas que dispuse. O quizá se inyectó él mismo por accidente. Usted sabe, no se requiere mucho.
—Lo sé —admitió Killilea ceñudamente.
—Bueno, llegó el día en que recibí órdenes de hacerle lo mismo a usted. Hasta entonces, no supe quién era ella. Cuando me enteré, empecé a pensar. Fue como despertar de un sueño. Nunca había dudado de la palabra de este hombre más que de la de Pretorio, pero entonces dudé. Entonces vi lo que significaban estas muertes, las relacioné con la Junta de Ciencia Ética, de la que se suponía que yo debía apoderarme y dirigir para este hombre; vi repentinamente cómo se hubieran interpuesto en el camino ustedes cuatro: Pretorio, Landey, Monck y usted. Lo llamé y me negué a obedecerlo.
»Entonces me dijo lo que estaba buscando. Me explicó lo que era el factor, lo que podía hacer, cómo tenía que ser protegido el mundo contra él. Me dijo que usted lo descubrió, que a menos que usted fuera detenido, se deslizaría de sus manos y hundiría al mundo en ruinas. Y respecto a la Junta, aseguró que el mundo no se hallaba preparado para un grupo que fertilizaría eficientemente las especialidades científicas. No estamos al nivel, como cultura, de la ciencia que tenemos.
»Convine con él y le prometí seguir adelante.
—¡Oh!..., el hombre está loco! ¡Y también usted, por tragarse esos cuentos!
—¿Quién se las tragó? Supe entonces que estaba loco, que era responsable de la muerte de uno de los mejores hombres que han existido desde Leonardo, que me había convertido en un asesino y los hizo pasar por un infierno a ustedes dos..., así que decidí seguir la corriente hasta que pudiera descubrir quién era él. Estaba dispuesto a matarlo, pero, ¿cómo puede matar usted a un hombre, a menos que pueda encontrarlo, y cómo lo encuentra, si no sabe su nombre o qué aspecto tiene? —levantó las manos y las dejó caer—. Y eso es todo. Sé que las cosas tienen mal aspecto para mí y creo que me he ganado lo que he recibido. Pero, como dije..., nadie, excepto yo, puede hallarlo y, para cuando ustedes obtengan prueba de eso, estaré muerto. Va a matarlo, usted sabe. Tiene que hacerlo. No puede permitirse que alguien más sepa respecto al factor.
Killilea caminó hasta el sofá y levantó un pesado puño.
—¡Killy! —gritó Prue,
Con dificultad, Killilea bajó el puño.
—Es un mentiroso —dijo densamente—. Si esa historia ingeniosa es cierta, ¿por qué me cortó la mano con el anillo?
—Se lo dije. Tenía que seguir la corriente. ¡Pero no le inyecté el factor! Fue otra cosa..., algo que pudo haberle salvado la vida. Progesterona.
—¿Por qué progesterona?
—Las órdenes eran decirle dónde estaba ella, ver si acudía a ella. Usted la buscaba; quería recobrarla. Era una situación maravillosa para su plan. Yo no sabía mucho respecto a las hormonas, pero hice lo que pude. Hice preparar la cosa; progesterona y una fuerte carga de FD, creo que fue hialuronidaza, para difundirlo.
—¿Qué es eso? —preguntó Prue.
—Una enzima. FD significa «factor difusor» —explicó Killilea—. Las conferencias después, Prue. Continúe, Croy.
—Usted tenía bastante progesterona para reprimir su fuego por una semana —prosiguió Croy—. Para entonces, esperaba tener resuelto todo.
—Pareció muy contrariado cuando me encontró vivo al día siguiente.
—Me sentí contrariado cuando lo hallé ahí. Quería que se perdiera de vista. No sabía cuándo lo podría ver mi..., mi presunto patrón.
—Entonces, ¿por qué habló de buscarme otra mujer?
—Deseaba ver si estaba funcionando la hormona. Quería ver cómo marchaban sus relaciones con ella. Pero cuando entró ella, no pude hacer nada. Pero de cualquier modo, era bueno. Mientras estuvieron juntos, él sólo podía suponer que se tomaban su tiempo para reconciliarse.
—Una contestación para todo —comentó Killilea—. ¿Cuánto de esto crees, Prue?
—No lo sé —le replicó ella preocupada. Preguntó a Croy—: ¿Por qué no nos dijo esto antes? ¿Por qué no me lo dijo esta noche, mientras cenábamos? ¿O después, cuando encontró a Killy aquí?
—¿Conoce a un hombre de ciencia, de algún valor, que me hable siquiera? —contestó Croy seriamente—. La primera vez que tenía oportunidad en mi vida de hacer algo en verdad bueno por la ciencia..., no iba a arruinarlo, haciéndome abofetear cuando descubrieran quién soy. ¿No ven que por eso me sentí tan complacido de trabajar para Pretorio?
—Recuerdo lo que dijo Egmont respecto a él —musitó Killilea.
—Egmont —dijo Croy—. ¿El cristalógrafo? Sí; un buen ejemplo. No puede verme. Cuando descubrió que yo estaba tras las bambalinas en la Junta, pensé que explotaría.
—Explotó —informó Killilea—. Prue, tenemos una gran historia que relatar a Egg.
—Más tarde habrá tiempo para eso. Killy, supongamos que es verdad. Supongamos que realmente hay alguien más que sabe respecto a tu factor..., alguien tan peligroso como dice Croy.
—Sabremos de él —aseguró Killilea.
—No será tan torpe como yo —dijo Croy—. Usted habrá muerto antes que sepa qué lo mató.
—Creo que tendré que arriesgarme —opinó Killilea—. Usted dijo que si viviera podría encontrarlo. Cuando menos puede indicarnos cómo hacerlo para que podamos intentarlo.
—Sólo habría una forma..., rastrearlo cuando me llame. No me llamará después que esté muerto.
Killilea estudió a Croy atentamente.
—¿Si tuviera una oportunidad de capturarlo ahora, lo haría?
—¡Lo haría! ¡Si sólo pudiera!
—Lo hemos matado a usted —indicó Prue.
—Hicieron lo que pudieron; tenían razón hasta donde sabían. Y supongo que tengo que pagar por lo que hice..., no estoy enojado con ustedes.
—Entonces está bien. O es el mentiroso más hábil o uno de los hombres más valerosos que he conocido —dijo Killilea—. Le recordaré algo. Usted afirmó que cuando le ordenó inyectarme el factor, tuvo escrúpulos. Lo llamó. Díganos ese número telefónico y habrá demostrado sus argumentos.
—El número telefónico —exhaló Croy—. No se me había ocurrido, porque siempre dijo que era inútil hablar, excepto en la tarde; no estaría allí a ninguna otra hora.
—¿En alguna ocasión lo intentó?
—No.
—Killilea señaló el teléfono.
—Inténtelo.
—¿Qué debo decirle?
Se produjo un silencio profundo.
—Hágalo venir.
—No vendrá.
—Vendrá, si todo su plan dependiera de eso —insistió Killilea—. Vamos, Croy. Usted es el muchacho para la intriga.
Croy puso la cabeza entre sus manos.
—Sabía que se negaría —gruñó Killilea.
—Cállese —ordenó Croy, sorprendentemente—. Permítame pensar.
Siguió encorvado ahí. Se cubrió los ojos y luego levantó la cabeza de pronto.
—Deme el teléfono.
—Mejor infórmenos antes lo qué va a decir.
—¡Oh, Killy! —exclamó Prue—. ¡Deja de actuar como un detective privado grande y malo! ¡Déjalo hacerlo a su modo!
—No —replicó Killilea—. Va a morir. Si no está medio chiflado ahora, sabemos que lo estuvo. ¿Cómo sabemos que no va a arrastrarnos al hoyo tras él?
—Llámelo —dijo Prue llanamente.
Croy los miró y después tomó el teléfono. Sacó de su cartera un trozo de papel y marcó el número.
—Ojalá tengas razón —murmuró Killilea. Fue hasta Croy, tomó el papel de su mano y lo metió en su bolillo. A través de la habitación silenciosa, el sonido de la señal de llamada los laceró. A la sexta llamada sin contestación, Killilea observó—. Aunque esté allí ahora..., ¡oh, Prue!, puede ser solamente una trampa...
Croy cubrió la bocina.
—No tengo tiempo para trampas —protestó.
Y entonces, se oyó un sonido metálico por el audífono y una voz ronca dijo:
—¿Bueno?
Prue oprimió el bíceps de Killilea con tanta fuerza, que casi lo hizo gruñir. Pálido, pero firme, Croy replicó:
—Estoy en dificultades.
—Deben ser dificultades serias —lo reprendió la voz—. Le dije que no me llamara tan tarde.
—Son bastante serias —afirmó Croy. El paso a un acento inglés bajo tensión fue muy notable—. Ella me trajo a su apartamento. Killilea estaba aquí.
—¿Vivo?
—Así parece. Vivo y bien informado de lo que está ocurriendo. Le pegué con el atizador.
—Golpéelo nuevamente.
—No puedo..., no puedo hacer eso. Además, le dijo todo a ella. Ahora ella también lo sabe.
—¿Dónde está ella?
—Atada. ¿Qué debo hacer?
Una larga pausa. Nadie respiraba.
—Iré. ¿Dónde es?
Croy le dio la dirección y el número del apartamento.
—Y apúrese. No sé cuánto tiempo él permanecerá inconsciente. ¿Tardará mucho?
—Quince minutos.
«Clic». Croy los miró.
—¿Tengo quince minutos? —preguntó.
Su cara estaba húmeda. Killilea consultó su reloj.
—¿Cómo se siente?
—No me siento bien.
Killilea entró a la alcoba y salió un momento después con una jeringa en la mano.
—Acuéstese —ordenó—. Relájese. Relájese —repitió, tocando un lado del cuello de Croy— completamente. Más —levantó la manga izquierda, expulsó una gota de fluido de la aguja y hundió la punta brillante en la gran vena del doblez del codo—. Nada más, tómelo con calma hasta que llegue. Tendrá tiempo.
—¿Qué es eso?
—Adrenalina.
Croy cerró los ojos. Sus labios estaban ligeramente cianóticos y su respiración era poco profunda.
—¿Estás seguro que durará hasta entonces? —inquirió Prue.
—Seguro. —Killilea sonrió en forma tensa—. ¿Le crees?
—Creo la mayor parte.
—Yo también. La mayor parte. Podríamos estar cometiendo un error terrible, Prue.
—Hmm. De un modo o de otro.
Él se paseó de un lado a otro de la habitación.
—Moral y ética —observó—. Nunca lo sabe uno realmente, ¿verdad?
—Uno hace lo mejor que puede —replicó ella—. Killy, tú lo haces en verdad muy bien.
—¿Sí?
—Reaccionas de manera ética con frecuencia mucho mayor que de modo moral. Reaccionas en forma ética tanto como reaccionan otras personas moralmente.
—¿En qué estás pensando?
—Killy, nunca me dijiste una palabra respecto a lo que hice. Con esos hombres, Karl y el «Koala»...
—¿Qué palabra debía decir?
Prue miró sus manos.
—Has leído libros. Celos locos, amargura y desconfianza...
—¡Oh! —pensó con profundidad por un momento—. Las cosas que hiciste fueron sólo pequeños detalles sin importancia..., corroborativos. Lo importante era que te habías ido. No me gustó que te fueras. Pero no sentía que una parte de mí estaba haciendo esas cosas lo cual es el sentimiento de celos que experimentan las personas. No te extraviaste cuando te hallabas conmigo. No te extraviarás cuando vuelvas.
—No —replicó con voz casi inaudible—. No me extraviaré. Pero, Killy, eso es a lo que me refiero cuando digo que no reaccionas moralmente. La moral per sé habría matado lo que tenemos en común. La ética, y éste es nada más otro nombre para nuestro respeto mutuo, lo ha salvado. Otro argumento en favor del mayor valor de supervivencia de la ética.
Después permanecieron sentados en silencio, juntos en el sillón que estaba construido para uno y continuaron silenciosos, hasta que Killilea consultó su reloj, salió del sillón y fue hasta Croy.
—Ya casi es tiempo, Croy —anunció—. Dispóngase para su actuación. ¿Se siente con ánimo para hacerlo?
Croy bajó los pies y movió la cabeza violentamente.
—Mi cara está hecha de hule y mi corazón cree que está corriendo los trescientos metros —respondió—. Sin embargo, lo haré.
—Vamos, Prue.
Fueron a la alcoba, apagaron la luz y entornaron la puerta hasta que sólo se vio el ancho de un dedo de luz dorada de la lámpara de la sala.
Aguardaron.
Sonó el timbre. Croy se encaminó hacia la puerta.
—Eso fue abajo —murmuró Killilea—. Oprima el botón en la cocina. Y no olvide que la puerta de aquí está con llave, cuando intente abrirla. Hable en voz bastante alta para que él también lo haga. Yo seguiré sus indicaciones. Y Croy, Dios lo ayude si...
La mano de Prue se deslizó y le cubrió la boca.
—Buena suerte, señor Croy —deseó.
La chicharra siseó como una víbora. Croy cruzó el cuarto, hizo girar la llave en la puerta y la abrió.
—¿Dónde están? —preguntó una voz ronca.
—Ahí dentro —respondió Croy—, pero espere..., ¿qué va a hacer?
—¿Qué espera? —inquirió el recién llegado.
Killilea pudo verlo: bajo, pesado, casi sin mentón, frente amplia, con cabellos ralos.
—Va a matarlos —acusó Croy.
—¿Tiene alguna idea mejor?
—¿Ha pensado en los detalles..., lo que sucederá cuando sean hallados los cadáveres, lo que hará la policía?
El desconocido abrió su abrigo y sacó una caja de madera cubierta de cuero, de lo que debió ser un bolsillo especial. Lo puso en la mesa y sacó de él una jeringa hipodérmica. Sonrió brevemente.
—Paro cardíaco. Tan común en estos días.
—¿Dos casos al mismo tiempo?
—Hmm. Tiene razón. Bueno..., puedo llevarme a uno de ellos en mi auto.
—Estaba preguntándome —dijo Croy con voz ahogada— si espera que lo haga yo.
El hombre lo miró sin expresión.
—Es una posibilidad.
—Eso significaría que yo tendría que salir de aquí con vida. Usted no desearía eso, ¿verdad?
El hombre rió.
—¡Oh, ya veo! Mi querido amigo, no debe temer. Dejando a un lado las consideraciones de amistad, aun de admiración, no podría terminar mis planes respecto a la junta, sin usted.
Killilea, con un ojo fijo a la ranura de la puerta, sintió que tiraban con urgencia de su hombro. Retrocedió y permitió que ella diera vuelta en silencio en torno suyo, para poder ver también.
El hombre se encaminó hacia la alcoba. Croy inquirió llanamente:
—¿Dónde lo he visto antes?
El hombre se detuvo sin volverse. La aguja brilló en su mano.
—No tengo idea. Dudo que me haya visto jamás.
—Sin embargo lo he visto..., en algún lado...
Prue jadeó repentinamente. Killilea la tomó por los hombros y la envió volando con un movimiento fácil. Cayó en medio de la cama. El jadeo puso alerta al visitante, quien se lanzó hacia la puerta. Killilea se apartó y dejó que se abriera con violencia. La luz de la sala iluminó la amplia espalda del hombre cuando se detuvo, parpadeando en la oscuridad, atisbando de un lado a otro. Killilea se levantó sobre las puntas de los pies e hizo bajar con toda su fuerza el filo de su mano derecha sobre la nuca del hombre. Éste cayó sin un sonido excepto el del choque y permaneció inmóvil.
Killilea estaba jadeando como si hubiera subido corriendo una escalera. Se inclinó y levantó un hombro del desconocido. Cayó sin fuerza al soltarlo.
—Sí, está frío —informó Killilea—. Prue, ¿qué ocurrió? Casi nos delataste... ¡Prue!... ¿Qué...?
Se sentó en la cama, con las manos en la cara, estremeciéndose. Él la abrazó.
—Es «Koala» —dijo ella—. ¡Oh, Killy!, es «Koala».
Croy estaba parado a la entrada, pálido.
—¿Qué dice? ¿Qué significa koala?
—Significa mucho. Vuélvalo sobre la espalda y véalo. Tal vez recordará dónde lo vio.
Croy se inclinó e hizo rodar el pesado cuerpo.
—¡Está muerto!
Killilea corrió hasta Croy, se arrodilló.
—Sí —ratificó.
Recogió un tubo roto, de cristal, lo miró y lo dejó sobre la alfombra. Después comenzó a pasar los dedos sobre el frente del saco del hombre.
—Cuidado —recomendó Croy.
—¡Oh sí! —aquí está —desabotonó lenta y cuidadosamente el saco, el chaleco y la camisa. La camiseta mostraba un pequeño punto de sangre, una sola gota. Una aguja estaba clavada en su centro. Killilea la sujetó, empleando su pañuelo doblado dos veces, y la sacó. Había penetrado nada más que unos milímetros—. Suficiente —observó Killilea y Croy exhaló un gruñido de comprensión.
—Paro cardíaco —dijo Killilea.
—Todavía va a tener... que explicar... dos cadáveres —le recordó Croy—. Y ni siquiera sabe quién es éste.
—Sí, lo sé —rectificó Killilea—. Usted también lo sabrá, si lo mira —se inclinó más—. Lentes de contacto de color café —comentó—. Creo que sus ojos son azules. ¿Verdad, Prue?
Ella exhaló un suspiro prolongado, tembloroso.
—Sí —murmuró ella—. Y usaba una barba para ocultar ese pequeño mentón.
—Barba —repitió Croy y se dejó caer de rodillas—. ¡Doctor Pretorio!
—Tenía que ser. Ahora me siento como los tipos asistentes a ese banquete en que Colón demostró cómo parar un huevo sobre un extremo.
—Pero está..., ¡había muerto!
—Cuando exhumemos su ataúd, si nos molestamos en hacerlo, hallaremos a quien fue sepultado realmente en el funeral de Pretorio —dijo Killilea—. Si alguien fue sepultado.
—¿Por qué? —gimió Croy.
Killilea se levantó y se sacudió las manos.
—Lo tenía en un gran concepto, ¿verdad, Croy? ¿Por qué lo hizo? Creo que nunca lo sabremos en detalle. Pero yo diría que su mente se desquició. Temió a la Junta, que realmente fue su propia creación, cuando descubrió mi factor y lo quiso para él. Necesitaba hundir la Junta y arrojó su propio cadáver en el naufragio, junto con su gran reputación. Una mente como ésa, trabajando en contra de la sociedad en lugar de en favor de ella, estaría más dichosa operando bajo tierra. Me pregunto qué habría hecho con mi factor.
—Me dijo la semana pasada que la Junta reorganizada dominaría al mundo —informó Croy con voz débil—. Pensé que estaba halagándome. Creía que era una figura de expresión. ¡Oh, Dios, Pretorio!
Las lágrimas bajaron por su cara.
—Tendrá que ayudarme —dijo Killilea—. Lo bajaremos a su automóvil y lo dejaremos en él.
—Está bien..., ¿tengo tiempo? —preguntó Croy.
Killilea se acercó a él.
—Enséñeme la lengua. ¡Hmmm! —levantó la muñeca flácida de Croy y pareció pensativo—. En su condición, calculo que vivirá alrededor de unos cuarenta años más.
Croy sólo lo miró estúpidamente. Killilea lo palmeó en el hombro.
—Tal vez sea moral, quizá sea ética —continuó en tono bondadoso—, pero ni Prue ni yo podríamos sentarnos a conversar, mientras viésemos morir a un hombre. Recibió una inyección de citrato de cafeína diluido para hacerlo transpirar y un poco de adrenalina para animarlo.
La mandíbula de Croy subía y bajaba ridículamente. Al fin dijo:
—Pero se supone que..., que tengo que pagar por...
Killilea rió.
—Escuche, filósofo. Si en realidad se siente culpable y desea ser castigado..., viva con ello; no muera sólo para poder escapar de todas esas noches de insomnio.
Entonces Croy comenzó a reír...
Bajaron juntos el pesado cadáver, mientras Prue exploraba delante de ellos. No vieron a nadie, aunque ya tenían dispuesta una historia de un amigo borracho. Acomodaron el cadáver cuidadosamente tras el volante y lo dejaron.
De vuelta en el vestíbulo del edificio de departamentos, Killilea preguntó:
—¿Adónde va?
—A Bilville.
—¡No puede ir hasta allá tan tarde! —exclamó Prue—. Vuelva a subir. Puede estar bastante cómodo ahí. Hay jugo de naranja en la heladera y las toallas están limpias...
—Pero usted no...
—No —lo interrumpió Killilea secamente—, ella no. Llevaré a mi esposa a casa.
Theodore Sturgeon
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