sábado, 1 de febrero de 2014

Señor Volición..


—Dame el parche.
Aunque le estoy encañonando con una pistola se lo piensa lo bastante como para confirmarme que es auténtico. Lleva ropa barata pero se ha dejado una pasta en manicura y depilación. Tiene la típica piel suave de bebé de un rico de mediana edad. Las tarjetas de la cartera serán sólo monederos electrónicos, anónimos pero cifrados, inútiles sin sus propias huellas dactilares vivas. No lleva joyas y el relófono es de plástico; el parche es lo único que vale la pena. Una buena falsificación vale quince centavos, los buenos de verdad valen quince mil, pero no tiene la edad ni pertenece a la clase social de los que llevan una imitación sólo por ir a la moda.
Las Resultas..
Se arranca el parche con delicadeza y se le desprende de la piel. La montura adhesiva no le deja la más minima marca, no le arranca ni un solo pelo de la ceja. El ojo recién descubierto no parpadea ni bizquea... pero sé que aún no puede ver bien. Las rutas perceptivas suprimidas tardan horas en reactivarse.
Me entrega el parche. Casi espero que se me pegue a la palma de la mano, pero no lo hace. La cara exterior es negra, como de metal anodizado, y en una esquina hay un logo de color gris plata que representa un dragón; está dibujado como «escapando» de una versión recortada y plegada de sí mismo, de forma que se muerde la cola. Visiones Recursivas, en homenaje a Escher. Aprieto la pistola un poco más contra su estómago para que no olvide su presencia mientras bajo la mirada y le doy la vuelta al parche. A primera vista la cara interna parece terciopelo negro, pero al moverlo percibo el reflejo de una farola difractada en arco iris por la matriz de láseres de punto cuántico. Algunas imitaciones de plástico se fabrican con hendiduras que consiguen un efecto parecido, pero la nitidez de esta imagen (diseccionada en colores, pero en absoluto borrosa) no se parece a nada que haya visto antes. Alzo los ojos y me quedo mirándolo. Él me devuelve la mirada con recelo. Sé lo que siente —agua helada en las tripas—, pero en sus ojos hay algo más que miedo: una especie de curiosidad vacilante, como si se estuviera empapando de la extrañeza de la situación. Aquí, de pie, a las tres de la mañana, con una pistola apuntándole a los intestinos. Privado de su juguete más caro. Preguntándose qué más va a perder.
Esbozo una triste sonrisa y sé el efecto que eso produce a través del pasamontañas.
—Deberías haberte quedado en el Cruce. ¿Qué andabas buscando por aquí? ¿Algo para follar? ¿Algo para esnifar? Deberías haberte quedado en los clubes, todo te habría llegado sin mover un dedo.
No contesta, pero tampoco aparta la mirada. Parece como si se estuviera esforzando al máximo por entenderlo todo: el miedo, la pistola, este momento. A mí. Intentando asimilarlo y darle un sentido, como un oceanógrafo arrastrado por un maremoto. No sé si es admirable o sólo irritante.
—¿Qué buscabas? ¿Una nueva experiencia? Yo te daré una nueva experiencia.
A nuestra espalda algo se desliza por el suelo arrastrado por el viento: un envoltorio de plástico o un montón de ramitas. La calle se compone de casas adosadas reconvertidas en locales de oficinas. Los locales tienen rejas y alarmas contra intrusos, pero por lo demás no registran nuestra presencia.
Me meto el parche en el bolsillo y le apunto con la pistola un poco más arriba.
—Si te mato, te meteré una bala en el corazón —le digo con franqueza—. Limpio y rápido, te lo prometo; no te dejaré aquí tirado con las tripas fuera desangrándote como un cerdo.
Parece que va a decir algo pero cambia de opinión. Se queda paralizado, mirando fijamente mi rostro enmascarado. El viento se vuelve a levantar, fresco y de una suavidad tal que parece imposible. Mi reloj emite una corta secuencia de tonos, lo que significa que está bloqueando con éxito la señal de su implante de seguridad personal. Estamos los dos solos en medio de un pequeño vacío de señales de radio: fases que se cancelan, fuerzas equilibradas con precisión.
Pienso: «Puedo perdonarle la vida... o no»; y surge la lucidez, el velo se descorre, la niebla se disipa. Ahora todo está en mis manos. No miro hacia arriba, pero no me hace falta: puedo sentir cómo las estrellas giran a mi alrededor.
—Puedo hacerlo, puedo matarte —le susurro.



Seguimos mirándonos fijamente, pero ahora yo lo atravieso con la mirada. No soy un sádico, no necesito verlo sufrir. Su miedo está fuera de mí y lo que importa es lo que está dentro: mi libertad. El coraje para asumirla, la fuerza para enfrentarme a todo lo que soy sin pestañear.
La mano se me ha quedado dormida; deslizo el dedo por el gatillo despertando las terminaciones nerviosas. Puedo sentir cómo el sudor se enfría en mis antebrazos, los músculos de la mandíbula me duelen de aguantar la sonrisa. Soy consciente de cada centímetro de mi cuerpo, siento cómo se contrae, en tensión, impaciente pero dispuesto, esperando mis órdenes.
Retiro la pistola y luego le estampo la culata contra la sien. Grita y cae de rodillas, la sangre le chorrea por un ojo. Me aparto un poco y lo observo atentamente. Pone las manos para evitar caerse de bruces, pero está tan aturdido que no puede levantarse. Se queda ahí, de rodillas, sangrando y quejándose.
Doy media vuelta y echo a correr, me arranco el pasamontañas de la cara, me meto la pistola en el bolsillo y acelero a medida que me alejo.
El implante habrá contactado con un coche patrulla en cuestión de segundos. Me muevo por los callejones y las calles adyacentes desiertas, químicamente embriagado por la excitación visceral de la huida, pero controlándolo todo, guiando al instinto con tranquilidad. No oigo sirenas, pero lo más probable es que las silencien, así que me escondo cada vez que oigo el ruido de un motor que se acerca. El mapa de estas calles está grabado a fuego en mi cabeza: cada árbol, cada pared, cada chasis oxidado. Nunca estoy a más de diez segundos de algún escondite.
Mi casa se acerca como un espejismo, pero es real. Cruzo el último tramo iluminado con el corazón latiendo a mil por hora y mientras abro la puerta y la cierro de un portazo tengo que contenerme para no soltar un grito eufórico de alegría.
Estoy empapado en mi propio sudor. Me desnudo y me paseo por toda la casa hasta que me relajo lo bastante para meterme en la ducha, con la mirada clavada en el techo, escuchando la música del extractor de humos. Pude haberlo matado: el triunfo que eso supone fluye por mis venas. Yo tomé la decisión, nadie más. Nada me lo impedía.
Me seco y me miro en el espejo observando cómo el vapor se desvanece lentamente. Me basta con saber que podría haber apretado el gatillo. Me he enfrentado a la posibilidad; no tengo nada que demostrar. En cierto modo, lo importante no es el acto en sí. Lo importante es superar todos los obstáculos que jalonan el camino que conduce a la libertad.
Pero, ¿y la próxima vez?
La próxima vez lo haré.
Porque puedo.
Le llevo el parche a Tran a su ruinoso adosado en Redfern. El sitio está lleno de posters de grupos belgas merecidamente desconocidos que un buen día decidieron cambiar las guitarras eléctricas por motosierras.
—Visiones Recursivas, IntroPaisaje 3000. Se vende a treinta y cinco mil —dice.
—Lo sé. Lo he mirado.
—¡Alex! Me ofendes.
Sonríe mostrándome unos dientes roídos por el ácido. Demasiados vómitos; alguien debería decirle que ya está bastante delgado.
—¿Cuánto puedes conseguirme?
—Tal vez dieciocho mil o veinte mil. Pero pueden pasar meses hasta que aparezca un comprador. Si te quieres librar de él ahora mismo te puedo dar doce mil.
—Esperaré.
—Tú mismo. —Hago un gesto para recuperarlo, pero me lo aparta—. ¡No tengas tantas prisas!
Introduce una clavija de fibra óptica en una pequeña ranura de la montura y se pone a teclear en el portátil que ocupa el centro de su banco de pruebas.
—Si te lo cargas, te juro que te mato.
—Sí —se queja—, mis torpes y enormes fotones podrían aplastar alguno de los frágiles resortes que hay ahí dentro.
—Sabes a qué me refiero. Podrías bloquearlo.
—¿Vas a tenerlo seis meses y no quieres saber qué software tiene?
Casi me atraganto.
—¿Crees que voy a usarlo? Seguro que es algún controlador de estrés para ejecutivos. Lunes Azul: «Aprenda a ajustar el color del panel de estado de ánimo con el tono de referencia anexo. Alcanzará una productividad óptima y un bienestar total».
—No desprecies el poder de la biorretroalimentación hasta que no la hayas probado. Podría ser la cura para la eyaculación precoz que andabas buscando.
Le doy una colleja, luego miro la pantalla del portátil por encima de su hombro, en la que apenas distingo un galimatías hexadecimal.
—¿Qué estás haciendo exactamente?
—Todos los fabricantes reservan un bloque de códigos en la ISO para que los aparatos no se puedan activar accidentalmente con un mando a distancia. Pero utilizan los mismos códigos que en los equipos con cables. Así que sólo tenemos que probar los códigos que Visiones Recursivas...
En la pantalla aparece una elegante ventana de color gris jaspeado. El encabezamiento dice PANDEMÓNIUM. La única opción es un botón que dice «Reiniciar».
Tran se gira hacia mí con el ratón en la mano.
—Nunca he oído hablar de Pandemónium. Me suena a rollo psicodélico. Pero si ha leído la cabeza del tipo y las pruebas están ahí... —Se encoge de hombros—. Tendré que hacerlo antes de venderlo, así que mejor lo hago ahora.
—Por mí vale.
Pulsa el botón y aparece una pregunta: «¿Desea borrar el mapa actual y preparar el sistema para un nuevo usuario?».
Tran hace clic en «Sí».
—Póntelo y disfruta. Es gratis.
—Eres un santo. —Cojo el parche—, Pero no voy a ponérmelo sin saber para qué sirve.
Tran accede a otra base de datos y teclea PAN*.
—Ah. No está en el catálogo. Lo que quiere decir... mercado negro. ¡Ilegal! —Me sonríe como un niño que tienta a otro para que se coma un gusano—. Venga, ¿qué es lo peor que te puede hacer? —No sé. ¿Lavarme el cerebro?
—No creo. Los parches no pueden mostrar imágenes realistas. Nada que sea demasiado figurativo y nada de texto. Se hicieron pruebas con vídeos musicales, cotizaciones de la bolsa, cursos de idiomas... pero los usuarios se chocaban con todo. Ahora sólo pueden mostrar gráficos abstractos. ¿Cómo le lavas a alguien el cerebro con eso?
Lo levanto a la altura del ojo izquierdo, a modo de prueba, pero sé que no se activará hasta que no se pegue firmemente en su sitio.
—Haga lo que haga... —dice Tran— si piensas en ello desde el punto de vista de la teoría de la información, no puede mostrarte nada que no tengas en tu cabeza.
—¿De verdad? Tanto aburrimiento podría matarme. Sin embargo, parece una locura desperdiciar la oportunidad. Alguien que tiene una máquina tan cara como ésta habrá pagado una pequeña fortuna por el software. Y si es lo bastante raro como para ser ilegal puede que hasta sea un alucine. Tran está perdiendo interés.
—Tú decides.
—Exactamente.
Coloco el parche en posición sobre el ojo y dejo que la montura se adhiera suavemente a la piel.
—¿Alex? —dice Mira—, ¿No vas a contármelo?
—¿Eh? —La miro vacilante. Me sonríe, pero parece algo molesta.
—¡Quiero saber qué es lo que viste! —Se inclina sobre mí y se pone a acariciarme el pómulo con la yema del dedo, como queriendo tocar el parche, pero sin atreverse a hacerlo—. ¿Qué viste? ¿Túneles de luz? ¿Ciudades antiguas en llamas? ¿Ángeles de plata follando en tu cerebro?
Le retiro la mano.
—Nada.
—No te creo.
Pero es la verdad. Nada de fuegos artificiales cósmicos; si acaso los dibujos se atenuaban cuanto más me perdía en el sexo. Pero los detalles se me escapan, como ocurre cuando no hago un esfuerzo consciente por visualizar la imagen.
Intento explicárselo.
—La mayor parte del tiempo no veo nada en absoluto. ¿Puedes ver tú tu nariz, tus pestañas? El parche es igual. Después de las primeras horas la imagen simplemente... desaparece. No se parece a nada real, no se mueve cuando mueves la cabeza, de modo que el cerebro advierte que no tiene nada que ver con el mundo exterior y empieza a filtrarla.
Mira está escandalizada, como si la hubiera engañado de alguna forma.
—¿Ni siquiera puedes ver lo que te muestra? Entonces... ¿qué sentido tiene?
—No ves la imagen flotando delante de ti, pero aun así puedes llegar a percibirla. Es como... Existe una condición neurológica llamada visión ciega en la que se pierde toda noción de la conciencia visual, pero aun así, los que la padecen pueden adivinar lo que tienen delante si se esfuerzan mucho, porque la información les sigue llegando al cerebro.
—Como la clarividencia. Entiendo.
Roza con el dedo el ankh que cuelga de su cuello.
—Sí, es sorprendente. Si me proyectas una luz azul en el ojo... gracias a una especie de magia extraña, sabré que es azul.
Mira se queja y vuelve a recostarse en la cama. Pasa un coche y a través de las cortinas las luces iluminan la estatua que hay en la repisa: una mujer con cabeza de chacal en la posición de loto, un sagrado corazón visible por debajo de un pecho. Muy moderno y sincrético. Mira me dijo una vez sin inmutarse: «Ésta es mi alma, que se reencarna una y otra vez. Antes pertenecía a Mozart, y mucho antes a Cleopatra». La inscripción de la base dice «Budapest 2005». Pero lo más raro es que está fabricada como una muñeca rusa: dentro del alma de Mira hay otra alma, y dentro de ésta una tercera, y una cuarta. Yo le dije: «La última no es más que madera muerta. No tiene nada dentro. ¿Eso no te preocupa?».
Me concentro e intento evocar la imagen una vez más. El parche mide constantemente la dilatación de la pupila y la distancia focal de la lente del ojo tapado —ambas siguen de forma natural los movimientos del ojo destapado— y de acuerdo con eso ajusta el holograma sintético. De este modo la imagen del parche nunca se desenfoca, ni es demasiado brillante ni demasiado oscura, al margen de lo que esté mirando el ojo destapado. Ningún objeto real podría comportarse así; con razón el cerebro filtra los datos con tanta facilidad. Incluso en las primeras horas, cuando podía ver sin esfuerzo los dibujos que se superponían a cualquier cosa, se parecían más a imágenes mentales muy vividas que a cualquier efecto producido por la luz. Ahora la idea de que podía «mirar» el holograma y «verlo» de forma automática me resulta ridicula; en realidad se parece más a palpar un objeto en la oscuridad e intentar visualizarlo.
Lo que visualizo es esto: elaboradas ramificaciones de colores que centellean contra el fondo gris de la habitación como pulsaciones de tinta fluorescente inyectada en finas venas. La imagen parece que brilla, pero no llega a deslumhrar; aún puedo ver lo que hay en las sombras que rodean la cama. Cientos de estas ramificaciones resplandecen a la vez, pero la mayoría son casi imperceptibles y duran apenas un instante. Puede que en un momento dado resalten unas diez o doce, cada una reluciendo intensamente durante medio segundo escaso para luego desvanecerse dando paso a otras nuevas. A veces es como si uno de esos dibujos más «fuertes» le transmitiera su intensidad directamente al dibujo de al lado, sacándolo de la oscuridad, y otras veces se pueden ver los dos dibujos encendidos a la vez, una maraña de bordes entrelazados. En otros momentos la intensidad, la luminosidad, parece no proceder de ninguna parte, aunque de vez en cuando, en el fondo de la imagen, percibo dos o tres cascadas sutiles, demasiado débiles y fugaces por sí solas para poder seguirlas, que convergen en una única estructura y dan pie a una ráfaga brillante y continua.
La oblea de circuitos superconductores alojada en el parche representa gráficamente la totalidad de mi cerebro. Estos dibujos podrían ser neuronas individuales, pero, ¿qué utilidad tendría una imagen microscópica tan pequeña? Lo más seguro es que se trate de sistemas más grandes —redes de decenas de miles de neuronas— y que el conjunto sea una especie de mapa funcional: conserva las conexiones, pero reorganiza las distancias para facilitar su interpretación. Las ubicaciones anatómicas reales sólo le interesarían a un neurocirujano.
¿Pero qué sistemas me muestra exactamente? ¿Y cómo se supone que debo responder al verlos?
Casi todos los programas para parches son de biorretroalimentación. Miden el estrés —o la depresión, la excitación sexual, la concentración, cualquier cosa— y lo plasman en los códigos de colores y las formas de los gráficos. Puesto que la imagen del parche «desaparece», no supone ninguna distracción, pero la información sigue estando disponible. De hecho, se conectan áreas del cerebro que por naturaleza se ignoran mutuamente, permitiendo que se modulen de forma inaudita. O al menos eso es lo que se dice. Pero los programas de biorrealimentación deberían dejar clara su función: junto a la imagen en tiempo real debería haber una plantilla fija que indicara el objetivo que se persigue. Y esto lo único que me muestra es... un pandemónium.
—Será mejor que te vayas ahora —dice Mira.
La imagen del parche casi desaparece, como un bocadillo de tebeo pinchado, pero me esfuerzo y consigo mantenerla.
—¿Alex? Creo que deberías irte.
El vello de la nuca se me pone de punta. ¿Qué es lo que acabo de ver? ¿Los mismos dibujos al oír las mismas palabras? Intento repetir la secuencia de memoria, pero las estructuras que tengo delante —¿los dibujos del esfuerzo por recordar?— hacen que me resulte imposible. Y para cuando dejo que la imagen desaparezca ya es demasiado tarde; no sé lo que acabo de ver.
Mira me pone la mano en el hombro.
—Quiero que te vayas.
Se me pone la carne de gallina. Aunque no tengo la imagen delante, sé que se están disparando los mismo patrones. «Creo que deberías irte». «Quiero que te vayas». No estoy viendo los sonidos codificados en mi cerebro. Estoy viendo su significado.
E incluso en este momento, simplemente pensando en el significado, sé que la secuencia se repite débilmente.
Mira me zarandea enfadada y por fin me giro hacia ella.
—¿Qué te pasa? ¿Querías tirarte al parche y te molesto?
—Muy gracioso. Vete.
Me visto muy despacio para fastidiarla. Luego me quedo de pie al lado de la cama, mirando su delgado cuerpo enroscado bajo las sábanas. Pienso: «Si quisiera podría hacerle mucho daño. Sería tan fácil».
Ella me mira algo inquieta. Me avergüenzo de mi mismo: la verdad es que ni siquiera quiero asustarla. Pero es demasiado tarde, ya lo he hecho.
Me deja que le dé un beso de despedida, todo su cuerpo está tenso, desconfia. Se me revuelven las tripas. «¿Qué me pasa? ¿En qué me estoy convirtiendo?»
Sin embargo, una vez en la calle, en el aire frío de la noche, recupero la lucidez. Amor, empatia, compasión... Todo lo que suponga un obstáculo para la libertad debe ser superado. No tengo por qué elegir la violencia; pero mis decisiones carecen de sentido si dependen de la conducta social y el sentimentalismo, de la hipocresía y el autoengaño.
Nietzsche lo entendió. Sartre y Camus lo entendieron.
Con toda la tranquilidad del mundo pienso: «No había nada que me detuviera. Podría haber hecho cualquier cosa. Podría haberle roto el cuello». Pero elegí no hacerlo. Yo elijo. ¿Y cómo sucedió? ¿Cómo y cuándo? Cuando le perdoné la vida al dueño del parche... cuando elegí no ponerle un dedo encima a Mira... al final fue mi cuerpo el que actuó de una forma y no de otra. Pero, ¿dónde se origina todo el proceso?
Si el parche me muestra todo lo que pasa en mi cerebro —o todo lo que importa: pensamientos, significados, los niveles de abstracción más elevados—, entonces, si supiera cómo interpretar esos patrones, ¿podría seguir todo el proceso? ¿Sería capaz de seguir su rastro hasta la causa primera?
Me paro a media zancada. La idea es vertiginosa... y estimulante. En algún lugar en lo más profundo de mi cerebro debe estar el «yo»: el origen de toda acción, el yo que decide. Puro, incorruptible ante la cultura, la educación o los genes... el origen de la libertad humana, plenamente autónomo, responsable sólo ante sí mismo. Siempre lo he sabido, pero llevo años intentando descifrarlo.
Si el parche pudiera colocar mi alma ante un espejo, si me permitiera contemplar mi propia voluntad en el momento en que emerge del núcleo de mi ser cuando aprieto el gatillo...
Sería un instante de sinceridad perfecta, de conocimiento perfecto.
Libertad perfecta.
Estoy en casa, tumbado a oscuras, y vuelvo a evocar la imagen, experimento. Si voy a seguir el rastro a contracorriente, tengo que cartografiar tanto territorio como me sea posible. No es fácil: tengo que estudiar los pensamientos, estudiar los dibujos, intentando recordar las conexiones entre unos y otros. Al obligarme a realizar asociaciones libres, ¿estoy viendo las estructuras que corresponden a las propias ideas? ¿O los dibujos que veo responden más al hecho de que les estoy prestando atención, lo que veo no es más que la filigrana que existe entre la imagen misma y los pensamientos que espero que ésta refleje?
Enciendo la radio y sintonizo un programa de entrevistas. Intento concentrarme en las palabras sin perder de vista la imagen del parche. Consigo discernir los dibujos generados por unas pocas palabras o, al menos, los dibujos comunes a las cascadas que aparecen cuando se emplean dichas palabras. Pero a la quinta o sexta palabra pierdo la pista de la primera.
Enciendo la luz, cojo un papel e intento esbozar un diccionario. Pero lo único que consigo es desesperarme. Las cascadas surgen demasiado rápido y todo lo que hago para intentar retener un dibujo, para congelar el momento, es una intrusión que borra dicho momento.
Casi está amaneciendo. Me doy por vencido e intento dormir un poco. Pronto necesitaré dinero para el alquiler, tendré que hacer algo, a no ser que acepte la oferta de Tran por el parche. Meto la mano debajo del colchón y compruebo que la pistola sigue ahí.
Pienso en los últimos años. Un título sin valor. Tres años en el paro. Trabajos seguros en casa durante el día. Y luego las noches. Deshaciéndome capa a capa de cualquier ilusión. El amor, la esperanza, la moralidad... Todo eso tiene que ser superado. Ahora no puedo parar.
Y sé cómo tiene que acabar.
A medida que la luz penetra en la habitación noto un cambio repentino... ¿en qué? ¿En mi estado de ánimo? ¿En mi percepción? Me quedo mirando la estrecha franja de luz en la escayola descascarillada del techo y todo tiene el mismo aspecto, todo sigue igual.
Recorro mi cuerpo mentalmente, como si pudiera estar sufriendo algún dolor demasiado extraño para poder apreciarlo de inmediato. Pero lo único que noto es la tensión de mi propia incertidumbre y mi propia confusión.
La sensación de extrañeza se intensifica y dejo escapar un grito. Siento como si me hirviera la piel y diez mil gusanos emergieran de ella arrastrándose desde la carne líquida, sólo que no hay nada que explique esta sensación: no veo heridas, ni insectos, y no me duele absolutamente nada. No siento ninguna comezón, ni fiebre, ni sudor frío... Nada. Es como un relato de terror protagonizado por un yonqui con el mono, como un ataque de delirium tremens sacado de una pesadilla, pero carente de todo síntoma. Era el horror mismo.
Saco las piernas de la cama y me incorporo apretándome el estómago, pero es un gesto vacío: ni siquiera tengo ganas de vomitar. La sensación de angustia no está en mis tripas. Permanezco sentado y espero a que se me pase la ansiedad.
No se me pasa.
Estoy a punto de arrancarme el parche —¿qué otra cosa puede ser?—, pero cambio de idea. Antes quiero probar algo. Enciendo la radio.
—... alarma de ciclón en la costa noroeste...
Los diez mil gusanos se arrastran y se revuelven; las palabras los golpean como el chorro de una manguera de incendios. Apago la radio de golpe, calmando la ansiedad, y entonces las palabras resuenan en mi cerebro:
... ciclón...
La cascada envuelve el concepto en un bucle, disparando los dibujos que corresponden al sonido mismo; a una visión fugaz de la palabra escrita; a una imagen extraída de un centenar de mapas de satélite meteorológico; a secuencias de telediarios que muestran palmeras azotadas por el viento y a muchas cosas más, demasiadas para poder ser asimiladas.
... alarma de ciclón...
La mayoría de los dibujos correspondientes a «alarma» ya se estaban disparando, alertados por el propio contexto, anticipando lo obvio. Los dibujos de las secuencias filmadas de los momentos más críticos de la tormenta se refuerzan, y desencadenan otros que corresponden a las imágenes de la mañana siguiente de la gente delante de sus casas arrasadas.
... costa noroeste...
El dibujo correspondiente al mapa del satélite meteorológico se tensa, concentrando su energía en una imagen recordada —o elaborada— en la que el remolino de nubes se coloca en posición. Se disparan los dibujos de los nombres de media docena de ciudades del noroeste, y los de las imágenes de parajes turísticos... hasta que la cascada se desvanece en vagas asociaciones de ruda y espartana simpleza.
Y entiendo lo que está pasando. (Se disparan los dibujos de «entender», se disparan los dibujos de «dibujos», se disparan los dibujos de «confuso», «abrumado», «loco»...)
El proceso se ralentiza un poco (se disparan dibujos que corresponden a todos esos conceptos). Puedo abarcarlo con calma, puedo verlo con claridad (se disparan dibujos). Me siento con la cabeza apoyada en las rodillas (se disparan dibujos) intentando concentrarme lo suficiente para afrontar todas las resonancias y asociaciones que el parche (se disparan dibujos) sigue mostrándome a través de mi ojo izquierdo que apenas puede ver.
Nunca hubo necesidad de hacer lo imposible, de sentarse y ponerse a dibujar un diccionario en papel. En los últimos diez días las estructuras han ido grabando su propio diccionario en mi cerebro. No hace falta observar y recordar de forma consciente qué dibujo corresponde a qué pensamiento: todo el tiempo que he estado despierto lo he pasado expuesto precisamente a esas asociaciones, y a fuerza de repetirse ellas solas se han grabado a fuego en mis sinapsis.
Y ahora está dando sus frutos. No necesito que el parche me diga lo mismo que yo me diría que estoy pensando. Lo que me muestra es todo lo demás: todos los detalles demasiado sutiles e inestables para ser captados mediante simple introspección. No el único y evidente caudal de la consciencia —la secuencia definida por el dibujo más fuerte en cada momento—, sino todas las corrientes y remolinos que se agitan por debajo.
El caótico proceso del pensamiento en su totalidad.
El pandemónium.
Hablar es una pesadilla. Practico solo, contestándole a la radio. Estoy demasiado inseguro; hasta que aprenda a no atorarme, a no perder el hilo, no me atrevo ni siquiera a llamar por teléfono.
Apenas puedo abrir la boca sin percibir una docena de dibujos de palabras y frases que «surgen para la ocasión», compitiendo por la oportunidad de ser pronunciadas; y las cascadas que en una fracción de segundo deberían haber convergido hacia una opción (es lo que debía pasar antes, o todo el proceso no habría funcionado nunca) fluctúan sin parar y no acaban de definirse por el mero hecho de que me he vuelto demasiado consciente de todas las alternativas. Después de un rato aprendo a suprimir esta reacción, al menos lo suficiente para no quedarme paralizado. Pero aun así la sensación es muy extraña.
Enciendo la radio. Un oyente dice: «Malgastar el dinero de los contribuyentes en rehabilitación es simple y llanamente admitir que no los tuvimos encerrados el tiempo suficiente».
Se forman cascadas de dibujos que representan el sentido literal de las palabras y una multitud de asociaciones y conexiones... pero ya están entrelazadas con otras cascadas que construyen posibles respuestas invocando sus propias asociaciones.
Respondo tan rápido como puedo:
—La rehabilitación es más barata. ¿Y qué sugieres? ¿Encerrarlos hasta que estén tan seniles que ya no puedan volver a delinquir?
A medida que hablo los dibujos de las palabras escogidas se iluminan triunfalmente, mientras que los de otras veinte o treinta palabras y frases se desvanecen... como si oír lo que acabo de decir fuera la única forma de confirmar que han perdido la oportunidad de ser pronunciadas.
Repito el experimento docenas de veces hasta que puedo «ver» con claridad todos los dibujos-respuesta alternativos. Los observo mientras tejen sus complicadas redes de significado por toda mi mente, con la esperanza de ser elegidos.
Pero... ¿elegidos dónde, elegidos cómo?
Me sigue resultando imposible saberlo. Si trato de ralentizar el proceso mis pensamientos se bloquean del todo, y si consigo pronunciar una respuesta, se esfuma la posibilidad de seguir su dinámica. Un segundo o dos más tarde, aún puedo «ver» la mayoría de las palabras y asociaciones que se han ido disparando... pero intentar localizar el origen —el yo— de la decisión que me hizo pronunciar lo que he contestado es como intentar encontrar al culpable de un accidente múltiple en un amasijo de mil coches cuando sólo has visto una imagen fugaz y borrosa de lo sucedido.
Decido descansar una o dos horas. (De alguna forma, decido.) La sensación de que me descompongo en un montón de larvas que se retuercen ha perdido fuerza, pero no puedo desconectar del todo la percepción del pandemónium. Podría intentar quitarme el parche, pero no me parece que merezca la pena correr el riesgo de pasar por un largo y lento proceso de reaclimatación cuando me lo vuelva a poner.
De pie en el cuarto de baño, mientras me afeito, me paro un momento para mirarme a los ojos. «¿Quiero seguir adelante con esto? ¿Mirar mi mente en un espejo mientras mato a un extraño? ¿Qué cambiaría? ¿Qué demostraría?»
Demostraría que dentro de mí hay una chispa de libertad que nadie más puede tocar, que nadie más puede reclamar para sí. Demostraría que finalmente soy responsable de todo lo que hago.
Siento que algo está emergiendo en el pandemónium. Algo que surge de las profundidades. Cierro los dos ojos, me agarro al lavabo para calmarme; luego los abro y vuelvo a concentrarme en los dos espejos.
Y finalmente lo veo, superpuesto a la imagen de mi cara: una estructura intrincada, con forma de estrella, como una especie de criatura bentónica luminosa, que lanza delicados hilos para tocar diez mil palabras y símbolos, toda la maquinaria del pensamiento bajo su mando. Me sacude una sensación de déjá vu: llevo días «viendo» este dibujo. Cada vez que pensaba en mí mismo como sujeto, como actuante. Cada vez que reflexionaba sobre el poder de la voluntad. Cada vez que recordaba el momento en que casi aprieto el gatillo...
No tengo ninguna duda, esto es. El yo que elige. El yo que es libre.
Vuelvo a mirarme a los ojos y el dibujo se ilumina no sólo al ver mi cara, sino al verme a mi mismo mirándola, y sabiendo que estoy mirando... y sabiendo que en cualquier momento podría dejar de mirar.
Me quedo contemplando esta maravilla. ¿Qué nombre le pongo a esto? ¿«Yo»? ¿«Alex»? Ninguno de los dos se ajusta bien; su significado está agotado. Busco la palabra, la imagen que provoque la respuesta más contundente. Mi propio rostro en el espejo, visto desde fuera, apenas provoca un destello, pero cuando me percibo a mí mismo sentado en la oscura caverna de mi cráneo, anónimo, mirando desde dentro a través de los ojos, controlando el cuerpo... tomando las decisiones, manejando los hilos... el dibujo se reconoce a sí mismo y resplandece.
—El señor Volición —susurro—. Eso es lo que soy.
Me empieza a doler la cabeza. Dejo que la imagen del parche desaparezca de mi campo de visión.
Al terminar de afeitarme examino la cara exterior del parche por primera vez en varios días. El dragón que se libera de su propio retrato insustancial para alcanzar la solidez; o al menos, está dibujado para que lo parezca. Pienso en el hombre a quien se lo robé y me pregunto si llegó a profundizar en el pandemónium tanto como yo.
Pero no puede haberlo hecho, o de lo contrario nunca me hubiera permitido que se lo robara. Porque ahora que he entrevisto la verdad, sé que defendería con mi vida el privilegio de seguir viéndola de este modo.
Salgo de casa alrededor de la medianoche, hago un reconocimiento de la zona, le tomo el pulso. Cada noche tiene sus propios flujos de actividad entre los clubes, los bares, los burdeles, las casas de apuestas, las fiestas privadas. Pero yo no voy buscando sitios concurridos. Busco un lugar al que nadie tenga motivos para ir.
Finalmente me decido por una obra flanqueada por oficinas vacías. Parte del suelo queda protegido de la luz de las dos farolas más próximas por un gran contenedor situado a un lado de la calle que proyecta una sombra triangular negra. Me siento en la arena y en el polvo de cemento húmedos de rocío. Tengo la pistola y el pasamontañas en la chaqueta, al alcance de la mano.
Espero tranquilamente. He aprendido a ser paciente; hay noches en las que veo amanecer con las manos vacías. Pero la mayoría de las noches alguien toma un atajo. La mayoría de las noches alguien se pierde.
Estoy atento por si oigo pasos, pero dejo que mi mente divague. Trato de seguir el pandemónium más de cerca, ver si puedo absorber la secuencia de imágenes de forma pasiva mientras pienso en otra cosa. Y luego las repito de memoria, la película de mis pensamientos.
Cierro el puño, lo abro. Cierro el puño y... lo mantengo cerrado. Intento pillar al señor Volición con las manos en la masa, poniendo a prueba mi libre albedrío. Si reconstruyo lo que creo que «vi», el dibujo de miles de espirales se ilumina con intensidad, pero la memoria me juega extrañas pasadas: no puedo reproducir la secuencia correctamente. Cada vez que me proyecto la película en la cabeza, primero veo cómo se encienden casi todos los otros dibujos implicados en la acción —enviando cascadas que convergen en el señor Volición haciendo que se dispare—, justo lo contrario de lo que sé que pasa en realidad. El señor Volición se ilumina en el preciso instante en que siento cómo elijo... por tanto, ¿qué otra cosa aparte de estática mental puede preceder a ese momento crucial?
Practico durante más de una hora, pero la ilusión persiste. ¿Alguna distorsión de la percepción temporal? ¿Algún efecto secundario del parche?
Se acercan unos pasos. Una persona.
Me pongo el pasamontañas, espero unos segundos. Entonces me incorporo muy despacio hasta quedarme un poco agachado y echo un vistazo asomándome por el borde del contenedor. Acaba de pasar y no mira hacia atrás.
Lo sigo. Camina rápido, con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Cuando estoy a tres metros de él, lo bastante cerca para persuadir a la mayoría de la gente de que correr es inútil, lo llamo en voz baja:
—Para.
Primero me echa un vistazo por encima del hombro y luego se da la vuelta. Es joven, dieciocho o diecinueve años, es más alto que yo y probablemente más fuerte. Tendré que estar atento por si se le ocurre la estupidez de hacerse el valiente. No se frota los ojos, pero el pasamontañas siempre parece inspirar una expresión de incredulidad. El pasamontañas y la calma: si no me pongo a mover los brazos y a gritar obscenidades estilo Hollywood, algunas personas no consiguen aceptar que va en serio.
Me acerco. Lleva un diamante en una oreja. Bastante pequeño, pero mejor que nada. Se lo señalo y me lo entrega. Se hace el duro, pero no parece que vaya a intentar ninguna tontería.
—Saca la cartera y enséñame lo que hay dentro.
Lo hace, colocando el contenido en forma de abanico para que pueda verlo, como si fueran las cartas de una baraja. Elijo el dinero-e, «e» de «especialmente fácil de hackear». No puedo leer el saldo, pero me lo guardo en el bolsillo y le dejo que se quede con lo demás.
—Ahora quítate los zapatos.
Se lo piensa y un destello de puro resentimiento se vislumbra en su mirada. Pero está demasiado asustado para protestar. Hace lo que le digo con torpeza, apoyándose en un pie y luego en el otro. No lo culpo: sentado yo también me sentiría más vulnerable. Aunque da lo mismo.
Mientras me ato sus zapatos a la parte de atrás del cinturón con una mano, me mira como si estuviera calibrando si comprendo que no tiene nada más que ofrecerme; intentando decidir si eso me va a decepcionar o me va a mosquear. Le sostengo la mirada, en absoluto disgustado, simplemente intentando memorizar su rostro.
Por un segundo trato de visualizar el pandemónium, pero no hace falta. Ahora puedo interpretar los dibujos en sus propios términos, asimilándolos y comprendiéndolos en su totalidad a través del nuevo canal sensorial que el parche ha creado para sí en la neurobiología de la visión.
Y sé que el señor Volición se está disparando.
Levanto la pistola a la altura del corazón del desconocido y le quito el seguro. Su compostura se derrumba, su rostro se crispa. Comienza a temblar y aparecen lágrimas, pero no cierra los ojos. Siento una oleada de compasión —y también la «veo»—, pero se encuentra fuera del señor Volición y sólo el señor Volición puede elegir.
Consternado, el desconocido hace una sola pregunta:
—¿Por qué?
—Porque puedo.
Cierra los ojos. Le castañetean los dientes, un hilo de moco le cuelga de una ventana de la nariz. Aguardo a que llegue el momento de la lucidez, el momento de la comprensión perfecta, el momento en que me salgo del flujo del mundo y me hago responsable de mí mismo.
En cambio, se descorre un velo diferente y el pandemónium se ve reflejado en sí mismo con todo lujo de detalles:
Los dibujos para los conceptos de «libertad», «autoconocimiento», «valor», «sinceridad», «responsabilidad», se encienden y fulguran. Son cascadas que giran sobre sí mismas: enormes serpentinas entrelazadas de cientos de dibujos de largo... pero ahora todas las conexiones, todas las relaciones causales, están finalmente claras como el agua.
Y nada fluye de ninguna fuente de acción, de ningún yo autónomo e irreductible. El señor Volición se está disparando, pero sólo es un dibujo más entre miles de dibujos, un complicado engranaje más. Con docenas de tentáculos se inmiscuye en las cascadas que lo rodean y farfulla sin parar «yo, yo, yo», atribuyéndose la responsabilidad de todo. Pero en realidad no tiene nada de especial.
De mi garganta sale el sonido de una arcada y casi se me doblan las rodillas. Esto es saber demasiado, soy incapaz de aceptarlo. Sin mover la pistola ni un centímetro meto la mano por debajo del pasamontañas y me arranco el parche.
No cambia nada. El espectáculo continúa. El cerebro ha interiorizado todas las asociaciones, todas las conexiones, y el significado sigue revelándose sin tregua.
No hay ninguna causa primera, no hay ningún sitio del que puedan brotar las decisiones. Lo que hay es una enorme máquina con álabes y turbinas gobernada por el flujo causal que la recorre. Una máquina construida con palabras, imágenes e ideas hechas carne.
No hay nada más: sólo estos dibujos y las conexiones entre ellos. Las «decisiones» se toman en todas partes: en cada asociación, en cada enlace de ideas. La estructura al completo, la máquina en su conjunto, es quien «decide».
¿Y el señor Volición? El señor Volición no es nada más que la idea de sí mismo. El pandemónium puede imaginar cualquier cosa: Papá Noel, Dios... el alma humana. Puede construir un símbolo para cada idea, y conectarlo con otros miles, pero eso no significa que la cosa representada por el símbolo pueda llegar a ser real.
Aterrorizado, triste y avergonzado, miro fijamente al hombre que tiembla delante de mí. ¿En nombre de quién lo estoy sacrificando? Podría haberle dicho a Mira: «Una muñequita ánima ya es demasiado». Entonces, ¿por qué no podía decírmelo a mí mismo? No hay un segundo yo dentro del yo, no hay ningún titiritero que maneja los hilos y toma las decisiones. Sólo existe la máquina en su conjunto.
Y bajo escrutinio, el engranaje con ínfulas se marchita. Ahora que el pandemónium puede verse a sí mismo en su totalidad, el señor Volición deja de tener sentido.
No hay nada ni nadie por quien matar: ningún emperador de la mente que haya que defender con la propia vida. Y no hay ningún obstáculo que superar para alcanzar la libertad: el amor, la esperanza, la moral... Echa abajo toda esa hermosa maquinaria y lo que quedará será un puñado de células nerviosas moviéndose espasmódicamente al azar, no un radiante übermensch puro e inmaculado. La única libertad reside en ser esta máquina y no otra.
De modo que esta máquina baja la pistola, levanta una mano en un torpe gesto de contrición, da media vuelta, sale corriendo y se pierde en la noche. Sin detenerse para recuperar el aliento y consciente como de costumbre del peligro de la persecución, pero llorando lágrimas de liberación todo el camino.


Nota del autor: Este cuento se inspira en los modelos cognitivos del pandemónium de Marvin Minsky, Daniel C. Dennet, y otros. No obstante, el breve esbozo que aquí se presenta sólo pretende dar una impresión general de cómo funcionan estos modelos y en ningún caso hace justicia a los puntos concretos. Los modelos aparecen descritos al detalle en La concienáa explicada de Dennet y La sociedad de la mente de Minsky.

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